Carmen de Patagones: “El último pueblo del mundo”

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Carmen de Patagones: “El último pueblo del mundo”

El libro “La Pampa” del ingeniero francés Alfredo Ebelot contiene numerosas crónicas sobre la vida del gaucho y sobre la “ruda existencia del Desierto”, como se denominaban las tierras que, en las décadas del ’70 y ’80 del siglo XIX, llegaban a no mucho más que Bahía Blanca y Carmen de Patagones.

Redacción

Fue publicado primero en Francia en 1889 y en 1890 en nuestro país, y se conoce sobre todo por la reedición de EUDEBA de 1964. Ebelot se radicó en Buenos Aires en 1870, y en 1875 se sumó a la denominada “Conquista del Desierto”, convocado por el entonces ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina. Nos interesa reproducir algunos pasajes del libro que nos acercan al “Patagones antiguo”, con un análisis nada contemplativo de los pobladores de entonces.

“El pueblo de Nuestra Señora del Carmen de Patagones -es del caso aplicar la melancólica observación que los españoles acostumbran dar a sus hijos más nombres al cristianarlos que pesos al casarlos- era verdaderamente el último del mundo, antes de que la colonia del Chubut estableciera a su vanguardia un centro de población.

Fundado por Viedma, a fines del siglo pasado (siglo XVIII), con pretensiones de llegar a ser la plaza de armas y el cuartel general de los nuevos ocupantes de la Patagonia, no tuvo tiempo de desempeñar tan brillante papel. Trató en vano de irradiar, de formar colonias secundarias más al Sur, en la costa Atlántica.

Todos sus establecimientos fracasaron, destruídos unos por los indios, otros por el hambre. La guerra de la independencia sobrevino mientras tanto, y Patagones, entregado a sí mismo, cobijó en sus estrechas murallas, separadas de las demás del universo, a los descendientes de los compañeros de Viedma.

El comercio con los indios

El mar era surcado por poquísimas naves; el valle del río Negro estaba ocupado por los indios. No había más. Se tenía que entrar en tratos con los salvajes. Los gallegos de Patagones, altaneros, pero sesudos se conformaron refunfuñando. Les compraban tejidos, plumas de avestruz, cueros de guanaco una que otra vez ganado robado, cediéndoles en cambio malas botas y pésimo aguardiente. Este comercio no era por cierto de los más puros. Esto no obstante, los patagoneses de sangre europea no dejaban de formar una aristocracia muy desdeñosa, muy exclusiva y altamente convencida de su importancia.

Las pocas familias trasplantadas por Viedma conocían al dedillo sus orígenes, sus parentescos, su árbol genealógico. Se casaban entre pares, a menudo entre primos, razón por la que la raza había degenerado y se había vuelto feísima. Se aferraban con los mayores bríos a sus preocupaciones de hidalgos. Por lo demás, esta situación asilada, los peligros siempre inminentes, las frecuentes sorpresas de sus inseguros amigos de la pampa, habían formado varones que no se trastornaban fácilmente en los casos apurados.

La historia de Patagones contiene un rasgo heroico cierto día, sin más auxiliares que algunos gauchos mal armados, sus habitantes resistieron a una fuerte división Brasileña que había tomado posición frente al pueblo, obligaron a las fuerzas de desembarco a rendirse a discreción y se apoderaron de dos buques de guerra. El coro de la pequeña iglesia de Patagones esta tapizado de banderas Brasileñas, cuyas franjas de oro ennegrecidas cuelgan alrededor de la virgen – ridículamente ataviada, hay que confesarlo -, que es la patrona del punto. Los patagoneses, con tanta devoción como modestia, le atribuyen todo el honor de este milagro.

La rapacidad de los jueces

Está de Dios que ha de haber un lado ruin en las cosas bellas de este mundo. Uno de los navíos tomados en esta jornada gloriosa se ha sumergido lastimosamente en el sitio mismo en que estaba anclado. No ha sido echado a pique por el fuego de plaza, sino por la rapacidad de los jueces de paz sucesivos. Cada uno hacía sacar algunas de las planchas del forro de cobre, a fin de venderlas clandestinamente. En fin el pobre barco, con rumbos abiertos por todas partes, se sepultó en las aguas. Con esto queda pintada  a lo vivo esta gente henchida del orgullo de su nobleza. La aristocracia de Patagones, los españoles viejos tan devotos de Nuestra Señora, eran hidalgos por cierto, pero hidalgos que habían traficado largo tiempo con los indios. Cuando el gobierno argentino se acordó al fin de que existía Patagones, fue para adoptar una medida que poco hubo de gustar al barrio Saint-Germain altivo que languidecía al pie del fortín de Viedma.

Ladrones, rateros y mujeres perdidas

Se reparó en que este pueblecito excéntrico formaría una perfecta colonia penitenciaria, y se le mandaron los ladrones, los rateros, los falsificadores, y una que otra remesita de mujeres perdidas para acompañarlos. No es ésta la única vez que los gobernantes de Buenos Aires han tenido a bien demostrar que habían leído Manon Lescaut, y que estimaban los métodos de colonización que habían llegado a la Nueva Orleáns a esta interesante niña y a su desdichado amante.  Pocos años ha, se puso a bordo del vapor Santa Rosa, que hacía un servicio regular a Bahía Blanca y Patagones, un cargamento de esas desgraciadas, dirigido a la Municipalidad de Bahía Blanca, a fin de que ésta les diera el destino que creyera conveniente. El capitán del vapor llega a la puerta de la Municipalidad con su encomienda femenina, apiñada en un carro, y solicita entregarla. Con lujo de indignación, pregunta la Municipalidad qué se ha figurado el gobierno, y declara que le va a elevar una nota sin pelos en la pluma. ¿Qué hacer mientras tanto? Abrir la jaula y largar los pájaros, en otros términos lavarse las manos por el carro y su contenido. Así lo hizo el capitán…  Después, el barullo pasó como pasa todo. Las ninfas de este grupo loquillo se metieron, quién sabe dónde, se acomodaron acá y acullá, hasta se casaron. Antes de un año, muchas asistían a las funciones de esta misma iglesia, cuyo acceso imposibilitaron en otro tiempo a las señoritas decentes, con ademanes que no lo eran… Si algún día –todo cabe en lo posible- Bahía Blanca llega a ser una Nueva Orleans, la posteridad no dejara de saber, por lo que antecede, que en sus albores ha sido también punto de refugio de unas cuantas Manon Lescaut internacionales.

Deportados y deportadas

Esto no obstante, el primer convoy de presidiarios y de mujeres livianas deportados por resolución policial fue recibido en Patagones con gritos de horror. ¿Qué sería, con semejantes huéspedes, del pueblo de Nuestra Señora del Carmen, del santuario de las tradiciones de la vieja Galicia? Pues bien, forzoso es confesar, a posteriori, que al pueblo de la Virgen no le salió tan mal el experimento. No escaseaban por cierto entre los recién llegados, bribones espantosos y bribonas aún más espantosas; pero había también gente de imaginación fértil, aguijoneada por la desgracia, que dieron atrevido vuelo al miserable tráfico de cambalache organizado con los indios. Por una parte, los asistía un deseo sincero de llegar a ser hombres de bien. Por otra, avasalladores instintos los impulsaban hacia las ganancias ilícitas. Tomaron un término medio entre ambas tendencias, lanzándose con frenesí en tales especulaciones desleales.

Del pasado no se habla

Llegué cierto día a Patagones a bordo del vapor Santa Rosa, precisamente. Un caballero bien puesto, de modales, finos, situado de pie en el muelle, esperaba que atracásemos. Era un comerciante importante del pueblo. Subió en el acto a la cubierta del buque, cuya carga, casi entera, le venía consignada. Me saludó. Era francés, nativo de los Pirineos, y nos pusimos a charlar como antiguos amigos; en un instante casi lo fuimos. Me convidó con insistencia a visitarlo, a ir esa misma noche a tomar una taza de té en su casa. Deseaba presentarme a sus hijas, que eran muchas, y toditas tocaban piano. Esto del piano me dejó meditabundo. La vida de fronteras había echado a perder en mi ánimo este género de intrepidez. Más tarde, conversando con el capitán de mi nueva relación, me dijo:

-Vaya usted, si le gusta; es todo un hombre honrado, lo que se llama un hombre de bien… actualmente.

-Y ¿antes?

-¡Ah, antes! ¡Ahí está el busilis! De joven, poseía un talento fatal de dibujante. Lo aprovechó para falsificar billetes de banco. En aquel entonces fue mandado aquí a veranear por el juez del crimen.

-Me explico – pensé yo – que le haya parecido más inofensivo que sus hijas se dediquen a la música.

Con todo… Si no hubiesen caído allá sujetos de su temple, habría podido suceder que Patagones muriese el día menos pensado de hastío, de rutina y de inanición.

La vieja rivalidad lugareña

Tal vez el barrio Saint Germain del pueblito se sintió más hondamente molestado con la llegada de unas buenas pero humildes gentes, cultivadores italianos y franceses seducidos por la feracidad de las orillas del río Negro. Éstos le hicieron de veras una mala jugada. Siendo muy industriosos, establecieron luego en la agricultura, un pueblito cuya prosperidad no tardó en inspirar celos a la altanería gruñona del pueblo viejo. El día en que se delinearon las primeras calles de la nueva aldea, Patagones se conmovió. El día en que se promocionó el lujo de una iglesia, Patagones puso hocico. El día en que fue oficialmente declarada capital de la Patagonia, poco faltó para que Patagones vistiera luto. La definitiva conquista del valle del río Negro, la creación de campamentos importantes a lo largo de su curso, han atraído a los pobladores hacia esas regiones abandonadas y producido hondas transformaciones. La fusión de las razas, que es el rasgo característico de la historia sociológica de los Estados del Plata, se verificará en condiciones enteramente distintas de las que podía presentar un espacio estrecho y aislado. Por esto mismo he querido pintar el Patagones antiguo, colocado en una situación tan especial respecto a la amalgamación de los elementos que lo componían”.

Fuente: APP

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