Dos años de gestión del gobierno liderado por Gustavo Petro proyectan una luz de esperanza en un mundo en el que se ha asumido que todos los países, sociedades y comunidades, deben resignarse y adaptarse a la expansión del capitalismo a escala global.
Por Christian Fajardo *
Gustavo Petro lleva dos años en el poder. La prensa nacional ha contado el siguiente relato de este periodo: el primer gobierno de izquierda comenzó bien, sin embargo, su vocación de cambió hizo que los pactos, que construyó con el centro político y con los empresarios, se rompieran. El primer campanazo fue el del retiro de Alejandro Gaviria de la cartera de Educación –de ahí viene una seguidilla de remezones que acerca más a inexpertos e izquierdistas radicales que no sabrían gobernar–.
Además, según esta apuesta, sus logros han sido opacados no solo por esa presunta radicalización, sino también por los escándalos en los que está situado el Ejecutivo. Desde las presuntas irregularidades en la financiación de su campaña hasta los recientes hallazgos de corrupción en la Unidad del Riesgo, pasando, claro está, por el caso Sarabia. A esto se le pueden sumar las famosas dos columnas de María Jimena Duzán en las que acusa a Sarabia de ser la mujer más poderosa de Colombia y señala que Petro tiene adicciones que, según ella, debe hacer públicas.
Según esta perspectiva, hay algunas esperanzas en el nombramiento de Juan Fernando Cristo en la cartera del Interior que eventualmente lograría llegar a los consensos que se echaron a perder en el primer año de gobierno progresista.
Finalmente, no deja de estar el telón del fondo de la situación de Venezuela. Los ojos están puestos sobre Petro y su relación con el chavismo, siempre a la espera de señalar sus presuntas simpatías con el autoritarismo, porque, según la lectura de los sectores dominantes, que son representados por esa prensa, no hay izquierda sin autoritarismo, no hay una búsqueda de la justicia social sin acudir a la inflación y a la crisis económica, en suma, sin el desastre.
A continuación, realizo una lectura diferente, abordando una dimensión muy descuidada por estas lecturas generales. No niego la realidad de algunos de esos diagnósticos: es cierto que los centristas –como Gaviria– no lograron gobernar con Petro. Hay escándalos de corrupción imposibles de ocultar. Además, es cierto que Venezuela –y la izquierda en América Latina– atraviesa por una crisis que en todo caso hay que pensar de un modo autocrítico en la tradición de los proyectos progresistas y socialistas. Lo que quiero resaltar es que la experiencia de estos dos años del gobierno de Petro nos permite situar a la izquierda en el mundo del capitalismo contemporáneo.
Ideología y capitalismo
Para entender la reinvención de la lucha contra el capitalismo –como una nueva crítica de la economía política– que aparece en el petrismo, resulta necesario aclarar la relación intrínseca entre el capitalismo y la ideología y, para eso, traigamos el caso de Venezuela y cómo se diferencia del gobierno de Petro.
Las derivas autoritarias del gobierno de Maduro tienen unas causas coyunturales que son muy ciertas –hay sanciones desde Washington que han ultrajado a la economía venezolana, casos de corrupción en Pdvsa y repliegues dictatoriales del gobierno de Maduro–. Sin embargo, la relación entre el gobierno dictatorial y la izquierda se mueve también en un nivel conceptual del que el progresismo de Petro, evidentemente, se quiere distanciar.
La ruptura de las instituciones de la democracia liberal en Venezuela emerge de una lectura típica de cierta izquierda que acusa al capitalismo de ser, en último término, terror. Los desalojos, las invasiones militares, la destrucción del medio ambiente y el ensanchamiento de la riqueza a favor de unos pocos son leídas por esta vertiente como las condiciones insoportables de la realidad del capitalismo. Esto justifica un terror más pequeño, uno menos violento que el del capitalismo: el de la suspensión de las instituciones de la democracia liberal.
Para un socialista convencido de que el capitalismo se combate desde la violencia del Estado, las instituciones formales de la democracia liberal son un obstáculo para confrontarlo. De modo que resulta apenas razonable que se acuda a métodos que un Estado de derecho europeo no llegaría a tolerar. Esto hace que gobiernos como los de Irán o Rusia reconozcan la legitimidad del gobierno de Maduro, a pesar de que aquellos no estén luchando contra el capitalismo. Ahora bien, mi pregunta es la siguiente: ¿el capitalismo es, en último término, una realidad insoportable? ¿el capitalismo despliega un terror radical que debe conjurarse con la obediencia a un partido único?
Estas preguntas han estado presentes en los debates de la izquierda en la posguerra, sin embargo, el modo de gobernar de Petro las aborda de una manera, si se quiere, novedosas.
Tengo la impresión de que Petro considera que el capitalismo es menos y más que terror. Es menos porque el capitalismo, además de ser violencia, es sobre todo ideología. Petro sabe muy bien que el capitalismo está formado por un conjunto de criterios sensibles que inmunizan nuestra percepción de su violencia. Esto hace que los desastres medio ambientales, la pobreza y la extrema violencia dejen de aparecer como violencias y, en su lugar, aparezcan como condiciones del crecimiento de la economía y del bienestar de los que logran sacar provecho en el mercado.
De acuerdo con esto, el capitalismo comienza en el momento en el que se desliga de nuestra percepción la violencia y las ganancias económicas de unos pocos. Este proceso no es una mentira, sino la condición con la que el capitalismo se impone en el mundo –como lo señalaron de una manera muy hábil Weber, Gramsci y Althusser–. Desde este punto de vista, el capitalismo no es equivalente al terror, sino a la desconexión, en nuestra vida sensible, de la violencia y el bienestar económico, del trabajo y el capital.
Esto hace, sin lugar a duda, que nuestra vida en el capitalismo tenga, de cierto modo, sentido. En esa dimensión ideológica, el capitalismo es menos que terror. Él responde a las necesidades simbólicas de los seres humanos de situarse en el mundo, les da una identidad y un lugar en el mundo, en el medio, claro está, de su violencia. En otros términos: el capitalismo es una maquinaria profundamente ideológica porque es muy difícil mostrar ante la opinión pública –y para nosotros mismos– que, en las condiciones de su reproducción, se encuentra la violencia.
Petro es perfectamente consciente de esta dimensión ideológica del capitalismo. Por eso le otorga un especial uso al lenguaje para conectar, de modos experimentales, la producción de la riqueza y el despojo, cierto bienestar y la destrucción de la naturaleza. En suma, la violencia del capitalismo nunca está del todo visible. Siempre hay que elaborarla de modos experimentales. En esto Petro se distancia de la izquierda tradicional, que da por evidente esta dimensión de la violencia. Veamos, en un ejemplo concreto, cómo esto ocurre.
En la reciente entrega de títulos de propiedad en el corregimiento de El Aro –Antioquia– aparece esta dimensión experimental y poética de su forma de gobernar. Además de las casi 610 hectáreas compradas por la Agencia Nacional de Tierras y entregadas a sus verdaderos propietarios en el Aro, Petro y el Ejecutivo crearon un escenario de diálogo en el que aparecieron esas conexiones entre el despojo de la tierra y su apropiación fraudulenta para el régimen de la acumulación capitalista1.
Son conexiones que se encuentran en el sentido común de la gente, pero requieren una y otra vez elaborarse para que, de cierto modo, emerja un mundo diferente, un mundo, en este caso, de pequeños propietarios de la tierra para la producción de alimentos. Es una lucha que ha emprendido Petro y su gobierno para disputar nuestra relación con el mundo. De modo que acá no hay una resignación de adaptación al mercado, ni tampoco una resignación a un terror menor –como lo hacen lo regímenes de partidos únicos–, sino la búsqueda de interrumpir el proceso de la violencia que es tanto producto como condición de la codicia que mueve al capitalismo contemporáneo.
Ahora bien, de acuerdo con lo anterior, hay que agregar que el capitalismo es más que terror. Precisamente, porque las condiciones de la conversión de dinero en capital son ideológicas, cada vez su violencia se torna más excesiva. Dicho de otro modo: allí donde no podemos denunciar la violencia del capitalismo, las condiciones de su reproducción se vuelven cada vez más violentas. A esta innombrable violencia Petro le ha dado, en estos dos años de gobierno, el nombre de política de la muerte –allí resuenan voces de la crítica contemporánea como la de Segato, Mbembe, Foucault.
De modo que las formas heterogéneas de la valorización del capital aparecen como criterios de nuestra sensibilidad que nos permiten lidiar perfectamente con formas extremas de violencia. En el medio de esa indolencia y codicia, Petro no ha dudado un solo instante en denunciar el genocidio en Gaza. No es solo el aparato de guerra israelí liderado por el criminal de Guerra Netanyahu, sino la indolencia del mundo occidental lo que ha creado una línea divisoria entre vidas que merecen ser lloradas y otras que no.
Hemos llegado a un punto en el que las condiciones de la valorización del capital han transformado a los palestinos, a los campesinos y las mujeres en cuerpos sin sentido y sin importancia en el medio no tanto de un ocultamiento de esas violencias que despojan a esos cuerpos, sino en el plano de modos de visibilidad excesivos. Contrario a lo que señala la prensa, considero que esa intervención de Petro ha sido crucial en torno a una reinvención de la política de izquierda democrática.
Para el gobierno de Petro la igualdad no es un horizonte al que hay que llegar –como lo sostiene la deriva totalitaria del socialismo del siglo XX– sino un estado de cosas de la realidad sin el cual no es posible el cuidado de la vida y de las frágiles relaciones que producimos y nos producen.
En resumen: el experimento del Gobierno del Cambio consiste en situar el capitalismo contemporáneo en su dimensión ideológica, es decir, en el hecho de que la expansión del mercado y la competencia a nivel global es menos y más que el terror. Repito, es menos porque las cadenas simbólicas que sostienen la valorización del capital hacen que no se pueda señalar su violencia. Es más, porque esa imposibilidad trae consigo la intensificación de la violencia en el mundo.
La izquierda y la democracia
Como Petro tiene una lectura atenta a las condiciones ideológicas de la reproducción del capitalismo –destacando que por el hecho de ser ideológicas no implican que sean menos reales–, su manera de poner en práctica la política es democrática. En esta dimensión su modo de gobernar se aleja al de cierta izquierda que denuncia la formalidad y la ineficacia de la democracia y que justifica así el terror de una dictadura de partido –entre muchas otras prácticas que en la moda politológica se han venido llamando iliberales–. Como lo mostraré, la izquierda del gobierno de Petro busca enfrentarse al capitalismo de un modo indirecto: a través de la práctica democrática y sus instituciones.
Tengamos en cuenta un punto crucial: Petro ha hecho notar que lo que llamamos democracia formal –con sus procedimientos e instituciones– no tiene que ver con una educación sentimental que se dan a sí mismas las sociedades civilizadas, sino con el resultado del antagonismo social –que él normalmente llama, siguiendo algunas lecturas como la de Negri, poder constituyente–.
De este modo, el Gobierno del Cambio, plantea, muy sugestivamente, que existe una relación dialéctica entre práctica democrática e instituciones democráticas. Petro y Francia Márquez saben muy bien que su triunfo emergió en el medio del antagonismo social del estallido social y que la única manera de preservar esa fuerza democrática es la de garantizar y fortalecer las instituciones que permiten su aparición, pero, al mismo tiempo, las instituciones formales que permiten que un ciudadano cualquiera llegue a ocupar un lugar en el poder del Estado.
Esta es una lucha que se da simultáneamente en dos frentes. Por un lado, resulta necesario preservar y no subestimar las instituciones clásicas de la democracia liberal como el derecho al voto, la división de los poderes, los derechos de la libre expresión e incluso los derechos de propiedad –unos dirán que en ese proceso las instituciones dejan de ser liberales para transformarse en leyes republicanas–; pero también, por el otro, es menester plantear la búsqueda de instituciones que permitan que esas instituciones liberales se inclinen hacia el lado de las personas y comunidades más vulnerables o, mejor aún, más interdependientes.
La razón de esto es clara: en las relaciones de producción capitalistas, las personas de las que depende la conversión del dinero en capital son las que sufren las peores de las violencias. En otras palabras: se debe luchar por crear instituciones que le den dignidad a las personas que son más importantes y, al mismo tiempo, más maltratadas por la producción del capitalismo contemporáneo. Avancemos en esa dirección en estos dos últimos párrafos y esto nos dará las claves tentativas para pensar la izquierda como proyecto auténticamente anticapitalista –y las formas de opresión patriarcales y coloniales que atraviesan el capitalismo.
De acuerdo con las hipótesis que he intentado señalar, el experimento de estos dos años del gobierno de Petro ha consistido en mostrar que el capitalismo, además de ser ideología, tiene una dimensión real que ha sido más o menos descuidada por la izquierda misma. El mismo Marx, en el decurso de su crítica de la economía política, se iba dando cuenta de lo que posteriormente será un punto común en muchas posturas de la crítica contemporánea: el capitalismo no es solo trabajo formal –en el que se entablan explícitamente relaciones laborales entre capitalistas y trabajadores–, sino, sobre todo, trabajo real.
El trabajo real corresponde con toda actividad humana y no humana que contribuye a la valorización del capital sin que sea reconocida como actividad que efectivamente lo valoriza. Desde mi punto de vista, ese no reconocimiento produce sufrimiento porque los cuerpos que realizan dichas actividades son considerados, de modo injusto y abstracto, como cuerpos improductivos. En esa dimensión real reposa el capital, las ganancias y la circulación del valor. En esa dirección tiene sentido el capitalismo en su versión neoliberal: hoy, como nunca antes, la valorización del capital depende del sufrimiento de los cuerpos más vulnerables.
De acuerdo con lo anterior, el gobierno de Petro no es estrictamente revolucionario, sino democrático, en un nivel formal y real –en esto estriba una verdadera práctica revolucionaria–. En el nivel formal nos encontramos con la advertencia de que las instituciones de la democracia liberal no son meras formalidades que encubren los intereses de los poderosos, sino mecanismos muy eficaces de lucha por el reconocimiento de cualquiera en el ejercicio del gobierno de un Estado.
En el nivel real, nos encontramos con instituciones que, en principio, no se preocupan por la participación política, sino por la protección de los frágiles cuerpos de los que en todo caso depende el capital para su supervivencia. El paquete de reformas por el que ha luchado el gobierno de Petro apunta en esa dirección. Se trata de pensar en la creación de instituciones democráticas que le otorguen cierta dignidad a los cuerpos que son más maltratados por el capital, porque de su sufrimiento dependen los procesos contemporáneos de valorización del capital.
Las mujeres que cuidan la vida, los palestinos cercados por la violencia colonial de los aparatos de violencia de Occidente, los desempleados y refugiados que engrosan el ejército de reserva del capital, son cuerpos cuyo sufrimiento produce valor. No son existencias superfluas de las que se horroriza el mundo –así lo quieren ver los xenófobos y misóginos–, sino cuerpos sobre los cuales pesa el asedio de la verticalidad aterradora de la violencia. El drama de nuestro tiempo, frente al cual el Gobierno de Petro está en pie de lucha, es el de una violencia excesiva que nadie es capaz de asumir como violenta.
Considero que en ese sentido el Gobierno del Cambio es radical. Además de la titulación de tierras –que supera el millón de hectáreas–, el Gobierno avanza hacia la consolidación de unas reformas que protegen a las víctimas del sufrimiento del capital. La reforma pensional, sancionada el pasado 16 de julio, muestra, de un modo ejemplar, la lucha del gobierno de Petro contra la dimensión real del capitalismo. El reconocer que el decurso de la vida de las personas, que para los gestores del capital nunca trabajaron, como formas de existencia dignas que merecen el cuidado, quiebra en pedazos las condiciones de la explotación y la violencia.
Nota
1.- Es necesario recordar que hasta el 15 de mayo la Agencia Nacional de Tierras el Gobierno de Petro ha formalizado 1.108.680 hectáreas. Los títulos de propiedad se han entregado a campesinos y campesinas víctimas del despojo.
* Profesor de filosofía política por la Pontificia Universidad Javeriana, analista de DesdeAbajo, autor del libro Política, emancipación y sentido: Algunas consideraciones posmasrxistas.
Fuente: Desde Abajo / Nodal