Mientras se ennegrece el panorama global, los países latinoamericanos enfrentan la necesidad de reconsiderar sus relaciones con el Tío Sam, durante tanto tiempo puestas bajo el paraguas de la Doctrina Monroe.
Por Enrique Lacolla *
Los países latinoamericanos nos encontramos en el hemisferio occidental. Lo que no significa que debamos identificarnos con el país que lo dirige y que más bien atiende a explotarnos antes que a darnos el lugar que nos correspondería atendiendo a la formidable cantidad de nuestros recursos minerales, agrícolas, ganaderos, acuíferos y energéticos sobre los cuales el Imperio norteamericano pretende la exclusiva.
La configuración política fragmentada del subcontinente –consecuencia de un devenir histórico construido bajo el signo de la dependencia colonial o semicolonial- es un obstáculo que hay que superar si se quiere llegar a constituir un bloque que sea capaz de resistir a las presiones de Washington: hoy más que nunca adverso a que las piezas del tablero iberoamericano quieran aprovechar las opciones para el desarrollo que brinda un mundo donde se multiplican los polos de poder y, consecuentemente, nuestros socios potenciales.
El gran hermano del norte siempre ha tenido las antenas bien afinadas para detectar y contrarrestar este tipo de posibilidades. Sus reacciones en torno a este tema salpican todo el historial de nuestras malas relaciones. Hoy el desafío a la pretensión hegemónica de Washington se agiganta entre las potencias emergentes de oriente, el oriente medio y la misma Rusia, y por lo tanto se perfila cada vez con más fuerza la exigencia estadounidense de cerrar el acceso a lo que estima es una amenaza para sus intereses. A partir de ahora cada vez más el sistema imperialista norteamericano intentará reforzar su predominio sobre los vecinos del sur. Se volverá hacia ellos para asegurarse de que no se le escapen dando cabida a “injerencias indebidas”. Esto es, a posibilidades de acuerdo con socios que provengan de fuera del coto de caza plantado por la “doctrina Monroe”: “América para los americanos”. Es decir, para los norteamericanos.
La doctrina Monroe –de cuya promulgación se cumple este año el bicentenario- fue acuñada por John Quincy Adams, secretario de Estado del quinto presidente de Estados Unidos, James Monroe.[1] Surgió en un momento en el cual la reacción absolutista primaba en Europa luego de la derrota de Napoleón en Waterloo. Los gobiernos de la Santa Alianza[2] estaban decididos a restaurar el “ancien régime” abolido por la Revolución Francesa en el viejo mundo, y parte de ese proyecto pasaba por respaldar los intentos de Fernando VII de volver a poner a las colonias de la corona española bajo la autoridad contra la que se habían insurreccionado. Por supuesto que, so capa de ese respaldo, actuaban también intereses particulares que deseaban sacar partido de la fractura del imperio español. Los británicos, en especial, no se acomodaban a la tesitura restauradora e iban a por la suya, jugando la carta de los insurrectos, en la esperanza de sacar beneficio de los apoyos, financieros, diplomáticos y militares (en la forma del empleo de la mano de obra de oficiales desocupados tras la terminación de las guerras de la Revolución y el Imperio), que otorgaban de manera más o menos oficiosa a las nacientes repúblicas.
Con la doctrina Monroe Estados Unidos proclamó su rechazo a este tipo de pretensiones. Desde luego, no lo hizo solo por espíritu solidario hacia el resto de los habitantes del hemisferio; bajo la cobertura de la preservación de las libertades discurría también el deseo de preservar sus propios intereses en una porción del mundo que ya sentía como propia, aunque no estuviese todavía en condiciones de hacerse valer como potencia entre las potencias.
La ambigüedad del gentilicio “americano” ayudaba. La Doctrina Monroe que se resumía en la frase “América para los americanos”, implicaba una ambivalencia: el nombre “americano” había sido adoptado por los estadounidenses blancos, anglosajones y protestantes, como símbolo de su propia identidad. América para los americanos en el fondo significaba “América para los americanos… del norte”. Los del sur serían latinoamericanos o hispanoamericanos.
Las tensiones que vienen del Norte
Hoy en día, tras dos siglos de vicisitudes significadas por la dependencia de estos países respecto de poderes extranjeros, el tema de la doctrina Monroe debe ser reevaluado y reexaminado a la luz de los tiempos que corren y, sobre todo, en la perspectiva de los tiempos que vienen. A partir de la guerra en Ucrania, en efecto, no sólo se ha reavivado la guerra fría, sino que esta ha tomado temperatura. Las contiendas periféricas que en otras épocas las superpotencias libraban por interpósitos países, lejos por lo general de los puntos neurálgicos donde las fronteras se tocan, ahora se dirimen justamente en pleno territorio europeo, y nada menos que en el hinterland ruso, en su zona de influencia.
Ya no hay duda de la voluntad agresiva del bando occidental y del firme propósito de los actuales responsables de la planificación estratégica norteamericana en el sentido de proseguir con la política de provocar a Rusia para desgastarla y promover su fractura y su reducción a un estado de impotencia que la nulifique como factor de poder global. Asimismo no hay duda de que las autoridades del Kremlin, al invadir Ucrania, han puesto de manifiesto su decisión de oponerse a cualquier costo a ese proyecto. La suspensión de la participación rusa en el acuerdo de no proliferación nuclear, anunciado por Vladimir Putin días pasados, así como su énfasis en el fortalecimiento de la panoplia convencional y atómica para enfrentar el desafío que le propone la OTAN, más la declaración de que continuará la persecución de sus objetivos en Ucrania y su advertencia de que no permitirá la violación del territorio moldavo, ponen las cosas en una proyección a la que sería locura no concederle importancia. Podría incluso pensarse que se está frente a una reedición rusa –codificada- del ultimátum norteamericano a la URSS cuando la crisis de los misiles, sesenta años atrás. En ese momento el presidente Kennedy manifestó que cualquier intervención agresiva soviética en el hemisferio occidental sería interpretada como un ataque contra Estados Unidos y respondida en consecuencia.
Como se lo ha señalado repetidamente, las declaraciones y los embargos que puntean a la crisis actual son propios de una guerra abierta. En el bando occidental no hay límites para los agravios que se dirigen a Moscú: las sanciones se multiplican y ahora ha salido a relucir la amenaza de castigar con el ostracismo económico a los países que comercien con Rusia. Tal como se orientan las cosas, aparentemente solo cabe esperar un crecimiento de la tensión que probablemente termine en un estallido mayor. Si la iniciativa de mediación china aparecida en estos días no prospera, la única posibilidad de una reversión del curso de los acontecimientos podría estar dada por una modificación en la cadena de comando norteamericana. Es decir, si en las próximas elecciones el partido republicano aventaja al demócrata. No sólo Donald Trump sino al parecer una corriente importante de quienes se identifican con ese partido, estaría poco conforme con el extremismo que despliega la administración Biden respecto a Rusia.
Pero esto sería flor de un día. Nada de esto va a alterar el curso general de la política exterior estadounidense. La oligarquía bipartidaria norteamericana se aferra al proyecto hegemónico neoliberal que le soplan los think tank y los grupos de presión del complejo financiero-militar-industrial. De modo que no hay que esperar ninguna tregua y, consecuentemente, tampoco en lo referido a la concepción norteamericana de su superioridad y patronazgo respecto a sus vecinos del sur del Río Bravo. En la medida en que el mundo se tense en la rivalidad este-oeste, de igual manera se irá marcando el deseo controlar los recursos de los que regurgitan nuestros países.
La vía existe pese a todo
Ahora bien, esto no debería paralizar a nuestros dirigentes en un temor reverencial. No se está en el tiempo de la política del garrote y estas sociedades, con todos sus problemas, son organismos complejos y provistos de recursos. Si Estados Unidos se ensarza en una serie de disputas mayores en todo el mundo, no va a estar en condiciones de buscarse más enredos con sus vecinos. Véase si no la transición producida en la política del Departamento de Estado hacia Venezuela; del bloqueo, los sabotajes, la fabricación y el reconocimiento de un presidente trucho, Juan Guaidó (al que se llegó a presentar ante las Cámaras del Congreso), se ha pasado a guardarlo en un cajón y a arreglarse con el presidente legítimo de ese país, Nicolás Maduro. El petróleo, del que Venezuela guarda las más importantes reservas mundiales, bien custodiado por sus fuerzas armadas y al mismo tiempo puesto bajo el paraguas de una política que, si por la enjundia tropical de los discursos presidenciales puede sonar incendiaria, en el fondo es ponderada, es un factor disuasivo inductor a la prudencia para quienes necesitan de él en una situación de crisis como la actual.
Los países latinoamericanos están, objetivamente, en condiciones de negociar sus “commodities” y de hacer evolucionar sus infraestructuras hasta construir un terreno privilegiado para el desarrollo pleno y la convivencia. Los obstáculos no provienen tanto del exterior como de las fuerzas internas que han servido al interés imperial y que no se conciben en otra función que no sea esa: ser una cadena de transmisión del poder foráneo. No parece que vayan a modificar su actitud en algún momento. Su inercia histórica es muy grande, se han forjado en una relación simbiótica con el imperialismo, relación que las ha inducido a no creer en el país y eventualmente a despreciar a su pueblo, despojándolas del nervio vital que es necesario para reconocer la realidad potencial del suelo que pisan. De lo único que están seguras es de su interés inmediato y contingente: para preservar su dorada inmovilidad sí están dispuestas a actuar con resolución y eventualmente salvajismo, conteniendo, coartando o reprimiendo los intentos de los movimientos renovadores o revolucionarios.
En la medida en que controlan los medios de comunicación, las finanzas, los bancos, los “fierros” y el aparato judicial, pueden considerar que tienen el paquete bien atado. Pero se trata de una convicción ilusoria, como lo demuestran los muchos remezones que han conmovido al sistema durante el último siglo. La clase o la casta política latinoamericana están divididas en múltiples trozos, pero aunque muchos parecen haber tirado la toalla y no sueñan en ir más allá de las declamaciones humanitarias y abstractamente reivindicativas, hay muchos otros sectores que se agitan sinceramente. El camino a la recuperación pasa, sobre todo, en adquirir la capacidad para discernir donde se encuentra el verdadero enemigo o, más bien, cuál es el primero al que hay que enfrentar para adquirir la solidez interna que consienta los futuros desarrollos. El imperialismo constituye el gran obstáculo, es la presencia fundamental que nos veda la libertad, pero es el gran fenómeno “epocal” cuya crisis involucra al mundo entero. Los modelos económicos y sociales que podrán salir de esta coyuntura nos afectarán seguramente, pero no seremos nosotros los que los determinemos, como no sea en mínima parte. El primer objetivo que nos compete es demoler el aparato de coerción económico-cultural que sujeta o traba a un compromiso nacional que se esfuerza por ganar soberanía. No es una misión imposible. Se trata de recuperar la renta impositiva, hoy fugada en gran medida al exterior, para fomentar el desarrollo, y de reorganizar los flujos de dinero para reconvertir a una economía especulativa en otra productiva. Se trata también de revisar el problema de la ilegítima deuda externa que –en el caso argentino- nos sofoca y ocluye las posibilidades de salir adelante. No es cosa de poco, como se ve. Pero el bastión oligárquico no es inatacable. Una oportuna inyección de sensatez y patriotismo en los sectores nacional-populares facilitaría inmensamente el camino. Ese juego de masacre que se practica incansablemente en el bando del FdT, por ejemplo, fatiga y rechaza no sólo a la opinión pública sino a grandes contingentes de jóvenes (muchos de los cuales son reclutados por aventureros como Milei). Hay que formar un frente que sea realmente de todos, que ponga de una buena vez en la perspectiva de la historia los horrores de los ’70, que sea capaz de cerrar filas contra el establishment, que aúne el reclamo de la justicia social con una conciencia geopolítica que tome en cuenta el rol de las fuerzas armadas y se ocupe de recuperarlas y acogerlas en el seno del pueblo, donde podrán fungir como un escudo que devuelva de la seguridad (o de la sensación de) que la hora requiere.
En la difícil coyuntura de un mundo en transición (ver nuestro artículo de la semana pasada) los dueños del corral de la Doctrina Monroe podrían querer ajustar sus tientos. Pero no van conseguirlo si en los países que deberían someterse a la encerrona prosperan las opciones de cambio que les permiten sus enormes posibilidades.
NOTAS
[1] John Quincy Adams, que sucedería a Monroe en la presidencia, era un diplomático y estadista respetado y respetable. Se oponía a la esclavitud y sobre el final de su vida se manifestó en contra de la guerra de agresión contra México. Es posible que su participación en la redacción de la doctrina Monroe haya estado animada por un genuino espíritu democrático; pero andando el tiempo el peso de la geopolítica y el dinamismo del capitalismo norteamericano le daría un sentido exactamente opuesto al que probablemente inspiró a Adams.
[2] La Santa Alianza estaba formada en un principio por Austria, Prusia y Rusia. Se fundó en París en 1815, después de Waterloo. Gran Bretaña no integró la agrupación hasta unos meses más tarde, cuando se reformuló como la Cuádruple Alianza, pero tanto entonces como después se opuso a participar con tropas en la supresión de los movimientos liberales, fuese en Europa como en América, aduciendo que sus intereses eran esencialmente comerciales y no se veían afectados por esos acontecimientos.
*Publicado en Perspectivas, portal del autor (http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=750), el 28 de febrero de 2023.
Fuente: La Señal Medios