Tiemblen los Tiranos 201. Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Compartimos el artículo escrito por Elio Noé Salcedo*, donde su título original sirve de síntesis. Una mirada fundamental sobre Nuestra América.
Editor Federal
Comencemos por decir que América -esa totalidad de territorio, historia y cultura común- no era América antes de la llegada de los españoles. Ni para los españoles ni para ninguno de los pueblos preexistentes en nuestro territorio, que constituían imperios o Estados distintos, muchas veces distantes y bastantes diferentes unos de otros en cuanto a origen étnico, lengua, religión y cultura en general.
El nombre de nuestro extenso y ancho territorio americano, aparte de no constituir en 1492 una unidad de hecho, de derecho ni de cultura, vio la luz recién en 1503, cuando el cosmógrafo alemán Martín Waldsemüller comenzó a editar las cartas de Américo Vespucio. Al alemán le pareció pertinente llamar “América” a este Continente, “es decir tierra de Américo”, en consideración a quien había divulgado en Europa su avistamiento y exploración por parte de los españoles, trascendiendo dicho nombre a partir de 1507.
En efecto, había sido Américo Vespucio quien reveló en Europa que las tierras encontradas por Colón pertenecían a un nuevo Continente, y no se trataba de territorio asiático, como creyó el genovés hasta su muerte.
Dejando a un lado ese hecho (el desconocimiento de Colón sobre el lugar al que había llegado), el acontecimiento de 1492 resultó un “descubrimiento recíproco”, como bien dice Jorge Abelardo Ramos en “Historia de la Nación Latinoamericana”, en la medida en que tanto españoles como pueblos nativos desconocían la existencia del otro.
El “descubrimiento”
Más allá del juicio que el descubrimiento, la conquista y la colonización por parte de España nos provoca, no podemos dejar de admitir que los españoles tampoco podían dejar su ideología europea antes de bajar de las carabelas, como tampoco los pueblos de las Antillas, México o el Cuzco podían dejar de tener las creencias, convicciones y presentimientos según había sido conformada su conciencia por siglos. Lo que sí resulta imperdonable es que los latinoamericanos –como actualmente nos identificamos y nos identifican- no sepamos quiénes somos, cuál es nuestro origen y ADN verdadero y hacia dónde vamos, en razón o a consecuencia de no conocer ni reconocer -tras el debate de hispanistas e indigenistas- nuestra propia identidad genética, cultural e histórica.
De cualquier manera, en cuanto al “descubrimiento” por parte de Colón, como advierte el historiador Roberto A. Ferrero en “12 miradas latinoamericanas” (2006), de no haberlo hecho Colón, “con seguridad lo habría efectuado algún otro navegante español, o los portugueses, que desde hacía varias décadas venían enviando expedición tras expedición en dirección a las entrevistas tierras de Oriente”. Lo extraño hubiera sido –coincidimos- que “semejante masa geográfica, que se extiende de norte a sur, de polo a polo y se interpone como una barrera infranqueable a la navegación de altura, nunca fuera topada por marino alguno”, dada la “movilidad histórica” que comenzaba a experimentarse en Europa con la gestación del capitalismo.
En ese sentido, el 12 de octubre de 1492 “no fue un suceso extraordinario acecido sorpresiva e imprevistamente”, sino la culminación “de un atrevido proceso de avances de la burguesía mercantil europea en dirección al Oeste”, que tarde o temprano se chocaría con el mundo aquende el Atlántico y cuyas consecuencias dependerían de la relación de fuerzas existentes al momento del encuentro o choque entre ambas civilizaciones.
Convengamos que la ideología europea, desde el siglo XV en adelante, era la ideología del capitalismo mercantil (que usufructuó de hecho el “descubrimiento” y la conquista), al que más tarde sucedería el capitalismo industrial europeo, y al final el capitalismo financiero e imperialista (que nunca fue favorable a Nuestra América), hoy en su etapa más salvaje, que impide nuestra reunión e incluso apuesta a la disolución de las naciones. Y la “leyenda negra” pretende echarle toda la culpa a aquella España de 1492.
En verdad, más allá de las controvertidas particularidades del caso, el “descubrimiento” de Colón no fue el primero sino en todo caso el último ocurrido, si reparamos en el hecho de que fue a partir de ese momento que los hombres descubrieron “la totalidad de la que formaban parte, mientras que, hasta entonces, formaban una parte sin todo”, como afirma Tzvetan Todorov en “La conquista de América. El problema del otro” (2014). Para la mirada suspicaz de Todorov, que como toda mirada “europea” es también antiespañola, Colón “no la descubre, la encuentra en el lugar donde “sabía” que estaría, en el lugar donde pensaba que se encontraba la costa oriental de Asia”. Pero ello quiere decir, en realidad, todo lo contrario de lo que pretende afirmar el búlgaro-francés. A su vez nos confirma que Colón nunca supo que había descubierto un Nuevo Continente, y que ello sucedió por azar, involuntariamente (como tantas cosas en la historia), más allá de la caracterización moral que se hace sobre ese hecho y su protagonista inicial. Si el “descubrimiento” de Colón fue un acto involuntario (y hasta podría decirse por equivocación), entonces, para ser justos, no se le podría achacar a Colón ningún crimen en particular por eso, aun cuando hubiera sabido lo que descubría, que como todo descubrimiento esconde en un principio lo que dicho descubrimiento depara.
Seguramente así fueron muchos de los descubrimientos anteriores (si no, no serían “descubrimientos”), como lo fue eventualmente, cientos y miles de años antes, el de los mongoles o siberianos al cruzar el Estrecho de Bering; el de los malayos-polinesios al desembarcar en las costas peruanas o ecuatorianas; y/o el de los australianos, eventualmente, al llegar por primera vez a Tierra del Fuego tras cruzar la Antártida; resultados todos no de la curiosidad ni del “afán de conquista” en términos abstractos, sino de la necesidad y la búsqueda de nuevas tierras y nuevas especias para la sobrevivencia de sus pueblos. En la época del nomadismo, comúnmente se trataba de la migración de todo un pueblo a otras tierras en busca de mejoras para su vida diaria: de allí los incesantes “encuentros”, “choques” y “fusiones” entre pueblos distintos, incluso de distintos continentes.
El encuentro de dos mundos
Como queda dicho, tarde o temprano, el “encuentro” y/o “choque” de aquellos dos mundos (de allende y aquende el Atlántico) prácticamente era inevitable. Lo que no era inevitable –esa es la gran diferencia entre el mundo indo hispano y el mundo anglosajón- era el proceso de “fusión” y/o mestización posterior, situación que de ningún modo se verificaría en la conquista y colonización anglosajona en Norteamérica, en la que no habría mestización ni “nueva raza”, sino la reproducción, hasta hoy, de la misma raza blanca conquistadora. Tal vez por ello los imperios actualmente dominantes están tan interesados en “descubrir” que América Latina es una inmensa “diversidad” de etnias, culturas y “naciones” y no una inmensa y genuina Nación inconclusa, como sostiene el pensamiento nacional latinoamericano.
¿Qué objetivos puede tener la diferenciación étnica promovida actualmente como política de “diversidad cultural” desde los países imperiales? ¿Pretenden acaso imponernos la idea de la pureza e identidad de las razas?, cuando, en verdad, todas las razas se han mezclado y/o fusionado en algún momento de su historia, incluso las que nos precedieron. Sin mestizaje no habría humanidad. Muy por el contrario, Adolfo Hitler sostenía que “las mezclas raciales colapsaron la civilización”, pensamiento retrógrado y absurdo a la vez, pues el mundo es el resultado de la integración de pueblos, culturas y civilizaciones en algún momento de su historia, salvo curiosas excepciones.
Pues bien, en su devenir, entre el primero (varios miles de años antes) y el último descubrimiento, la historia había deparado un recambio constante en el dominio de unos pueblos sobre otros, según su desarrollo material, técnico y militar y, consecuentemente, una mestización natural de las etnias y culturas (fenómeno permanente en la historia), producto en ambos casos de incesantes migraciones internas y externas y un permanente proceso de “encuentro, choque y fusión” entre los pueblos.
Ese mismo proceso se verificaría internamente en las dos principales civilizaciones prehispánicas: el Imperio Azteca y el Imperio Inca. A ello se debe que las etnias que dominaban a la llegada de los españoles no fueran tampoco las mismas que habían dominado en épocas pretéritas, y que –experimentadas ya en el intercambio con otros pueblos o cautelosas por los presagios ancestrales en los que se habían criado y formado- permitieran que “el encuentro” de 1492 (como habían sido otros, según lo confirman crónicas y estudios al respecto), fuera en un principio bastante “natural” y pacífico.
Coinciden todas las crónicas: los primeros encuentros entre nativos y españoles fueron pacíficos más allá de la desconfianza, los temores y el desconocimiento que, lógicamente, poseían unos de otros. Es más, pronto comienzan los intercambios de objetos, el descubrimiento de los usos y costumbres de cada uno, las invitaciones a nuevos encuentros y el recibimiento por parte de las respectivas autoridades de las embajadas visitantes. Esa es la razón por la que caciques “tainos”, representantes de una población de 250 mil habitantes de las Antillas, visitaran el campamento de Colón “muy simples en armas”. Del mismo modo los españoles visitan al cacique taino, e incluso los nativos entablan en un principio una buena relación con los recién llegados.
Asegura el ya citado Todorov, que “a falta de palabras –ya que no hablan el mismo idioma- indios y españoles intercambian, desde el primer encuentro, pequeños objetos sin importancia”. Ello puede entenderse como una vieja práctica de los pueblos antiguos, acostumbrados a la interacción con otros pueblos recién llegados y a la convicción, también en este caso, de que los visitantes son enviados de los dioses, tanto que –como refiere Todorov- “encontramos una confirmación global de esta actitud de los indios frente a los españoles en la misma construcción de los relatos indígenas de la conquista”, que “invariablemente empiezan con la enumeración de los presagios que anuncian la llegada de los españoles”.
Tanto es así lo que decimos, que el primer enfrentamiento abierto, que tampoco significó romper lanzas con los advenedizos, se produjo recién tres meses después: el 13 de enero de 1493. Ni siquiera la destrucción del fuerte La Española, con la muerte de sus 40 ocupantes, antes del segundo viaje de Colón a nuestra América, cambiaría mucho las cosas. Gajes del oficio que ambas partes asumían como lo “natural” de todo encuentro entre pueblos distintos.
Otro tanto ocurrirá con los “descubridores” y conquistadores de México cuando entran en contacto con los representantes de Moctezuma, quienes les ofrecen ricos presentes, ingresando finalmente a México después de recibir una embajada del cacique totonaca de Cempoala, enemigo de los mexicas (y ahora aliado de los españoles), con quien, lo mismo que con otros pueblos colindantes, como el de los traxcaltecas, “sometidos a la voluntad del agresivo imperialismo azteca”, Cortés realizará pactos sin mayores inconvenientes con el fin de quebrar la resistencia mexica.
Tal recibimiento y tales pactos, por supuesto, no hablan mejor ni peor de unos ni de otros, pero establece, sí, la existencia y veracidad de un “encuentro” relativamente pacífico, muy distinto al violento choque de la conquista sobreviniente, cuando además de “descubridores”, religiosos y funcionarios reales apegados a las leyes, comienzan a aparecer explotadores de todo tipo y sin prejuicio alguno y soldados con ambiciones personales en un territorio “virgen”, según la mirada codiciosa de una parte de los conquistadores; nada extraño si hablamos de conquista, y si entendemos con Salvador Canals Frau que esa situación había ocurrido muchas veces en la historia previa, cuando “una pequeña minoría de audaces invasores se asienta sobre una población mayor, a manera de aristocracia conquistadora”, como lo acredita el etnólogo hispano-argentino en su amplio y exhaustivo estudio sobre las civilizaciones prehispánicas.
*Historiador, investigador, divulgador y periodista sanjuanino.
Fuente: enviado a nuestra Redacción por colaboradores del autor.