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Sin ofensa ni temor 157. Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. Miguel García y su interesante artículo titulado “Los fundamentos espirituales de la colonización epistemológica” (*), se mete y problematiza las bases del proyecto iluminista en nuestra Patria y cómo este pensamiento no logró su consumar su proyecto.

Editor Federal

“La fórmula liberal del positivismo estaba presente en las conciencias de los hombres de la organización nacional (…). Con la ‘generación del ochenta’ el positivismo cobró jerarquía en el gobierno y en la cultura, como una actitud antifilosófica ante la vida, mezcla de oportunismo, individualismo y pragmatismo”

Rodolfo Puiggros [1]

Condicionamiento espiritual

A partir de 1810, se ha operado en la Argentina un proceso sistemático de implantación doctrinal, omniabarcativa, bajo cuyos principios se gestaron las propias instituciones y la organización política del país, las cuales fueron instrumentadas desde esas perspectivas supuestas, aún a costas de los mismos intereses y tradiciones más acendradas de la Nación y de su Pueblo. Ese condicionamiento espiritual que ha flotado por más de doscientos años sobre nosotros y sobre las naciones de nuestro continente, ha sido forzosamente instalado mediante todos los mecanismos posibles del poder público, entre los que se encuentran, en nuestro caso, ya decididamente a partir de 1880, esas instituciones y órganos de un Estado puesto a su servicio y que asumió su difusión oficializando sus premisas y valores, que venían impregnados de los dogmas del iluminismo.

Sin embargo, y a pesar de tan constante ímpetu por montar una sociedad modelada sobre bases tan ajenas a la naturaleza de sus destinatarios, no logró ese perpetuo proyecto, sino acaso como manifestación de una alienación evidente siempre superficial, enraizar ni mucho menos florecer en la fibra del ser genuina y auténticamente argentino e hispanoamericano. Y la causa de tal fracaso reside sencillamente en que los fundamentos doctrinales de esa corriente contradicen en la base la esencia misma de la idiosincrasia de nuestros pueblos, unidos por una profunda y perenne tradición de idioma, costumbres y religión; que, si bien se ha visto seriamente contaminadas por la injerencia de escorias desprendidas de aquella implantación forzada, no pueden ser demolidas sin anular al mismo tiempo con ellas la misma condición ontológica de ese ser hispanoamericano en ellas constituido. Ya que estos conforman los pilares sostenedores de su sentido mismo de Patria [2].

En el despliegue de esa intención demoledora, no obstante, se inscriben las causas y los efectos de la colonización epistemológica y cultural, operada sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX [3], que atraviesa tan largo periodo, y que aquí abordaremos en relación al contraste que ella supuso -y supone- a las mencionadas particularidades de nuestra identidad en el mundo.

Este trabajo apuntará a describir, muy someramente, las incidencias que en tal proceso tuvieron ese conjunto de cosmovisiones generales que, en el mejor de los casos, llegaron a presentarse como doctrinas filosóficas – de dudosa aceptación como tales por cierto-, pero que se adoptaron como principios incuestionables en el diseño y la arquitectura basamental desde la que se concibió la creación de esa reordenación societal y de sus Estados modernos respectivos, en la Argentina y en Iberoamérica. Se comenzará por desentrañar la raíz formal -axiológica antes que propiamente filosófica- que sirve de asiento a todas las manifestaciones doctrinales objetivas que en su contenido conceptual pueden presentar, y presentan, aparentes contradicciones, de las cuales el liberalismo es tributario y sobre el cual haremos particular referencia.

Generalidades teóricas

Dentro de ese complejo de ideas omniabarcativas referidas que dan por factura el iluminismo, se encuentran esa multitud de sistemas ideológicos -como el positivismo [4], el naturalismo, el evolucionismo- que mal pueden pasar por ser definidos como pensamiento filosófico; ya que, no obstante, ellos definen sus posturas cientificistas negando los mismos principios teoréticos constitutivos de toda filosofía. Como lo es, por ejemplo, el supuesto de cognoscibilidad del plano trascendente de la realidad, accesible al entendimiento por abstracción del mero recurso tangible de su condición sensible, al cual no obstante amplifica y eleva en su comprensión [5]. Corrientes, todas aquellas, que se repliegan detrás del dogma central sobre el que gravitan, resumido en el materialismo.

De allí, de esa postulación de fondo dogmático, desprenden dichos sistemas la metodología para su abordaje del mundo, de la sociedad, de la política, y la ética, cuando no de los fundamentos últimos de la existencia. Los que no pueden sino verse afectados en su raíz de un reduccionismo naturalista que se extralimita y desliza hacia las formas de un sensualismo que termina por consagrar y resolverse, pues, en el método empírico. El que se asienta, necesariamente, a su vez, en la ponderación extrema de las facultades sensibles, estableciendo un patrón de criterio tributario de esa categoría privativa de la materia que es su cualidad cuantificable. Sobre estos valores se gesta la construcción epistémica debida a Galileo, quien traslada el paradigma matemático -ciencia de las cantidades- a la naturaleza vista como cuerpo y movimiento, inaugurando la física moderna, paradigma a su vez axiomático y metodológico, de la nuova ciencia [6]. 

En efecto, tal determinación, que se define por la condición característica de la extensión cuantificable, que es su particularidad, se torna de tal modo susceptible de ser constitutiva de la base formal en la prefiguración esquemática de la apreciación del orden establecido, que aquellas corrientes pseudofilosóficas articulan en la contemplación de su totalidad, una sumatoria de elementos disgregados, analíticamente atomizados en su autonomía, y aislada que dadas estas apreciaciones no pueden sino ser representadas en sus relaciones mutuas mediante un montaje artificial que las concibe bajo un prisma geométrico como partes extra partes, y en definitiva, mecánicamente.

Esta concepción de la naturaleza y de la realidad se deslizará en el siglo hacia el ámbito antropológico-social y al de las llamadas ciencias morales, dando base doctrinaria a la moderna ciencia política y económica inglesa -cuyos máximos exponentes son T. Hobbes y A. Smith -, y a las expresiones más variadas de su filosofía, tan carnal como vulgar y periodística [7], y de donde emerge el individuo postulado como último sustrato de la realidad. Bajo estos parámetros se instalan también los sistemas axiomáticos donde el número auspicia de fundamento de legitimación de la autoridad política, tan en boga entre los sociólogos franceses del siglo XVIII [8].

El quantum asume así un revestimiento de plenipotencialidad que cubre, delimita y sentencia sobre todos los aspectos esenciales de la vida humana. El trabajo, por ejemplo, pasa a ser unilateralmente concebido desde esta perspectiva como mercancía que se tasa en función de su “objetividad” productiva [9], anulando esa dimensión personal donde la labor del hombre, desde su libre determinación y capacidad, no se remite reductiva y excluyentemente a la sola decisión sobre la oferta deliberada en el mercado de sus fuerzas de trabajo, ni aún tan sólo se orienta hacia la ampliación exclusiva de los márgenes de autorrealización a través del mismo; sino que implica, inescindiblemente, al conjunto complejo de su realidad personal, en relación a ámbitos de comunes anhelos y mancomunados esfuerzos, los cuales tienen su expresión inmediata en la familia y su consumación realizativa plenaria en la comunidad política sobre ella fundada.

La condensación doctrinaria de esta matriz llevará en la teoría económica a las formulaciones de la denominada escuela clásica dentro de esa renovación disciplinar de la economía política, para la cual “(…) tanto el mercado como la división internacional del trabajo, pueden cumplir con su finalidad tan solo de ser un hecho la libertad ilimitada de los sujetos económicos, lo que, según Smith, significa que pueden dejarse guiar por su propio interés : vale decir por el afán de mejorar su situación económica”[10]. Menéndez y Pelayo nos aporta al respecto una observación que nos dispensa de mayores extensiones: “Desarrollada en siglo incrédulo y sensualista –escribe el erudito español-, esta nueva disciplina salió contagiada de espíritu utilitario y bajamente práctico, como que aspiraba a ser ciencia independiente, y no rama y consecuencia moral. En las naciones latinas –sostiene- fue, además muy desde sus comienzos, poderoso auxiliar de la revolución impía, y ariete formidable contra la propiedad de la Iglesia”.[11]

En el caso de la teoría hobbesiana, sólo señalemos su concepción negativa de la naturaleza humana, signada por tal egoísmo patético, como base de legitimación de su teoría del Estado; al cual concibe como el estadío resolutivo, instituido por medio de un pacto irrescindible que le otorga el monopolio de la violencia y la prescripción de la ley -asunto abordado desde una perspectiva del derecho excluyentemente voluntarista-, bajo cuya sola potestad omnipresente, el individuo puede formar sociedad.

Pues esta proyección general de objetivación del fenómeno en su conjunto, es la que llevan implícitas todas las ideologías desprendidas, ajustadas y difundidas por el temple anglosajón, en el cual incubaron, para adquirir luego en su proceso de coagulación esas diversas manifestaciones bajo las más variadas figuras, pero que en conclusión confluyen y decantan en las groseras formas del individualismo pragmático, utilitarista y hedonista, de la filosofía contractual y de la economía liberal, tan característicos de todas las escuelas angloparlantes [12].

Entre este cúmulo de apreciaciones se cimentan los fundamentos del liberalismo, que se presenta como una derivación natural y así pragmática, cristalizada principalmente como tal doctrina política y económica, ordenada a desplazar del marco gnoseológico e intelectual -y aún axiológico- aquella visión orgánica de la vida, justificando, promoviendo y amparando, esa concepción ético-antropológica referida que por consecuencia de sus principios, pondera formalmente lo útil sobre lo bueno y la voluntad sobre el entendimiento; y en cuya relación al plano del conocimiento afirma la primacía de la certeza en detrimento del criterio de verdad.  Este conjunto de perspectivas se proyectan hacia aquel ámbito político y económico por la superposición prescripta que el individuo asume sobre la comunidad, y asimismo por derivación, lo privado sobre lo público. 

Este compuesto complejo de nociones confluyen y se redinamizan a su vez, en un paquete de ideas que se conoce como modernismo, y cuya base subjetivista en el orden antropológico se desplaza a su vez hacia el orden moral y gnoseológico, para concluir ponderando por agencia de esa cosmovisión de inmanencia naturalista un formalismo subjetivista que concibe al conocimiento como facultad determinante de la realidad, a la que no reconoce en su carácter extra mental sino como incognoscible. A ese conjunto de asuntos así clausurados a la posibilidad de comprensión del conocimiento positivo el agnosticismo los descarta, extramuros de la ciencia, al ámbito metafísico, al cual asimismo, desde su sesgo pragmático y utilitarista del saber, desde su programa científico estructurado y orientado bajo el paradigma técnico-productivo, concibe como rémora del pensamiento escolástico especulativo, ocioso y retrógrado. Lo grave, sin embargo, y poco advertido, es que dentro de esas disquisiciones tenidas por superfluas se dirimen cuestiones tanto abstractas como concretas, teológicas, ontológica, lógicas y éticas; cuestiones sobre Dios, sobre el ser y la esencia en sí, pero también de la verdad, la naturaleza, la persona humana, sobre la libertad, la justicia; y por su vía sobre los principios que derivan en su reconocimiento y que a su vez darán fundamentación sólida a la normatividad general de la vida personal y política, social, reflejo de sus logros sujetos a razón.

La objetividad de la cosa se torna para esa corriente de pensamiento en un constructo por acción de una conciencia que la define o esencializa a partir de categorías mentales inherentes al sujeto, quien así adquiere una primacía absoluta frente a la realidad misma. Es ésta ya la incidencia del formalismo kantiano que cierra toda posibilidad para su aprehensión, para la aprehensión de la-cosa-en-sí, declarada de ese modo incognoscible por efecto de su atribuida amorfosidad fenoménica; llevando, en definitiva, la actividad del entendimiento en su condición de cognoscente a una limitación que la circunscribe al ámbito donde los conceptos sólo justifican su legitimidad por su adhesión a las formas de la sensibilidad sin las cuales se imposibilitaría propiamente el conocimiento como tal [13]. Esas instancias quedan pues remitidas a la particularidad constitutiva de un sujeto que construye la objetividad del objeto, dado primariamente como mera apariencia o fenómeno, y en el cual concluye su actividad. Tal cancelación de la realidad así reducida a producto deriva inevitablemente en el plano epistemológico en el agnosticismo relativista tan propio y característico del modernismo antes referido, el que en su proyección retrospectiva y colectiva no puede reconocer entonces valides ninguna a la tradición, a todo principio moral, ni especulativo, ni normativo, que no derive de la acción consensuada o de una autoridad prescriptivo positiva. Aquí es donde se desarrolla la acción del Estado concebido como voluntad ordenadora con potestad coercitiva y hacedor de la “ley”. Es la construcción hobbesiana de la teoría del Estado mecánicamente ensamblado sobre monadas disgregadas pero pasibles de yuxtaposición, contractual, y totalitario.

El trasfondo de esta masa doctrinal, sin embargo, hay que rastrearlos en ese temple declaradamente antimetafísico de aquel espíritu colectivo que gestó estas ideologías, como esa corriente político, económica y social emanada del iluminismo -el liberalismo- al que hacemos aquí particular referencia; el que, en este sentido, y por su sesgo marcadamente inmanentista, al negar entidad al orden trascendente que la especulación metafísica reconoce, niega sus principios también. Esos principios, ya reconocidos por Aristóteles, que pertenecen a las primeras verdades que el intelecto en su función activa aprehende, capta, y que constituyen, en tanto tales, el sustento sobre el cual habrá de moverse el discurrir racional en su búsqueda reflexiva de la esencia misma de las cosas sujetas a su consideración, y en cuyo esfuerzo intelectual busca a su vez descubrir la relación orgánica y jerárquica entre ellas establecida, para su correcta comprensión y posterior adecuación ordenadora de los fines propuestos, tendentes a consumar así, mediante una voluntad ordenada a su fin propio que es el bien, la realización virtuosa del conjunto.

Esos principios primeros, en lo que aquí vienen convocados, se presentan así como máximas que se traducen para la facultad intelectiva en esquemas de ordenación jerárquica de la realidad a la cual ella debe adecuarse y que, partiendo de la primariedad del todo sobre la parte, postulan, por ejemplo, el primado de la libertad sobre el fatalismo, del espíritu sobre la materia, del tiempo sobre el espacio; del intelecto sobre la voluntad; de la justicia sobre la ley; etc., y que en tanto legado de la filosofía perenne tienen su antecedente histórico y conceptual en el pensamiento clásico occidental (griego, latino y cristiano), cuyo imponderable legado hemos recibido con la transmisión hispana y católica [14] junto a las cuales se fraguó nuestra identidad continental [15].  

Ahora bien, aquel legado de pensamiento milenario es la herencia, el saldo positivo, a pesar de las tantas sombras y más leyendas, que la colonización del siglo XV y XVI comunicó a América a través de la cátedra y ante el Altar. Y a partir de la cual se formaron y organizaron aquellas comunidades virreinales americanas, ascendidas en su proceso de mestización por la singularidad espiritual de su identidad propia, afirmada sobre la unión de su idioma, fe y costumbres, a la categoría suprema de pueblo.

Mientras que la otra, por su parte, de raíz protestante, anglosajona y antifilosófica, no constituye sino el caro gravamen, la ruina de esa nuestra idiosincrasia identitataria; y que fue operada bajo esa otra colonización, tendente al segregacionismo, la del siglo XIX [16]. Colonización de neto corte mercantil, que diseñó sobre el socavamiento de aquel principio de comunidad, un orden societal luego mecánicamente montado bajo la fuerza prescriptiva del aquel Estado secular, y que en su misma concepción estuvo ya atravesado por ese temple materialista, utilitario y egoísta importado entre jabones y telas de muselina, que bien pronto fue aceptado e incubado por la oligarquía vernácula y flotante que lo digirió, falta de todo arraigo y originalidad, la cual en medio de su presunto cosmopolitismo encontró un vínculo de pertenencia especial en su fascinación probritánica. Simiesca modulación de un carácter simplón, despreciable incluso ante los ojos de sus mismos adulados [17]. A ella, a esa oligarquía nefanda, le debemos nuestra inserción al mundo bajo la desintegración de nuestra identidad, y como apéndice de aquellas naciones imperialistas que nos aceptaron como sus abastecedores de recursos a cambio de sus luces y manufacturas. Naciones cuya metodología de imposición de su imperialismo mercantil extractivo y monopólico, ejecutan en tres tiempos, como bien lo graficó Arturo Sampay para el caso inglés que: “(…) primero persuade con la propaganda, después disuade con el soborno y por último avasalla con la violencia”. [18]

El sustento ideológico de esa situación de alienación y dependencia, que aquí sintetizo en su generalidad como iluminismo y liberalismo, se difundió, junto a la pléyade de sus doctrinas satélites bajo el encuadre del denominado modernismo, también mediante la cátedra [19], el periodismo y la educación primaria; a través de los institutos, museos y oficinas de arte, montados por ese Estado enajenado y positivista [20]; que constituyo entonces el marco epistémico y axiológico dentro del cual se forjo incluso el discurso oficial de nuestra propia historia en el marco del sesgo laicista y anticatólico [21].

Esta última afirmación amerita la siguiente ampliación, pues, en tal oposición radica el núcleo y fondo de la acción de todos los ilustrados, de ayer y de hoy, aglomerados principalmente en esa sede paralela y tributaria del poder inglés que es la masonería, y cuyos efectos de su tenaz proselitismo anticatólico constituyen el mayor de nuestros males históricos mal resuelto y peor reconocido [22]. Otra vez nos asisten las observaciones del historiador Vicente Sierra, quien tratando sobre el liberalismo argentino nos dice de aquella determinación ideológica: “La guerra firme, clara, la guerra efectiva fue contra la religión, disfrazado el propósito como lucha contra la superstición y el fanatismo (…). La religión fue presentada como una fuerza obstructora y oscurantista, que entorpecía el avance del espíritu humano” [23]. En este marco de situaciones se gestó, entre otras tantas implantaciones institucionales y simbólicas, esa historia falsificada y antinacional, base y epítome del yugo epistemológico que habría de impregnar la formación anímica de una posteridad mentalmente dislocada en su discurrir histórico del sitio auténtico de pertenencia a su identidad.

Historia e historiografía que así gravitaron de tal modo ominoso sobre la formación de la conciencia de nuestro ser nacional, que bajo su impostura viose disgregada aquella unidad de destino, atomizada por esas construcciones simbólicas parciales, y en fin alienada hasta el límite lindante con su propia esencia, imposibilitando a nuestro pueblo, víctima de sus efectos, desarrollar el potencial de sus inestimables energías espirituales.[24]

Colonización pedagógica e historia como ciencia

Bajo la influencia contundente de esa serie de postulados y corpus doctrinal del liberalismo se creó, fundamentalmente a partir de 1820, una nación que treinta años más tarde, y una vez derrocado el gobierno de la Confederación Nacional, orientó decididamente dentro del marco constitucional establecido en 1853 todas las fuerzas del aparato institucional, modelado él mismo en ese espejo, hacia el desmantelamiento del acervo tradicional de la patria [25]. Proceso y orientación ideológica que si bien no encontró mayor oposición en los sectores relevantes en la vida social del país [26], tampoco estuvo completamente exento de las mismas, pues figuras tempranas como Fray Francisco de Paula Castañeda [27], Domingo de Achaga [28], o la del mismo José Hernández, por ejemplo, acertaron sus duras críticas a tales tendencias, las que alcanzaron su cenit en 1880 [29]; aunque tales logros supusieran ya en su consolidación, una vez más, un serio conflicto con las masas sociales, ahora compuestas por elementos migratorios de no fácil asimilación [30].

La historiografía, la poética y la cultura públicas por su parte, oficializaron en retrospectiva esa suerte de desprecio por lo propio, asentado en un pasado que en el ideario más inmediato de sus detractores abarcaba los precedentes veinte años, signados por el gobierno de J. M. De Rosas, al que se le atribuyó el estigma de la barbarie, el que a su vez retrotraían algunos intelectuales en sus elucubraciones, nucleados sobre todo en la llamada generación del ’37, al periodo hispano;  conceptos y macro visiones que fueron posteriormente reproducidas por los representantes de esa historia oficializada que, atenuando socolor de objetividad sus prejuicios de base, las acepto como dogma incontrovertible, a la vez que idealizó puerilmente aquellas fuerzas innovadoras que se le oponían [31]. Signos, para esas mentes, del atraso y el fanatismo, dignos de toda reprobación y olvido [32].  Ante el cual, y en su reemplazo ponderaban, en cambio, el mundo del progreso y de las libertades individuales para un ciudadano abstracto, que como ideal y producto de los atributos de las instituciones que lo constituían, estaba escindido de su pertenencia a una tradición que en su acervo y condición antecedía en siglos a esas formas modernas de entender las cosas públicas y la vida política de una comunidad.

Producto prefabricado de ese idealismo resultó pues aquel concepto y constitución del Estado moderno en la Argentina. Cuya institucionalidad partió de la negación implícita de la realidad objetiva de la preexistencia de ese pueblo, consustanciado en sus hábitos y costumbres, afirmados en su tradición pletórica en valores y poseedora de una cultura desconocida y no reconocida por los letrados que se obnubilaban ante doctrinarios anglo-franceses, que sobre dogmas protestantes fundaban repúblicas desde una teoría sin asidero de realidad.

Pálida sombra de intelectualidad vernácula y flotante constituían aquellos hacedores de naciones sin arraigo y sin conciencia, sin pasado y sin identidad que asumieron los gobiernos de nuestro país sin más proyecto que el de garantizar su inserción económica en el comercio internacional y como apéndice de los intereses de Inglaterra. Masa amorfa educada a periódicos y enciclopedia, ignorante y minoritaria, aglutinada en razón de su fascinación por lo extranjero y carente de todo sentido de pertenencia genuino, esa oligarquía traficante que monopolizó el poder político después de Caseros y Pavón, se ocupó en deslegitimar y disgregar todo rastro de tradición viva que no tenga por distintivo su filiación a esas ideologías del idealismo progresista que terminaron por imponer a objeto de desterrar ese bagaje cultural al que marcaban como “signos del atraso”, no obstante estuvieran fundados sus principios en el más alto pensamiento especulativo de la teología y la filosofía más acendradas del Occidente, ni que tal constituyera, incluso, el espíritu que impregnaban la vida de todo un continente. Por eso será acaso que “en tales pueblos -los iberoamericanos- el liberalismo no pasó nunca de un plagio, consecuencia de la superficialidad cultural de los grupos dirigentes, que no les permitió comprender lo que por la vía de la tradición habían recibido y les pertenecía. (…) y por tanto, el liberalismo no pasó en los pueblos hispánicos de un fenómeno de imitación limitado a una clase de mentalidad burguesa, influida por un iluminismo que les llegó con casi un siglo de retardo”.[33]

Esa negación no suponía, sin embargo, sólo el mero desconocimiento o indiferencia de tales principios hacia sus manifestaciones jurídicas, políticas, económicas, etc., sino que demandaba, para los gestores e ideólogos de ese Estado, incluso, y ante su resistencia, la aniquilación de sus componentes vitales inapropiados para inscribirse dentro de sus esquemas civilizatorios. Aniquilación que al fin confluía en su fondo a la desarticulación de esa comunidad portadora de una esencia y dotada en sus determinaciones de los caracteres y requerimientos propios para cumplir con su potencial realización.

Vicente Sierra también observa a este respecto, con su claridad de conceptos tan característica en la compresión de nuestra historia, que “Tal inadaptación -la del pueblo para asimilarse a esas prefiguraciones alienantes- no fue otra cosa que su testimonio vital de fidelidad consigo mismo, con la conciencia del propio ser, y por consiguiente, demostración de un sentido de personalidad y de comprensión de la realidad mucho menos despreciable que la simiesca tendencia imitadora de formas metecas con que se pretendió mimetizarlo. Como expresión de cultura –agrega el historiador- es más significativa la fidelidad de aquel pueblo a sus tradiciones que la conducta de sus ilustrados imitadores de lo que hacían otros pueblos. Lo primero era auténtico, lo segundo falso”.[34]

Formas metecas que ya en los tiempos de Rivadavia se explicitaron como coordenadas ideológicas que, no obstante, se incubaban desde incluso antes de 1810, y que bajo las plumas de Alberdi y de Sarmiento alcanzarían su expresión más actualizada y deplorable como su ejecución más perjudicial [35]; ellas contemplaban para estas mentalidades reordenadoras la posibilidad de operar una refundación poblacional del país con elementos traídos preferentemente de las naciones protestantes a las que admiraban con femenil arrebato, como la Gran Bretaña o Norteamérica. Repoblación que suponía el previo desalojo, desplazamiento, y aún la masacre del pueblo criollo asentado en sus tradiciones religiosas y culturales tan ajenas a aquéllos así idealizados por tan abyectos planificadores; quienes en tal adulación adulterina confeccionaban sus proyectos institucionales a tono con los intereses de sus inspiradores.[36]

Así, esa unión común de un pueblo que, pese a la fragmentación que dejaron como saldo negativo los libertadores, mantenía una identidad compartida, fue gravemente atacada bajo los designios falsos del librecambismo y de todas sus secuaces doctrinas antropológicas y morales iluministas, entre las que destaca el liberalismo ya mencionado, y cuyos profetas pasaban por clase ilustrada. Ataque que se perpetró primero materialmente en el plano continental, promoviendo y consumando la segregación territorial bajo el monitoreo de los intereses del imperialismo británico, mientras que en el orden interno de las repúblicas así fundadas se procedió a ese intento de segregación espiritual del hombre con su comunidad, con su fe, y con su historia a que venimos aludiendo, operado bajo el armazón doctrinal apologético de la libertad individual del sujeto político ascendido a ciudadano, del laicismo como ideología del Estado y de una historiografía concebida como ciencia fragmentada y positiva respectivamente. Todo bajo el prisma de ese idealismo progresista a partir del cual se proyectó, en remplazo sustituto de la tiranía y de aquello a ella asimilado, una nación portuaria y cosmopolita, donde esas libertades individuales estuvieran constitucionalmente garantidas. Para dar así lugar a ese espectro de ficciones idealizadas que al precio de la violencia y la ignominia desolaron una nación entre las ensoñaciones de un ensamblaje societal que hicieran del país ese crisol de razas convocadas a repoblar la tierra y a labrar sus campiñas generosas al compás de loas a esa civilización para la cual el gaucho y el criollo resultaban ineptos. Tal era la Argentina y la civilización que resurgía triunfal después de aquellas epopeyas.

Por lo que respecta a las dichas y tan ponderadas libertades del ciudadano, apuntemos tan sólo que, si bien constituían la letra y acaso el espíritu de la nueva nación, por su carácter sesgado y reducido desde su raíz conceptual, que concibe al individuo como sujeto aislado de todo vínculo intermediario entre su autosuficiencia supuesta y la omnipotencia estatal, es decir de todas las organizaciones intermedias que constituyen el ámbito posibilitante para la trascendencia de la persona hacia la vida comunitaria, y cuyos órganos formales lo conforman principalmente la familia, la Iglesia y las agrupaciones sindicales, en el fondo, y por esto mismo, tales libertades, sin embargo, no eran tales en la práctica [37]; sino, y a su manera, sólo la legitimación del despliegue de las fuerzas egoísta en lucha por la supremacía de una supervivencia mezquina a costas del bien común, y que, bien entendidas, escondían las cadenas de nuestra dependencia y el sojuzgamiento de la Nación, tanto material como espiritualmente [38].

Ese dejar hacer, esa supresión de todo obstáculo al desencadenamiento de esas fuerzas ávidas de lucro, esa ruptura de todo dique moral que no contemple la utilidad como único principio ético regulador de la conducta y como fin de la misma, y en definitiva, esa promoción al enriquecimiento económico privado y acumulativo sin fondo, superpuesto aún sobre el interés y bien común, no eran en suma, sino la esencia misma del liberalismo y de su lógica metafísica inmanentista tan distintiva del hombre moderno [39].

En la articulación jurídica e institucional de ese nuevo Estado liberal condensado en la Constitución de 1853 [40], se inyectó, como signo de su modernidad y dentro del encuadre ideológico del progresismo, pues, aquella dosis de representaciones manoseadas a voluntad de la Historia, que así, por oposición a esa libertad supuesta, representaba los acontecimientos pretéritos como transidos de oscuridad y retraso. Cumpliendo esas ficciones con una finalidad moralizadora y disciplinante, a la vez que atenuaba acaso la carga que pesaba sobre las conciencias que en la instauración del nuevo modelo de país buscaron tenazmente extirpar la savia anímica de un pueblo que fue desplazado y programáticamente masacrado, en virtud de dicha instauración, traccionada cuasi exclusivamente por el mero progreso material monopolizado completamente por esa oligarquía profesional y republicana que trastornó y desfiguró la fisonomía del ser nacional. Y a la cual, tal vez, la atormentaba su temor al fantasma de la soberanía popular que asimilaban con la tiranía, todo lo cual contribuyó a desdibujar el horizonte de nuestra propia singularidad histórica en el contexto de las naciones, y condicionando en el orden interno el natural despliegue de nuestra naturaleza en tanto comunidad política. “Mientras que en Europa progresar era para el burgués –escribe V. Sierra- una empresa de realizaciones con fines determinados, en hispanoamérica progresar fue decir discursos infamados, dejando que de la economía se ocupen los ingleses”[41].

Páginas más adelante, resumiendo lo esencial de esas deficiencias devenidas en pereza intelectual y en acedía moral tan característica de esa oligarquía simiesca [42], describe el historiador del siguiente modo sus logros : “Economía agroexportadora; orientación espiritual materialista; política antitradicional, o sea antinacional; posición internacional de sometimiento; educación con criterio utilitario; Estado fuerte unitario para someter a los hombres y a los pueblos a las orientaciones que surgen de las leyes que llenan el ‘Registro Oficial’, y como realidad efectiva, un país que en lucha por su libertad termina en una colonia que sólo pide a su colonizador que se lleve las ganancias, pues el costo de gobernarse se lo paga a sí mismo” [43].

Así es como esa rancia generación oligárquica prefiguró e instituyó un horizonte de nación como aspiración imitativa orientada a basar sobre principios exógenos una idiosincrasia afín a su posición de subordinación a la influencia sobre todo británica, en cuya dinámica el Estado articuló sus determinaciones, levantando un ideal que supuso implícita y explícitamente la flagrante negación y deformación de todo lo pretérito.

Tal es como bajo el espíritu cientificista, pues, se levantó una historiografía que falsificó el sentido de los hechos, y confeccionó a medida de las exigencias políticas un relato de justificación centrado en la denigración de lo que acusaba su impostura, reforzada en su desfiguración hermenéutica por la inoculación de valores amañados y subsidiarios de aquella cosmovisión que definimos como iluminista y liberal. En tal dirección se adornaron con carácter científico bajo las guirnaldas y postulados del positivismo y en sus vertientes biologicista evolucionista las dicotomías falaces y mal planteadas, como aquella consagrada en el Facundo entre civilización-barbarie [44]. Explotada fanáticamente por el burdo y miope entendimiento sarmientino y que rigió como una antítesis extremada en su ideal a extirpar del suelo de la patria todo elemento autóctono, criollo, hispanoamericano, católico y nacional [45]. La justificación ideológica de la dependencia venía así pertrechada del armazón epistemológico y cultural fundado en aquellas influencias de las escuelas anglosajonas -a la cual también estaba atada nuestra economía-, y la historiografía nacional muñida de ese vulgar idealismo y cientificismo positivista, reflejó esa falencia de origen, aunque en gran medida, sin embargo, cumplió con su cometido [46].

Pues como bien sostiene José María Rosa: “El gran instrumento para quitar la conciencia nacional de los argentinos y hacer de la Patria de la Independencia y la Restauración la colonia adiposa y materialista del 80 había sido la falsificación consciente y deliberada de la historia”.  Por lo que “No bastaba con la caída de Rosas y las masacres de Pavón. Era necesario, imprescindible, dotar a esa nueva Argentina de una conciencia de patria compatible con la dominación foránea”.[47]

La colonización epistemológica tuvo así su antecedente formal en aquel cúmulo de nociones arriba enumerados, coagulados en las figuras múltiples del dogma iluminista liberal afirmado sobre el idealismo voluntarista de raíz protestante, y que fueron luego ramificándose en sus más variadas transmutaciones doctrinarias e impregnando la vida de una República así constituida, que fue manifestando ya en su superficie las más ordinarias y grotescas expresiones del autodesprecio. Deficiencia que comenzando por obnubilar la visión ante ajenas luces continuó por destrozar la autoconciencia, para dejar, una vez suspendida la actividad del espíritu colectivo, el rezago de una masa inerme dispuesta a flotar sin arraigo y a la espera de alguna ajena identidad que la venga a fecundar y definir. Ahí es donde la ingeniería positivista hinca sus elucubraciones y modela sociedades superpuestas y mecánicamente ensambladas que no trascienden la efímera condición que en esta materia afecta a todo lo artificial. Triste derrotero pues de las aglomeraciones humanas inorgánicas, sin conciencia nacional, sin substancia ni obligaciones ante el pasado y ante el porvenir, destinadas a la lenta desaparición entre sollozos frívolos e impotentes.  

Ese proyecto epistemológico, que podemos definir como idealista, cientificista y positivo, digamos para concluir, realizado en parte, es el molde bajo el cual se fundió la matriz de la República Argentina -en sus instituciones, en su espíritu y en la consolidación del Estado puestos a su disposición-, que así quedó intrínsecamente afectada por un conflicto existencial y organizativo ya manifiesto e inoculado en los albores mismos de su despuntar a la historia de las naciones independientes; y que en esa su misma dicotomía interna encuentra aún hoy las energías de una dinámica que exige ya la resolución del mismo. Que no es otro, en definitiva, que el sintetizado en la disyuntiva que debe ya interpelar a nuestro continente todo, y que no tiene sino su dilema existencial en la reivindicación y asunción de su identidad como pueblo histórico, afirmada en su tradición señalada y destinada a desplegar sus fuerzas morales en el cumplimiento de su realización ante los tiempos; o, de lo contrario, en buscar su refugio pasajero en plegarse y dejarse determinar como materia informe por una conciencia que nunca será la propia y que terminará por disgregar en la dispersión sus elementos deficientes de congruencia interna propia. Es el dilema entre la autoconciencia y la alienación, que se expresa en la diferencia categórica entre comunidad y agrupación societal, entre Pueblo y masa, y ya en el plano de la radicalidad existencial, entre ser o no ser.

Conclusiones

Estas breves referencias generales han sido propuestas a fin de dejar en evidencia la manifestación palmaria de los sustentos ideológicos y valorativos substanciales de las doctrinas en base a ellos objetivadas. Doctrinas que pueden ser reprobadas o aceptadas, pero que en definitiva, en tal determinación suponen ya un posicionamiento consciente y libre sobre sus sistemas congruentes y cerrados y cuyos contenidos nos son fácilmente reconocidos en sus variadas formas escolares. Sin embargo, el sustrato axiológico operante como cimiento espiritual de esa materialización conceptual y objetiva de los mismos, no es de igual modo perceptible, porque opera dentro de un plano más profundo de conciencia, dado que son sus elementos primariamente inculcados antes de formalizar su pertenencia al ámbito propio de la idea; hecho que hace a los mismos pasar inadvertidos, siendo así que tórnase susceptible de constituirse en el núcleo prefigurante de la percepción sobre la realidad concreta, condicionando su aprehensión y posterior comprensión de las relaciones causales entre sus elementos que la visión intelectiva y lógica busca unificar.

Por eso, más allá del rechazo explícito que se pueda profesar respecto de sus consecuentes producciones teóricas, que aquí fueron esquemáticamente expuestas, debemos considerar que de no desmantelarse ese fondo y temple del ánimo inculcado en nuestros pueblos, todo intento para la reconquista de su original identidad será superfluo y estéril, y no pasará de ser lo que una cáscara vacía, infructuosa y absurda, arrojada al árido suelo. Porque la batalla por tal reconquista por la identidad histórica de todo un Pueblo Continental es en suma una batalla estrictamente espiritual, antes que ideológica, política ni económica; que lo es, por cierto, pero por derivación.

En ese intento, sacudirnos la escoria que nos dejó aquella colonización epistémica y pedagógica, supone socavar hasta el fondo de la conciencia a fin de desterrar del interior del corazón del hombre americano esas ponzoñas infectadas de falsas verdades que no promovieron más que su alienación. Así podrá reencontrarse el ser personal anímicamente renovado con los bienes imperecederos de su pertenencia a una comunidad histórica que se conforma bajo esa categoría sublime de Pueblo, y cuya distinción, fortalezas y aporte al mundo, no puede sino encontrarlo en el cultivo fértil de su propio idioma, de sus costumbres y de su religión. En definitiva, en su tradición más acendrada.

Tradición profunda, hispanoamericana y católica; centenaria, por cuya facturas filosóficas, teológicas y doctrinales, remonta milenios, y que a pesar de la gravosa imposición sufrida y forzada de esas ajenas injerencias aún pervive a la espera de que su pueblo sacuda el yugo de su dependencia inmoral y asuma su destino ante los tiempos.

*Publicado originalmente el 15 de septiembre de 2024.

Notas y referencias

[1] Rodolfo Puiggros. Historia crítica de los partidos políticos argentinos. Tomo 2. Pg. 18-19. Ed. Hispanoam3rica. Bs. As. 1986.

[2] La Patria es definida por Guillermo Furlong como “Tradición y unidad”, como “el vínculo sucesivo de la tradición histórica y el vínculo simultáneo de la unidad espiritual. (…) La patria es una síntesis trascendental e indivisible, con fines propios que cumplir, en conformidad con esa misión y destino”. G. Furlong. La Revolución de Mayo. Pg. 10 y ss. Ed. Club de Lectores. Bs. As. 1960.

[3] Refiriéndose a ciertos aspectos en relación al idioma, Guillermo Furlong sostiene de aquella generación liberal lo siguiente: “El predicamento de lo español sufrió un eclipse en el siglo pasado –el XIX- (…) hubo entonces una epidemia de hispanofobia. La gente culta de Buenos Aires le dio la espalda a la literatura española, sobre todo a sus clásicos. Esa hispanofobia es manifiesta en López, el del himno; en Echeverría, en Alberdi, en Sarmiento. (…). El resultado de esa hispanofobia y de esa galofilia, fue que la lengua de la clase dirigente, de la oligarquía, se plagase de galicismos (…). Mas esa galicación -concluye Furlong – apenas arañó el idioma”. Cf. Guillermo Furlong. Historia social y cultural del Río de la Plata. Tomo I. Pg. 132-132. Ed. Tea. Bs. As. 1969.

[4] El positivismo constituye, según Zuleta Álvarez, uno de los tres momentos del liberalismo en su versión francesa. La ilustración y el romanticismo, de corte filosófico general la primera y literario el segundo, el positivismo estuvo abocado a los asuntos estrictamente sociales y bajo sus premisas se constituyeron los Estados modernos del siglo XIX.  Ver Zuleta Álvarez. El Nacionalismo Argentino. Pg. 13. Ed. De la Bastilla. Bs. As. 1975.  

[5] En su obra Introducción a la teoría del Estado, Arturo Sampay, adoptando la gnoseología del realismo filosófico abrevado en la tradición aristotélico-tomista, y en relación a esa distinción fundamental entre la función rectora del pensamiento -en tanto conocimiento especulativo- y la aprehensión sensible, explica así la diferencia entre los términos de las deferentes facultades : “(…) aunque la inteligencia recibe su objeto revestido con los datos sensibles, desde que hay una diferencia esencial entre la percepción sensible y la percepción intelectual, no pueden ser idénticos los objetos de una y otra, sino que el objeto propio del entendimiento no es percibido como tal por los sentidos, los cuales sólo facilitan, en alguna forma, la intuición de la esencia de la cosa material y sensible. Los sentidos tienen como objeto propio los accidentes externos de las cosas, aprehendidas en estado concreto, por lo cual el ojo no percibe el color, sino la cosa coloreada (…)”, etc. La primariedad del pensamiento radica así en su formal condición aprehensiva de las esencias de las cosas dadas en la intuición sensible, siendo a su vez susceptible de acceder por grados de abstracción de la materia a un plano superior de conocimiento, al conocimiento de los principios constitutivos de la misma realidad, como el principio de identidad, de no contradicción, etc. “por consiguiente –apunta Sampay-, la primera percepción intelectual capta el ser de las cosas materiales y sensibles, y en ello logra la evidencia irrecusable del principio de identidad  (…)”. En estadirección se concibe la característica distintiva del pensamiento metafísico. Ver Arturo Sampay, Introducción a la teoría del Estado. Pg. 306. Bs. As. 1964.

[6] El iluminismo nos dice Fermín Chávez “Tuvo su origen en Inglaterra  (…). Bajo su influencia todo el campo del saber fue invadido por la metodología triunfante en las ciencias matemáticas y naturales. El Espirit de géometrie llegó victorioso hasta el ámbito de las ciencias morales y sociales”. Fermín Chávez.  Epistemología para la periferia.

[7] “La ciencia galileana –nos dice con toda su lucidez la Profesora Amelia Podetti-, la joven física matemática, se presenta como la nueva autoridad, como el conocimiento cierto e irrefutable, objetivo y necesario ¿cómo pudo Galileo aplicar la geometría a la naturaleza y construir así la nueva ciencia? Hobbes responde: reduciendo la naturaleza a cuerpo y movimiento (…) y se propone explicar al hombre, la sociedad, el Estado y las relaciones internacionales mediante esta transferencia a la realidad social de la categorización mecanicista con que Galileo interpretó la naturaleza. Ello le permite demostrar científicamente que el egoísmo, la propia conservación, la búsqueda del lucro, la acumulación ilimitada y continua de bienes es el móvil esencial de la conducta humana”. Amelia Podetti. Ciencia y política: aportes para un encuadre del problema. En Hechos e Ideas.  Nr. 1. Pg. 17.  1973.

[8] De esa factura es acaso la concepción roussoniana de que la autoridad es la simple sumatoria de las libertades individuales cuya libertad comienza y termina en el individuo –salvaje primero y súbdito de la ley o ciudadano después- quien en su sistema asociativo artificial detenta las garantías civiles de su persona y de sus bienes.  Para establecer un contraste comparativo entre un representante del pensamiento ilustrado como Rousseau y un exponente de la escolástica española como el padre Francisco Suarez sobre este asunto y sus respectivas incidencias en nuestra historia política, véase Guillermo Furlong. Historia social y cultural del Rio de la Plata. Tomo III. Pg. 172-178. Ed. Tea. Bs. As. 1968.

[9] Este término se comprende aquí desde el planteamiento y distinción que SS. Juan Pablo II hace en la encíclica Laborem Exercens, donde se concibe como trabajo objetivo la manifestación externa del mismo, mientras que, con su correlato subjetivo, se conceptúa es su valor ético, “al cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir un sujeto que decide de sí mismo (…) es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo –aseguraelPapa– ; pero, ante todo, el trabajo está ‘en función del hombre’ y no el hombre ‘en función del trabajo’. Con esta conclusión se llega justamente a recoger la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo “. Ver Juan Pablo II.  Laborem Exercens. Pg. 20-23. Ed. Paulinas. Bs. As. 1981.

[10] “(…) por todo ello, según Smith, el mundo debe actuar en forma egoísta  (…) ‘la mano invisible de la Providencia’ cuida (…) de que el egoísmo obre siempre como la más fuerte de las palancas del interés común (…). Así pues el proceso económico se lleva a cabo en el nivel de una sociedad cuya estructura y orden es marcadamente individualista, en la cual el bienestar de todos los miembros de la sociedad está organizado exclusivamente por los efectos del interés propio que se presenta en firma mecánica y donde las funciones del Estado son reducidas a un mínimo, agitándose en la defensa contra alborotadores internos y perturbadores externos”. Cf. Gerhard Stavenhagen. Historia de las teorías económicas. Pg. 40. Ed. Ateneo. Bs. As. 1959.

[11] Cf. Marcelino Menéndez Pelayo. Historia de los heterodoxos españoles. Tomo VI. Pg. 22. Ed. Espasa-Calpe. Bs. As. 1951.

[12] “Allí –en Inglaterra, nos dice Menéndez Pelayo- había nacido una filosofía que (…) se ajustó maravillosamente al carácter práctico, positivo, experimental y antimetafísico de la raza que en el siglo XIV había producido un tan gran nominalista como Guillermo de Occam. Esa filosofía empírica es la del canciller Bacon, despreciador de toda especulación acerca de lis universales, y de toda filosofía primera (…). Consecuencias lógicas de tal dirección y manera de pensar son el materialismo fatalista de Hobbes, que con crudeza implacable lo aplicó a los hechos sociales, deduciendo de su contemplación empírica la apología del gobierno despótico y de la ley del más fuerte; el sensualismo de Locke, con aquella su hipócrita duda de si Dios pudo dar intelección a la materia por alguna propiedad desconocida (…)”. Cf. M. Menéndez Pelayo. Op. Cit. Tomo VI. Pg. 15.  Y Vicente Sierra, casi parafraseando al erudito español afirma: “(…) en Inglaterra es donde surge una fuerte corriente filosófica de carácter práctico, positivo, experimental, analítico y antimetafísico, iniciada por Bacon, que desprecia todas las causas primeras, atento sólo a la clasificación de las ciencias y al método inductivo, del que habría de derivarse el materialismo fatalista de Hobbes y el sensualismo de Locke”.  Ver Vicente Sierra. Historia de la Argentina. Tomo III. Pg. 312. Ed. Científica Argentina. Bs. As. 1967.

[13] Refiriéndose esa la filosofía kantiana Menéndez y Pelayo escribe lo siguiente: “ Reduciendo el conocimiento al fenómeno o apariencia sensible, y declarando impenetrables los nóumenos, sirve de broquel a los positivistas, y por otra parte, reduciendo las primeras nociones a formas subjetivas, abre la puerta al más desenfrenado idealismo”. Cf. Menéndez Pelayo. Op. Cit. Tomo VI. Pg. 20.

[14] Guillermo Furlong lo afirma tácitamente: “En el campo doctrinario, por lo menos, sino en el de las realidades conducentes, un hecho es indiscutible e indiscutido: el mundo hispánico, en el que nació la Patria Argentina, y en el que vivió durante casi tres centurias, y al que está aún ligada, puesto que es usufructuaria de su inmenso patrimonio moral, fue, ante todo, y sobre todo, jurídica y aun socialmente, un mundo netamente católico, total y exclusivamente católico”. Guillermo Furlong. Op. Cit.Tomo I. Pg. 91.

[15] En relación a la importancia del factor teológico dogmático de la catolicidad, no debemos subestimar su centralidad contrastante respecto a las desviaciones doctrinales promovida por la secta protestante, que erosionaron con productos de una muy baja tasa intelectual -pero vulgarizados con la fuerza del panfleto-, sus méritos filosóficos. Desviaciones las cuales, en último término, son las que constituyen las premisas que están a la base de ese conglomerado de ideas inmanentista que venimos apuntando. Vicente Sierra lo expone en una lúcida síntesis del siguiente modo: “Lutero, que frente a toda jerarquía había opuesto al individuo como juez supremo e inapelable de los principios rectores de su propia existencia, rompió los diques medievales que, bien o mal, lo mantenían vinculado al bien común de la sociedad (…) al despuntar el siglo XVI, se han dado los elementos para destruir los fundamentos espirituales que realizaron la estupenda hazaña de la cultura del Nuevo Mundo. En efecto: si durante la vida americana del periodo hispano se identifica una característica esencial, ella es la existencia de un ideal común que surge de una profunda unidad en la concepción de la vida. Tal unidad fue el manantial donde se nutrieron las enormes energías morales gestadas en los episodios de la conquista y de la estabilización de lo conquistado. Tras Lutero y Descartes se impondrá la ‘regulae philosophandi’ de Newton. La mente deja de partir de principios generales para abrirse paso gradualmente, por medio de deducciones, hasta el conocimiento de lo particular. Los fenómenos son lo dado y los principios lo buscado”. Vicente Sierra. Op. Cit.  Tomo III. Pg. 311-312.

[16] También un liberal como Fabián Onsari reconoce el origen de todas las corrientes liberales como subproductos de la mal llamada Reforma. Así afirma que: “La Reforma constituyó, por decirlo así, el espíritu engendrador de las doctrinas liberales surgidas a fines del siglo XVII y que dominaron todo el XVIII. (…) La Reforma, quizá sin proponérselo, creó el liberalismo, y éste dio de inmediato nacimiento a dos exigencias: la separación de la Iglesia del Estado y la laicización de la educación pública (…)”. Fabián Onsari. San Martin, la Logia Lautaro y la Francmasonería. Pg. 24-25. Bs. As. 1964.

[17] Vicente Sierra cita, en el tomo VII de su obra que venimos refiriendo, los conceptos que un representante fiel de los intereses británico como lord Ponsomby expresaba allá por 1826 sobre eminentes ejemplares de esa oligarquía ilustrada, y donde refiriéndose a Rivadavia dice lo siguiente: “…me hizo recordar a Sancho Panza en cuanto a su persona y a la dignidad de su porte, pero no es –sentencia- ni la mitad de prudente que nuestro amigo Sancho…”. Vale la pena la lectura del párrafo completo que aquí por economía de espacio no se transcribe. Ver V. Sierra. Op. Cit. Tomo VII. Pg. 346.

[18] La cita está tomada de un artículo que Arturo Sampay expusiera en una conferencia en Tucumán, titulado ¿Qué Constitución tiene la Argentina y cuál debe tener? 

[19] “La principal fundación iluminista del grupo rivadaviano fue la Universidad de Buenos Aires, creada en 1821 (…) cuando Pedro José Agrelo enseñó economía política sobre un texto de James Mill (…) obra de inspiración utilitarista cuya doctrina se ajustaba estrictamente a los intereses colonialistas. En tal texto se formaron nuestros primeros economistas, y con esto todo está dicho”. F. Chávez. Op. Cit.

Por su parte Arturo Sampay apunta al respecto que: “la expresión teorética del Iluminismo la tenemos en la ‘ideología’ que se profesó veintitrés años en nuestras aulas de filosofía, consiguiendo plasmar la convicción esencial de los argentinos. Su ciclo corre –nos dice- desde 1819 hasta 1842: la inicia Crisóstomo Lafinur, la prosigue Manuel Fernández de Agüero y culmina con su más alto representante, don Diego de Alcorta. A partir de entonces –concluye el constitucionalista-, (…), nuestro pensamiento siguió una evolución paralela a las ideas rectoras de la cultura europea”. Cf. A. Sampay. La crisis del Estado de Derecho liberal burgués. Pg. 18.

[20] Pensemos sólo como materialización institucional de ese proyecto de imposición cultural en la creación, bajo los evidentes signos del evolucionismo positivista, en la fundación en 1884 del Museo de Ciencias Naturales y Antropológicas de La Plata. El cual hasta en su concepto arquitectónico expresa un reflejo de dicha doctrina, puesto que su sala oval represente el proceso evolutivo. Allí se encuentran a su vez dos paradigmáticas piezas que evidencian este sesgo: un ejemplar del libro de Russell Wallace, quien propuso en 1859 en la Society Linneana de Londres junto a Carlos Darwin la teoría de supremacía del más apto; y el pintoresco muñeco de yeso donado en 1912 al presidente Sáenz Peña por el magnate explotador del acero, el norteamericano A. Carnagie, llamado Diplodocus, como exponente máximo de artificio montado a fin de subsidiar esas cosmovisiones seudocientífica señalada.

[21] Una vez más cito a Furlong, quien nos dice que “La laicización de la cultura, oficializada desde 1884, nos ha llevado al olvido del factor religioso en todo el proceso político y social del país, y así se explica que la historia argentina sea tan falsa y tan inconsistente, que llegue a la mistificación, como concebida y escrita con criterios que algunos llaman liberal, pero que en realidad debe llamarse sectario”. La Revolución de Mayo. Pg. 117.  Recordemos que la principal característica de iluminismo es su oposición radical a la religión, a la religión católica.

[22] Ernesto Palacio refiriéndose a la vuelta de los rivadavianos después de la derrota de la Confederación en Caseros define a esa facción como “(…) los colonialistas, que despreciaban a su patria por ‘bárbara’ y ‘atrasada’ y se proponían cambiarlo todo; –como- los que proclamaban la superioridad del extranjero sobre el nativo; los ideólogos y ‘logistas’, en suma, que- en nombre de principios universales- obedecían en realidad a ocultas directivas de la masonería internacional para la infiltración de los intereses en ella dominantes”. Cf. Ernesto Palacio. Historia de la Argentina. Tomo II. Pg. 144. Ed. Peña Lillo. Bs. As. 1965.

[23] Op. Cit. Tomo VII. Pg. 349.

[24] Hecho que parece confirmar la sentencia que afirma que “…un pueblo si no posee sentimientos comunes, intereses idénticos, creencias semejantes, no pasará de ser una polvareda de individuos sin cohesión, sin duración y sin fuerza”. Cf. G. Furlong. La Revolución de Mayo. Pg. 13.

[25] A. Sampay apunta que: “La expresión teorética del iluminismo”.

[26] Enrique Zuleta Álvarez, por su parte, define así, y en línea con lo que venimos exponiendo, este periodo de la vida nacional: “Después de la caída de Rosas en 1852, la Argentina había tomado una orientación ideológica decididamente liberal. La transformación se operó en todos los órdenes : en la cultura, la política, la economía. Los sectores argentinos partidarios del orden tradicional fueron siendo derrotados en cada uno de los terrenos en que presentaron resistencia. Y cuando se impuso triunfante el conjunto de principios e ideas del liberalismo (positivismo, eclecticismo en filosofía, laicismo en religión, anti-hispanismo, y antitradicionalismo y cosmopolitismo en cultura, porteñismo en política y orientación libre empresista y pro inglesa en economía) pocos argentinos de relieve en la vida nacional se animaban a disentir con el tono espiritual y político que predominaba en nombre del Progreso”. Cf. E. Zuleta Álvarez. Op. Cit. Pg. 38.

[27] “Eche V una ojeada rápida sobre la conducta de nuestros políticos en la década anterior, y verá que en vez de formarlo todo lo han destruido todo no más que porque no está como en Francia, en Londres, en Norteamérica o en Flandes”. Quien con su proverbial valentía formulaba una pregunta que sigue teniendo vigencia ‘¿Cómo hemos de tener espíritu nacional si en lo que menos pensamos es en ser lo que somos?”. No ejercieron la tolerancia ni la libertad de expresión con la misma efervescencia y cinismo cívico con que la declamaban aquellos despreciables portadores de las luces, pues este mismo padre Castañeda “fue confinado por Rivadavia a Kaquel Huincul, donde cumplió siete meses de castigos” . V. Sierra. Op. Cit. Pg. 345; 350.

[28] “Conducida en los principios nuestra revolución por genios…, empeñados neciamente en formar un remedo de Europa de que sólo tenían una copia sacada de vertientes turbias, chocando con nuestras costumbres y convencimientos, nos expusimos al borde del precipicio, de donde aún forcejeamos por salvar”. Ídem.

Estas afirmaciones se suscriben a las palabras de Vicente Sierra quien sostiene que “El liberalismo, como orientación de una acción política ambiciosa en sus proyecciones, que se expresa la historia de la Argentina al sancionarse la Constitución de 1853-60, y alcanza su máxima expresión durante la presidencia de Julio A. Roca, aparece en el escenario nacional con singular empuje en 1821, al ser designados secretarios de Estado del gobierno de Buenos Aires, a cargo de Martín Rodríguez, Bernardino Rivadavia y Manuel José García”. V. Sierra. Op. Cit. Tomo VII. Pg. 340.

[30] Un liberal como José Luis Romero reconoce al respecto que “…fue preocupación de la oligarquía el realizar los ideales liberales en el campo de la organización jurídica y estatal. Había que modificar  -continúa- la fisonomía colonial del Estado y modernizar sus principios jurídicos para encausarlo en la corriente de las naciones progresistas que servían de modelo a la oligarquía. Y la realización de este programa, unida al plan de renovación económica, puso de relieve cuál era el sentimiento que movía a los hombres de 1889, cuya sola claudicación frente a la tradición liberal fue su escepticismo respecto a las masas populares que comenzaban a constituirse en el país”. Ver José L. Romero. Las ideas políticas en Argentina. Pg. 187. Ed. FCE. México 1969.

[31] Por poner un ejemplo de ese influjo, señalemos cómo Vicente F. López, por citar un caso, entiende el espíritu del periodo inaugurado por Rivadavia. Así nos dice que “Florecía en Buenos Aires, con rara animación, los propósitos progresivos. La intensión de llevar adelante una reforma completa en las leyes, en los hábitos y en los establecimientos que nos había dejado el régimen colonial, eran un común anhelo en las clases cultas: no sólo en lo político, sino en lo administrativo, porque ese anhelo –escribe con romántica pluma-, por su misma exuberancia, buscaba también con avidez juvenil los encantos de las artes, de las letras, de la poesía y de la música sobre todo”. Cf. V. López. Historia de la República Argentina. Tomo V. Pg. 11. Ed. Sopena. 1949.

[32] “No vieron en el pasado pábulo e incitación sino lastre, y en elección de la lengua por usar cada cual eligió la de sus gustos pero en materia económica prevaleció el sometimiento a los intereses británicos”. Cf. Vicente Sierra. Op. Cit. Tomo VII. Pg. 345.

[33] Ídem. Pg. 343

[34] Ídem. Pg. 340.

[35] Es algo controvertida la figura de Alberdi en orden a su pensamiento y a su acción político-intelectual en la configuración constitucional de nuestra nación, sin embargo, en resumidas cuentas, considero por mi parte que su mejor semblante lo expuso en pocas líneas José Luis Torres en su libro La oligarquía maléfica. Vicente Sierra en el tomo VIII de su obra que venimos citando, páginas 436-442, adhiere al juicio de José María Rosa, quien a su vez sostuvo que Alberdi hizo “historicismo sin historia; patriotismo sin patria”; a lo que agrega Sierra que “la evolución posterior de su pensamiento confirmó plenamente este juicio cuando se lo vio hacer nacionalismo sin nación”. Así concluye su apreciación del autor de Las Bases diciendo que “desgraciadamente aquella inteligencia teórica carecía de solidez (…)”, y que incluso que “la ideología le había envenenado el entendimiento “.

[36] “(…) Rivadavia no ocultó su deseo de fomentar corrientes migratorias de pueblos extraños y hasta opuestos a la idiosincrasia del país, para terminar con ésta; y no otro propósito animó la lucha contra la Iglesia que fue a desembocar en la reforma religiosa, etapa previa para dar en el tratado anglo-argentino de 1825, hazaña de la diplomacia británica que se trató de afirmar con la Constitución unitaria de 1826, hecha a medida de las exigencias del expansionismo económico que esa diplomacia supo defender con sorprendente habilidad y singular ceguera de los liberales argentinos”. V. Sierra. Ídem. Pg. 349.

[37] A este respecto José Luis Busaniche señala que “En el lenguaje adoptado por cierta Historiografía, la susodicha batalla –la de Monte Caseros- es el sol después de una lóbrega noche de veinte años, el triunfo de la virtud sobre el crimen, (…) A un despotismo de caciques, había sucedido había sucedido en todo su esplendor, como consecuencia de Caseros, el régimen de libertades, representativo, republicano, federal, con una constitución superior a su modelo del norte (…). Y sin embargo continúa Busaniche – la historia misma nos enseña que estas mutaciones teatrales no se dan en ningún proceso social; que entre la historia escrita por los vencedores como apología del hecho consumado y la que puede elaborarse y reconstruirse honradamente con testimonios del pasado, existe diferencia fundamental, por lo pronto la que media entre la realidad y la ficción. Y es el caso que la historiografía dominante se ha valido de artificios (mayormente de ocultación) para dar apariencia de lógica y natural metamorfosis a lo que no fue sino transición dura y desgarrante en que no salió muy bien parada la soberanía de la Nación”. Ver. J. L. Busaniche. Historia argentina. Pg. 634-635. Ed. Solar. Bs. As. 1984.

[38] “Aquella tradicional libertad, de cuño cristiano y de temple hispano, fue suplantada por la anticristiana y antiargentina de factura masónica y de procedencia francesa –e inglesa agrego- la que tantas desgracias ha causado a la patria desde aquellos días de la apostasía nacional”. Furlong. Op. Cit. Pg. 112.

[39] Arturo Sampay expresa bien este carácter quasi privativo de la ideología factura de la modernidad: “como necesariamente, en toda inmanentización de la vida, lo económico -que es el factor decisivo del bienestar material- se convierte en el móvil de lo humano, el hombre moderno se conformó de acuerdo al prototipo básico del homo economicus, y saturó y estilizó su vida con el sentido del valor utilidad. Fue totalmente informado por el espíritu de terrenalidad y mundanidad, (…), por el predominio de lo material, por la calculabilización del modo de vivir en el mundo (…), por la exasperación individual del lucro”. Cf. A. Sampay. La crisis del Estado… pg. 63-64.

[40] Dice Arturo Sampay: “Y la Constitución de 1853, con la concesión de las libertades económicas y garantías excepcionales al capital extranjero, fue la puerta abierta por donde penetró el imperialismo. De aquí que a partir de la octava década del siglo XIX el país experimentó un rápido desarrollo, pero mutilado, parcial, complementario como productor agrícola-ganadero de la economía europea, en especial de la inglesa”. Ver Arturo Sampay. ¿Qué Constitución tiene la Argentina y cuál debe tener?”.   

[41] Op. Cit. 347.

[42] Así define Vicente Sierra al carácter imitativo del ideologismo de aquellos primeros liberales, merece la extensión reproducir las palabras de Sierra: “ (…) el ideologismo de los primeros liberales argentinos  – -nos dice- careció de toda base doctrinaria, de todo conocimiento histórico, de toda capacidad de comprensión; porque no fue sino resultado de un fenómeno simiesco de imitación, afán de estar a la moda, o sea expresión de superficial exterioridad y angustiosa consecuencia de un deleznable sentimiento contra lo pretérito, que no se apoyaba en ningún razonamiento, sino en repetir las consignas de un iluminismo trasnochado. Aldeanismo y no cultura –agrega-; plagio y no ilustración, características que alcanzaron su más resonante expresión en 1822, y en la flamante Universidad de Buenos Aires (…)”. Cf. Op. Cit. Tomo VII. Pg. 351.

[43] Op. Cit. Pg. 354.

[44] En este sentido Fermín Chávez en la obra que venimos citando apunta que “Sarmiento invirtió el concepto griego de barbarie, había declarado como bárbaro todo lo americano y vernáculo (…)”.  Agregando que “por estar el concepto de ‘barbarie’ en la médula de la ideología iluminista, tiene que ver con nuestra dependencia”.

[45] El dogma iluminista “El ‘España centro de tinieblas’ -nos dice F. Chávez – iba a ser transferido, con exacta coherencia, a lo hispánico rioplatense, representado por el pueblo criollo y gaucho y por sus caudillos o jefes naturales”.

[46] “En los países dependientes quizás es más claro el condicionamiento e institucionalización política de la ciencia, pero el análisis de esta situación para su funcionamiento es arduo, pues se liga, por una parte, con la dependencia económica, productiva y tecnológica, y por otra, con la dependencia cultural y la colonización pedagógica”. Amelia Podetti. Op. Cit. Pg. 20.

[47] Ver el prólogo de José M. Rosa a la obra de Adolfo Saldías Historia de la Confederación Argentina. Tomo I. Pg. XII. Ed.

Fuente: Revista Punzó

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