Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. En el siguiente artículo titulado “El federalismo no es un cupo”, Julieta Gaztañaga, se mete con una parte de los que en estas páginas definimos como federalismo positivo o negativo; o bien popular o conservador. Lea, ella lo explica mejor.
El Editor Federal
En la Argentina el término federalismo siempre es una arena de disputas, y mucho más en los momentos electorales. En esos momentos, candidatos, militantes, empresarios, sindicalistas, comentaristas y tertulianos de medios gráficos, radiales y televisivos parecen adquirir –o recuperar, según sea el caso– un interés especial por el concepto –el uso del plural masculino es adrede: lo público en general y el federalismo en particular suelen ser mayormente cosa de hombres, imagino que debido a su orientación obsesivamente fiscal y marcial o de trinchera.
Los signos más visibles del federalismo son las provincias –interior igual federalismo, inexplicable– y la coparticipación federal de impuestos –platita y porciones de torta–; los menos visibles, los pactos fiscales –provincias entre sí y con la nación– y las reformas constitucionales –las normas son contingentes. Por supuesto, el federalismo también se invoca para denunciar asimetrías entre las unidades subnacionales y regionales –no sólo decisionales y económicas, sino culturales e identitarias–; las relaciones intergubernamentales desiguales –la política siempre es local–; el fundamento cuasi religioso de los deseos y designios estatales; el funcionamiento diario de burocracias públicas y privadas –dónde atiende Dios y dónde hay sucursales del sacramento–; y un vasto conjunto de propuestas y proyectos tributarios, administrativos e institucionales, incluyendo los amuletos federales de descentralización, reforma, flexibilización y transferencia, tan a la moda desde la década de 1990.
Si la politización explícita de un término obviamente político nos lleva a la representación del federalismo como si fuera un fruto mítico, para investigadores, analistas políticos y especialistas del comentario revisionista ese fruto está indefectiblemente podrido. Esto se viene sintiendo desde la reconfiguración neoliberal del papel, la naturaleza y el alcance del Estado.
Las caracterizaciones autopercibidas “eruditas” del federalismo argentino son especialmente tristes y se orientan –nunca no lo hacen– hacia los problemas que lo acosan. Por ejemplo, en un trabajo reciente sobre el federalismo del siglo XXI, estudiosos del campo de la ciencia política y de la economía política lo describen como un ordenamiento territorial multinivel que produce distorsiones económicas, políticas y sociales.
Los problemas que acosan al federalismo aparecen como producto de la operatoria de tres mecanismos: algo denominado desbalance fiscal vertical –la irresponsabilidad de gastar muchos más recursos que los ingresos públicos subnacionales que son capaces de recolectar; la siempre mal calificada sobrerrepresentación legislativa –la desproporción entre cantidad de habitantes, riqueza relativa y bancas en el Congreso, lo cual, dicen, no solamente genera desequilibrios en la asignación de recursos federales, sino que fomenta una política coalicional irresponsable, así como injusticias en las presiones tributarias y los beneficios de los ciudadanos; y finalmente, el llamado “rentismo” –un concepto lo suficientemente controversial como para referir a las transferencias federales en términos de “renta” que reciben las provincias del gobierno nacional.
El federalismo profundiza esas desigualdades, pero, sobre todo, prolonga las patologías que supimos conseguir: movimientos inflacionarios, déficits crónicos, patronazgo, clientelismo, compra de votos, políticas territoriales cuasi-feudales, dinastías políticas, dictaduras locales, caudillos y esas cosas que –dicen sin decir– les gustan a los pobres.
Por supuesto, podríamos preguntar en qué universo social no existen distorsiones entre teoría y realidad, o por qué la realidad debiera ajustarse a la teoría. Pero, con caridad interpretativa, mejor dejemos esa discusión epistemológica en suspenso y concentrémonos en lo que hay detrás de estos diagnósticos.
Lo llamativo es que, más allá de la diferencia de enfoques, haya una conclusión compartida entre los académicos: todo mal. Porque, además de una “democracia fallida”, un “país inviable” y una “tierra de chorros” –en lo mejor por cultura, en lo peor por sangre o genética, como si algo así existiera–, resulta que mantenemos al sistema federal como cheque en blanco para la política más nefasta y vil.
Es una lectura trágica de la realidad que se apoya en una metafísica de la naturaleza humana como esencialmente siniestra, malvada y egoísta. Una lectura que no cree que la política sea el arte de lo posible, sino el arte del toma-y-daca de la calculadora. Y como si eso fuera poco, le dan letra a los que odian a este país. Porque hay, de fondo, una conclusión tácita: si “cambian” los que gobiernan, el federalismo podría mejorar, y hasta funcionar: sería posible sanearlo –¿con un higienismo de medicamentos vencidos o recortes al sistema? De lo contrario, jamás seremos buenos ni civilizados.
Voy a decirlo sin tapujos: la divulgata – ¿elitista? ¿maliciosa? ¿antipopular? – del federalismo como patología no es política: es economicista y es irracional. Viene en combos promocionales con frases superadoras extraídas del pasado y eufemismos de tripular naves en altamar, en boca de gente que aborrece las tripulaciones.
Se sostiene con las antinomias de siempre: el puerto y el interior; la capital y las provincias; el centro y la periferia; orden y anarquía; federación y confederación; unitarios y federales; civilización y barbarie. Y presenta así un sistema caprichoso que adora las categorías clasistas y racializadas –que no viene al caso repetir, para no hacerles más propaganda – que miran desesperadamente hacia atrás y lloran herida toda jerarquía autoritaria.
¿Podemos establecer algunos criterios para diferenciar a las hermenéuticas del federalismo? Porque la paja y el trigo no son lo mismo. Las voy a agrupar en dos grandes grupos, de un modo bastante esquemático –la realidad es más porosa y cambiante– con el fin de identificarlas. Por un lado, las derechas –especialmente la neoconservadora– utilizan la retórica federal como modo de hablar de otras instituciones. Por lo general, se trata de fortalecer a las republicanas en detrimento de las democráticas. Estos clamores usualmente se ubican dentro de repertorios y proyectos más amplios destinados a que la riqueza de unos pocos chorree sobre todos los demás –entiendo que esto puede ser una caricatura burda de mi parte, pero así de simple parece ser a veces la interpretación de los postulados de la ilustración escocesa.
Esta hermenéutica no aboga explícitamente por el fin de las intervenciones fiscales del Estado nacional. Tampoco se interesa demasiado por el ideal predominante, si el ideal es el de barrer con todo e implantar un sistema unitario y jerárquico, o si es el de un federalismo con un centro fuerte à la estadounidense –sea el planteo hamiltoniano de respetar las autonomías fortaleciendo el poder central, o el jeffersoniano que fomenta el autogobierno. Lo que se defiende es un sistema más descentralizado que federal, basado en la justicia del cálculo y las porciones “meritocráticas”.
En criollo se vocifera que las provincias ricas dejen de financiar el despilfarro de las pobres –hay, por supuesto, contradicciones, ya que en la práctica se busca modificar sustancialmente las transferencias federales a través de judicializaciones y mecanismos discrecionales de los poderes ejecutivos, lo que va en detrimento de la democracia y del propio republicanismo.
Por otro lado, los centros y las izquierdas apelan a una noción ética y moralizada de la solidaridad interjurisdiccional. La clave son las doctrinas que legislan las bondades redistributivas del buen gobierno y la importancia –material y simbólica– del sistema federal argentino para mitigar la desigualdad social territorial.
En resumidas cuentas, lo que querían los caudillos –algunos, bueno, quizá muy pocos– “del interior” cuando enfrentaban al puerto de Buenos Aires –en su avara tradición de monopolizar el comercio y la piratería. En esta interpretación el federalismo se relaciona estrechamente con la praxis de la soberanía, y es el antídoto a la injusticia y la desigualdad. Las medidas federales no buscan solamente corregir esas arbitrariedades del presidencialismo, sino también producir medidas positivas, como políticas federales multisectoriales.
Ambas hermenéuticas a veces se sacan chispas, tal como ocurre en el caso de la Ciudad Buenos Aires, cuyo gobierno volvió a presentarse ante la Corte Suprema de Justicia con un pedido de embargo de las cuentas del Banco de la Nación. En nombre del federalismo, el pedido se debía al incumplimiento del fallo que ordenó reintegrar el 2,95% de la masa de impuestos coparticipables que la gestión actual del gobierno nacional suspendió en 2020 en favor de la Provincia de Buenos Aires. En nombre del federalismo, también, los denunciados denunciaron que los denunciantes estaban judicializando un decreto presidencial por medio del cual la gestión de Mauricio Macri en el año 2016 elevó de manera ilegítima el porcentual de la coparticipación de la CABA de 1,40% a 3,75%.
Hay un problema de fondo debido a la disparidad constitutiva que (des)vertebra a nuestro país. Se trata del riesgo de reducir al federalismo a una cuestión de “cupo”. Esto no solamente conlleva rencores y enojos que tiñen de amarillismo al ordenamiento territorial multinivel. También fortalece la ley de la violencia y del atropello, más que la de la elección racional y del ábaco tecnocrático sine ira et studio.
Curiosamente o no, pareciera que el federalismo argentino está diseñado para siempre adolescer (sic). Como si existiera en una eterna juventud irresponsable, de gastos caprichosos y gustos kitsch suntuosos. Un problema que –en otras coordenadas históricas del gusto y la ética– sufría allá por 1824, cuando se configuraron como contrincantes los partidos Unitario y Federal. Dos programas políticos diferentes, empero, con un ideario económico compartido acerca de cuál debía ser la matriz productiva del país. No quiero con esto decir que las hermenéuticas actuales promuevan el mismo proyecto económico. Pero cabe hacernos la pregunta, porque de mucho de eso dependen la justicia territorial y la capacidad redistributiva del Estado, de un estado federal.
Las antropólogas y los antropólogos aborrecemos la patologización. Quizás sea un exceso de funcionalismo: si algo existe es porque tiene un rol. Esta “función” puede ser incluso la falta de consenso para reformar la ley de coparticipación federal. Siempre recuerdo las palabras de un alto funcionario del CFI, hace varios años, que por mi insistencia con el tema me dijo: no hay blancos y negros, es un sistema que coexiste con otros mecanismos de distribución, y así como están las cosas beneficia a muchos. O quizás las y los antropólogos tenemos un exceso de desconfianza en las teorías formales abstractas y un exceso de confianza en la “teoría nativa” –en lo que la gente dice, hace y dice acerca de lo que hace.
Sea lo que fuere, la gente en todas partes tiene ideales, ambición y presiones, y navega problemas, presiones, ambiciones y compromisos entre la coyuntura y la estructura. La obra pública de infraestructura es un caso paradigmático. Cualquier persona que estudie su desarrollo sabe que lo más difícil de explicar es la decisión política.
Nadie podría dudar de que atravesamos momentos turbulentos. Muchas personas llaman a esta turbulencia la prueba irrefutable de que está todo mal y que somos un país inviable. Sin embargo, no hay que confundir cambio y transformación. Las apelaciones contemporáneas y futuras al federalismo requieren de ser enmarcadas en una concepción viable del orden territorial con las mayorías adentro. Es la valorización de las socioeconomías regionales; el crecimiento del empleo de la mano del entramado productivo; la ampliación y la mejora de la infraestructura pública; la provisión eficiente y equitativa de servicios sociales, como salud y educación; la fiscalización impositiva adecuada; y el impulso al comercio internacional de una matriz diversificada.
Lo que es inadmisible es que, por arte de magia y necesidad, el federalismo, un valor político, se vuelva una cosa, se cosifique. Y más especialmente, cuando no se vuelve cualquier cosa, sino una cosa que funciona como el dinero.
La capacidad más asombrosa y terrible del dinero es transformar la moral en aritmética. Esta transformación entraña violencia y cuantificación, porque obliga a especificar numéricamente cosas que no tienen un valor numérico. La matematización del federalismo opera cuando la realidad última es un cupo y la cooperación territorial se deja de lado con arrogancia.
El único espacio donde no hay alternativas es en la negación, cuando decidimos que está todo mal. Todo lo demás, es arremangarse y laburar.
*Doctora en antropología de la UBA, investigadora del CONICET.
Fuente: Revista Movimiento