Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. El periodista e historiador sanjuanino Elio Salcedo, publicó recientemente un artículo titulado “Érase una vez un país llamado Argentina. La recuperación de la conciencia nacional perdida”. Recomendamos su lectura.
El Editor Federal
El vértigo que adquiere aquella profecía del liberalismo de los años ´90 en cuanto al fin de la historia, parece hacerse realidad en la Argentina de nuestros días, al menos por las medidas anunciadas y puestas en marcha, que apuntan lisa y llanamente a la extinción, liquidación y/o disolución del país que supimos construir no sin luchas, y con mucho sudor y sangre argentinos, durante nuestros singulares doscientos años de existencia nacional.
Si hacemos un poco de historia -antes que un nuevo DNU la elimine por decreto-, y mientras nos preparamos para una nueva lucha nacional contra los admiradores de Margaret Tatcher, que quieren extinguirnos como sociedad y como Nación para convertirnos en Mercado de Esclavos a la usanza anglosajona, rememoremos cómo fue que dimos en llamarnos argentinos, como ejercicio imprescindible para reconocer quiénes somos y de dónde venimos, aunque estemos a punto de subir al patíbulo que nos convertirá en un recuerdo…, o que, en su defecto, nos hará tomar conciencia de adónde hemos llegado por nuestro descuido, indiferencia, omisiones o errores…
La palabra que hoy nos identifica como “Nación”, señala Diego Valenzuela en “Enigmas de la historia argentina”, “aparece por primera vez en un poema del año 1602”, si bien, lejos está ese hecho de “remitir a lo que actualmente entendemos por Argentina”, entre otras razones, porque como decía Jorge Abelardo Ramos fuimos argentinos porque fracasamos en el intento de ser latinoamericanos.
En verdad, como admite Valenzuela, más allá de que no está de acuerdo con “desempolvar la historia” -dada su posición en contra del revisionismo histórico-, “entre 1810 y 1825, con excepción de Buenos Aires, casi no aparece el vocablo Argentina, porque prevalece la identidad americana”. En efecto, “durante largo tiempo, los habitantes del Río de la Plata se identificaron como americanos, o por la patria local (orientales, altoperuanos, salteños, cordobeses o cuyanos), pero nunca como argentinos”. Es más, según la historiadora Nora Souto de la UBA, citada por Valenzuela, “lo que sí aparecía, sobre todo en la prensa de Buenos Aires en la época colonial, era la sinonimia entre porteño y argentino”, más si se entiende que el término deriva de argentum -palabra latina que remite al metal plata-, en clara alusión al Río de la Plata, río que, con su “puerta mirando al extranjero”, solo baña las playas de Buenos Aires.
Cabría preguntarnos si tal situación no arraigó de tal manera en las clases dominantes argentinas y en la oligarquía porteña en particular (asociada desde su nacimiento al comercio y el interés extranjero y nunca al interés nacional, aparte de su ideal exclusivamente metálico), que desde entonces hasta hoy – sin solución de continuidad -¡otra que nueva o innovadora!-, al ampliar el nombre de su río a todo el territorio nacional, creyó, y aún cree, que la Argentina es su propiedad privada, con omisión de lo que piensan, sienten o padecen (por culpa de ella) los mismos argentinos que, como decía por estos días en los medios de comunicación un obrero que votó a Milei, esperaban un cambio, “pero no este cambio” contra los propios argentinos.
El recuerdo de aquel 10 de mayo de 1602, cuando el nombre de “Argentina” apareció por primera vez en el poema de Martín del Barco Centenera, resulta propicio para reflexionar sobre lo que fuimos y somos, pero también sobre lo que queremos ser o seguir siendo, que en estas circunstancias no es un dilema insubstancial: está en juego nuestra propia existencia y destino como sociedad nacional y como individuos.
La gran encrucijada
El tiempo transcurrido sin resolver esa cuestión de fondo entre ser o no ser una Nación, ser simplemente un país, o ser nada más que una factoría, mercado y/o colonia de los poderes políticos, financieros y económicos extranjeros y sus socios nativos, explica por qué hoy estamos en semejante encrucijada.
El propio general José de San Martín, después de intentar volver a la Patria (1828), antes de embarcarse nuevamente para su exilio definitivo, y consciente de la existencia de dos proyectos de país que se excluían (y aún se excluyen) uno al otro, planteaba ese dilema en su correspondencia, al ver cómo se desenvolvía ya por entonces la guerra civil argentina.
En carta del 5 de abril de 1829 dirigida desde Montevideo a su compañero de armas y querido amigo Bernardo O´Higgins, con un realismo político que las nuevas generaciones desconocen, el general San Martín planteaba: “Igualmente conviene que para que el país pueda existir, es de absoluta necesidad que uno de los dos partidos desaparezca, por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública”. Tal como están planteadas las cosas por la actual administración, no parece haber alternativa.
En otra carta del 4 de enero de 1830 dirigida a su amigo Vicente López y Planes (autor del Himno Nacional en la Asamblea del Año XIII en la que fue diputado y más tarde gobernador de Buenos Aires con Urquiza), San Martín coincide con su amigo, dando fundamento a su criterio político: “Convengo con usted en que el incremento que han tomado las discordias en Buenos Aires tienen su base en la revolución y contrarrevolución”. En carta anterior, el diputado, escritor y político bonaerense le decía al Libertador de medio continente: “No veo en este fenómeno más que revolución y contrarrevolución. La revolución consagró como principio el patriotismo, sobre todo; la contrarrevolución, sin atreverse a excluir este principio (al menos en su discurso), de hecho, lo miró con mal ojo y dijo, solo habilidad o riqueza. Al final se impuso el principio de la habilidad y la riqueza con algunas capacidades contrarrevolucionarias a la cabeza: léase Rivadavia, Agüero, Del Carril, Varela, Castro…”, todos prominentes unitarios y liberales probritánicos de su época.
A propósito de revoluciones y contrarrevoluciones, donde también había dos proyectos excluyentes de Nación, era en Estados Unidos de Norteamérica, que resolvió ese dilema a través de la Guerra de Secesión entre 1861 y 1865, guerra civil entre el Norte industrialista, proteccionista, unionista y anti esclavista, y el Sur anti industrialista, solamente productor de materias primarias exportables, pro británico, secesionista y esclavista, que fue derrotado duramente, permitiendo el desarrollo industrial norteamericano y su conversión en primera potencia mundial, luego desembozadamente imperialista.
En ese sentido, se preguntaba el incansable argentino latinoamericanista Manuel Ugarte a principios del siglo XX, aludiendo a la etapa revolucionaria y progresista de la burguesía industrial norteamericana: “Si la América del Norte, después del empuje de 1776 (independencia de EE.UU.), hubiera sancionado la dispersión de sus fragmentos para formar repúblicas independientes… ¿comprobaríamos el proceso inverosímil que es la distintiva de los yanquis…?”. No hay duda de que “lo que lo ha facilitado -se respondía Ugarte- es la unión de las trece jurisdicciones coloniales que estaban lejos de presentar la homogeneidad que advertimos entre las que se separaron de España. Este es el punto de arranque de la superioridad anglosajona en el Nuevo Mundo”.
Acaso, nos preguntamos, si Massachusetts, Connecticut, Nueva York, Pensilvania, Nueva Jersey, Virginia, Carolina del Norte y del Sur y Georgia, entre otras, emancipadas del imperio británico, se hubieran constituido en “naciones” (Estados independientes unos de otros), sin la derrota del proyecto primario de la oligarquía sureña, ¿se hubiere verificado el gran desarrollo norteamericano?
Ese era el proyecto americano de Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O´Higgins y Gervasio Artigas, antes de que las Provincias Unidas del Río de la Plata (hoy Argentina, Bolivia y Uruguay), Paraguay, Chile, México y los Estados caribeños y del centro y sur americanos se separaran y crearan sendas “Naciones”, constituyendo los Estados Desunidos de Nuestra América y convirtiendo a cada Estado en soledad y aislamiento (sujeto a su debilidad intrínseca) en una “Nación” inviable y “dominable”.
Aún antes de su muerte en 1830, el grancolombiano insistía en esa idea contra la indiferencia porteña y de las oligarquías agroexportadoras, separatistas y probritánicas: “Una federación… más estrecha que la de Estados Unidos”, “la más perfecta unidad posible bajo una forma federal”, porque ello era, y sigue siendo, absolutamente imprescindible “a los intereses de América”, nuestra grande y común Patria y/o Nación nuestro-americana.
Es la coincidencia y complicidad con esos intereses disolventes, separatistas, anti industrialistas y entregador de nuestras riquezas y recursos naturales (solo productor de materias primas exportables) el fundamento de este gobierno para negarse a proseguir y profundizar -como corresponde a nuestros intereses nacionales- las buenas relaciones con Brasil y con América Latina, y a esa gran oportunidad estratégica de integrar el bloque de países emergentes (ya constituido como BRICS 10 sin la Argentina), no atados al proyecto hegemónico del imperialismo anglosajón que usurpa nuestras Malvinas y amenaza el territorio nacional y el bienestar de los argentinos, las empresas públicas, los recursos naturales, el Mar Argentino y la Antártida Argentina, arrasando a su paso todo lo construido durante nuestro glorioso pasado reciente y más lejano, quitándonos con ello -sin que debamos admitirlo-, nuestro presente y nuestro futuro.
El proyecto de los padres de la Patria está a punto de sucumbir definitivamente y quedar arrasado sin alternativas por los nuevos partidarios del colonialismo y la contrarrevolución. O acaso “¿no lo veis devorando cual fieras todo pueblo que logran rendir?” (Himno de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Asamblea del Año XIII). Es hora de asumir nuevamente la defensa de nuestra soberanía integral, en emergencia máxima.
Fuente: Revista Patria Grande