Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Hace unos meses, se cumplieron 110 años de la enunciación de la Doctrina Drago. La misma representa uno de los hitos y antecedentes en la diplomacia internacional impulsados y determinados por Argentina. Adjuntamos uno de los documentos principales donde se realiza el planteo. El trabajo no lo hicimos nosotros, sino que fue levantado del portal de difusión del historiador Felipe Pigna
El Editor Federal
Presionadas por entidades privadas y ahorristas acreedores, el 9 de diciembre de 1902, Inglaterra, Alemania e Italia intervinieron en Venezuela, invocando para ello que el país sudamericano se había atrasado en los servicios de la deuda pública. Los países europeos bloquearon los puertos, los bombardearon e inutilizaron algunos buques.
Estas acciones tenían el visto bueno del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, quien se aseguró, no obstante, de que no hubiera invasión territorial. Sin embargo, esta acción constituía una violación flagrante de la Doctrina Monroe, principio establecido en 1823 por el presidente norteamericano James Monroe, que prohibía cualquier intervención europea contra las repúblicas americanas. La desatención de Roosevelt alarmó a los países sudamericanos, que lo consideraron un peligroso antecedente.
Al conocer dicha situación, con la aprobación del presidente Julio A. Roca y tras fracasar intentos de mediación conjunta con Chile y Brasil, el entonces ministro de Relaciones Exteriores argentino, Dr. Luis María Drago, envió el 29 de diciembre de 1902 una nota al ministro argentino en Washington, Martín García Merou, para que éste la presentara ante el gobierno norteamericano.
A continuación transcribimos la célebre protesta de Drago, que sentó las bases de la doctrina que lleva su nombre. En ella, el entonces ministro de Relaciones Exteriores argentino señalaba que “el capitalista que suministra su dinero a un Estado extranjero tiene siempre en cuenta cuáles son los recursos del país en que van a actuar y la mayor o menor probabilidad de que los compromisos contraídos se cumplan sin tropiezo”. Teniendo estas previsiones -sostenía Drago- “el acreedor sabe que contrata con una entidad soberana, y es condición inherente a toda soberanía que no puedan iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra ella”.
Además, advertía sobre los peligros que por entonces acechaban a los países de América Latina ante el expansionismo de algunas potencias europeas: “En los últimos tiempos se ha observado una tendencia marcada en los publicistas y en las manifestaciones diversas de la opinión europea, que señalan estos países como campo adecuado para las futuras expansiones territoriales”.
Y se refería a las intervenciones financieras como el método más sencillo utilizado para deponer a las autoridades locales: “La tendencia humana expansiva, caldeada así por las sugestiones de la opinión y de la prensa, puede, en cualquier momento, tomar una dirección agresiva, aun contra la voluntad de las actuales clases gobernantes. Y no se negará que el camino más sencillo para las apropiaciones y la fácil suplantación de las autoridades locales por los gobiernos europeos, es precisamente el de las intervenciones financieras, como con muchos ejemplos podría demostrarse”.
El Documento
“Señor ministro:
He recibido el telegrama de V. E., fecha 20 del corriente, relativo a los sucesos últimamente ocurridos entre el gobierno de la República de Venezuela y los de la Gran Bretaña y la Alemania.
Según los informes de V. E., el origen del conflicto debe atribuirse en parte a perjuicios sufridos por súbditos de las naciones reclamantes durante las revoluciones y guerras que recientemente han tenido lugar en el territorio de aquella República y en parte también a que ciertos servicios de la deuda externa del Estado no han sido satisfechos en la oportunidad debida.
Prescindiendo del primer género de reclamaciones, para cuya adecuada apreciación habría que atender siempre a las leyes de los respectivos países, este gobierno ha estimado de oportunidad transmitir a V. E. algunas consideraciones relativas al cobro compulsivo de la deuda pública, tales como las han sugerido los hechos ocurridos.
Desde luego se advierte, a este respecto, que el capitalista que suministra su dinero a un Estado extranjero, tiene siempre en cuenta cuáles son los recursos del país en que va a actuar y la mayor o menor probabilidad de que los compromisos contraídos se cumplan sin tropiezo.
Todos los gobiernos gozan, por ello, de diferente crédito, según su grado de civilización y cultura y su conducta en los negocios, y estas circunstancias se miden y se pesan antes de contraer ningún empréstito, haciendo más o menos onerosas sus condiciones, con arreglo a los datos precisos que en ese sentido tienen perfectamente registrados los banqueros.
Luego, el acreedor sabe que contrata con una entidad soberana y es condición inherente de toda soberanía que no pueda iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra ella, ya que ese modo de cobro comprometería su existencia misma, haciendo desaparecer la independencia y la acción del respectivo gobierno.
Entre los principios fundamentales del derecho público internacional que la humanidad ha consagrado, es uno de los más preciosos el que determina que todos los Estados, cualquiera que sea la fuerza de que dispongan, son entidades de derecho, perfectamente iguales entre sí y recíprocamente acreedoras por ello a las mismas consideraciones y respeto.
El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, puede y debe ser hecha por la Nación, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad soberana, pero el cobro compulsivo e inmediato, en un momento dado, por medio de la fuerza, no traería otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la absorción de su gobierno, con todas las facultades que le son inherentes, por los fuertes de la Tierra. Otros son los principios proclamados en este continente de América. Los contratos entre una nación y los individuos particulares son obligatorios según la conciencia del soberano, y no pueden ser objeto de fuerza compulsiva, decía el ilustre Hamilton. No confieren derecho alguno de acción fuera de la voluntad soberana.
Los Estados Unidos han ido muy lejos en ese sentido. La enmienda undécima de su Constitución estableció, en efecto, con el asentimiento unánime del pueblo, que el poder judicial de la nación no se extiende a ningún pleito de ley o de equidad seguido contra uno de los Estados Unidos por ciudadanos de otro Estado, o por ciudadanos o súbditos de un Estado extranjero. La República Argentina ha hecho demandables a sus provincias y aún ha consagrado el principio de que la Nación misma pueda ser llevada a juicio ante la Suprema Corte por los contratos que celebra con los particulares.
Lo que no ha establecido, lo que no podría de ninguna manera admitir, es que, una vez determinado por sentencia el monto de lo que pudiera adeudar, se le prive de la facultad de elegir el modo y la oportunidad del pago, en el que tiene tanto o más interés que el acreedor mismo, porque en ello están comprometidos el crédito y el honor colectivos.
No es ésta de ninguna manera la defensa de la mala fe, del desorden y de la insolvencia deliberada y voluntaria. Es simplemente amparar el decoro de la entidad pública internacional que no puede ser arrastrada así a la guerra, con perjuicio de los altos fines que determinan la existencia y la libertad de las naciones.
El reconocimiento de la deuda pública, la obligación definida de pagarla no es, por otra parte, una declaración sin valor porque el cobro no pueda llevarse a la práctica por el camino de la violencia.
El Estado persiste en su capacidad de tal y más tarde o más temprano las situaciones obscuras se resuelven, crecen los recursos, las aspiraciones comunes de equidad y de justicia prevalecen y se satisfacen los más retardados compromisos.
El fallo, entonces, que declara la obligación de pagar la deuda, ya sea dictado por los tribunales del país o por los de arbitraje internacional, los cuales expresan el anhelo permanente de la justicia como fundamento de las relaciones políticas de los pueblos, constituyen un título indiscutible que no puede compararse al derecho incierto de aquel cuyos créditos no son reconocidos y se ve impulsado a apelar a la acción para que ellos le sean satisfechos. Siendo estos sentimientos de justicia, de lealtad y de honor, los que animan al pueblo argentino, y han inspirado en todo tiempo su política, V. E. comprenderá que se haya sentido alarmado al saber que la falta de pago de los servicios de la deuda pública de Venezuela se indica como una de las causas determinantes del apresamiento de su flota; del bombardeo de uno de sus puertos y del bloqueo de guerra rigurosamente establecido para sus costas. Si estos procedimientos fueran definitivamente adoptados, establecerían un precedente peligroso para la seguridad y la paz de las naciones de esta parte de América.
El cobro militar de los empréstitos supone la ocupación territorial para hacerlo efectivo, y la ocupación territorial significó la supresión o subordinación de los gobiernos locales en los países a que se extiende.
Tal situación aparece contrariando visiblemente los principios muchas veces proclamados por las naciones de América y muy particularmente la doctrina de Monroe, con tanto celo sostenida y defendida en todo tiempo por los Estados Unidos, doctrina a que la República Argentina ha adherido antes de ahora.
Dentro de los principios que enuncia el memorable mensaje de 2 de diciembre de 1828, se contienen dos grandes declaraciones que particularmente se refieren a estas repúblicas, a saber : “Los continentes americanos no podrán en adelante servir de campo para la colonización futura de las naciones europeas, y reconocida como lo ha sido la independencia de los gobiernos de América, no podrá mirarse la interposición de parte de ningún poder europeo, con el propósito de oprimirlos o controlarlos de cualquier manera, sino como la manifestación de sentimientos poco amigables para los Estados Unidos”.
La abstención de nuevos dominios coloniales en los territorios de este continente ha sido muchas veces aceptada por los hombres públicos de Inglaterra. A su simpatía puede decirse que se debió el gran éxito que la doctrina de Monroe alcanzó apenas promulgada. Pero en los últimos tiempos se ha observado una tendencia marcada en los publicistas y en las manifestaciones diversas de la opinión europea, que señalan estos países como campo adecuado para las futuras expansiones territoriales. Pensadores de la más alta jerarquía han indicado la conveniencia de orientar en esta dirección los grandes esfuerzos que las principales potencias de Europa han aplicado a la conquista de regiones estériles, con un clima inclemente, en las más apartadas latitudes del mundo. Son muchos ya los escritores europeos que designan los territorios de Sud América con sus grandes riquezas, con su ciclo feliz y su clima propicio para todas las producciones, como el teatro obligado donde las grandes potencias, que tienen ya preparadas las armas y los instrumentos de la conquista, han de disputarse el predominio en el curso de este siglo.
La tendencia humana expansiva, caldeada así por las sugestiones de la opinión y de la prensa, puede, en cualquier momento, tomar una dirección agresiva, aun contra la voluntad de las actuales clases gobernantes. Y no se negará que el camino más sencillo para las apropiaciones y la fácil suplantación de las autoridades locales por los gobiernos europeos, es precisamente el de las intervenciones financieras, como con muchos ejemplos podría demostrarse. No pretendemos de ninguna manera que las naciones sudamericanas queden, por ningún concepto, exentas de las responsabilidades de todo orden que las violaciones del derecho internacional comportan para los pueblos civilizados. No pretendemos ni podemos pretender que estos países ocupen una situación excepcional en sus relaciones con las potencias europeas, que tienen el derecho indudable de proteger a sus súbditos tan ampliamente como en cualquier otra parte del globo, contra las persecuciones o las injusticias de que pudieran ser víctimas. Lo único que la República Argentina sostiene y lo que vería con gran satisfacción consagrado con motivo de los sucesos de Venezuela, por una nación que, como los Estados Unidos, goza de tan grande autoridad y poderío, es el principio ya aceptado de que no puede haber expansión territorial europea en América, ni opresión de los pueblos de este continente, porque una desgraciada situación financiera pudiese llevar a alguno de ellos a diferir el cumplimiento de sus compromisos. En una palabra, el principio que quisiera ver reconocido, es el de que la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea.
El desprestigio y el descrédito de los Estados que dejan de satisfacer los derechos de sus legítimos acreedores trae consigo dificultades de tal magnitud que no hay necesidad de que la intervención extranjera agrave con la opresión las calamidades transitorias de la insolvencia. La República Argentina podría citar su propio ejemplo para demostrar lo innecesario de las intervenciones armadas en estos casos.
El servicio de la deuda inglesa de 1824 fue reasumido espontáneamente por ella, después de una interrupción de treinta años, ocasionada por la anarquía y las convulsiones que conmovieron profundamente el país en ese período de tiempo, y se pagaron escrupulosamente todos los atrasos y todos los intereses, sin que los acreedores hicieran gestión alguna para ello.
Más tarde una serie de acontecimientos y contrastes financieros, completamente fuera del control de sus hombres gobernantes la pusieron, por un momento, en situación de suspender de nuevo temporalmente el servicio de la deuda externa. Tuvo, empero, el propósito firme y decidido de reasumir los pagos inmediatamente que las circunstancias se lo permitieran y así lo hizo, en efecto, algún tiempo después, a costa de grandes sacrificios, pero por su propia y espontánea voluntad y sin la intervención ni las conminaciones de ninguna potencia extranjera. Y ha sido por sus procedimientos perfectamente escrupulosos, regulares y honestos, por su alto sentimiento de equidad y de justicia plenamente evidenciado, que las dificultades sufridas en vez de disminuir han acrecentado su crédito en los mercados europeos. Puede afirmarse con entera certidumbre que tan halagador resultado no se habría obtenido si los acreedores hubieran creído conveniente intervenir de un modo violento en el período de crisis de las finanzas, que así se han repuesto por su sola virtud.
No tememos ni podemos temer que se repitan circunstancias semejantes. En el momento presente no nos mueve, pues, ningún sentimiento egoísta ni buscamos el propio provecho al manifestar nuestro deseo de que la deuda pública de los Estados no sirva de motivo para una agresión militar de estos países. No abrigamos, tampoco, respecto de las naciones europeas ningún sentimiento de hostilidad. Antes por el contrario, mantenemos con todas ellas las más cordiales relaciones desde nuestra emancipación, muy particularmente con Inglaterra a la cual hemos dado recientemente la mayor prueba de la confianza que nos inspiran su justicia y su ecuanimidad, entregando a su fallo la más importante de nuestras cuestiones internacionales, que ella acaba de resolver fijando nuestros límites con Chile después de una controversia de más de sesenta años.
Sabemos que donde la Inglaterra va, la acompaña la civilización y se extienden los beneficios de la libertad política y civil. Por eso la estimamos, lo que no quiere decir que adhiriéramos con igual simpatía a su política en el caso improbable de que ella tendiera a oprimir las nacionalidades de este continente, que luchan por su progreso, que ya han vencido las dificultades mayores y triunfarán en definitiva para honor de las instituciones democráticas.
Largo es, quizás, el camino que todavía deberán recorrer las naciones sudamericanas. Pero tienen fe bastante y la suficiente energía y virtud para llegar a su desenvolvimiento pleno, apoyándose las unas en las otras.
Y es por ese sentimiento de confraternidad continental y por la fuerza que siempre deriva del apoyo moral de todo un pueblo, que me dirijo al señor Ministro, cumpliendo instrucciones del excelentísimo señor Presidente de la República, para que transmita al gobierno de los Estados Unidos nuestra manera de considerar los sucesos en cuyo desenvolvimiento ulterior va a tomar una parte tan importante, a fin de que se sirva tenerla como la expresión sincera de los sentimientos de una nación que tiene fe en su destino y la tiene en los de todo este continente, a cuya cabeza marchan los Estados Unidos, actualizando ideales y suministrando ejemplos.
Quiera el señor ministro aceptar las seguridades de mi consideración distinguida”.
La nota argentina adquirió gran resonancia como «doctrina Drago», el entonces ministro de relaciones exteriores que la firmaba, y expresó el principio del derecho de las naciones suramericanas para crecer y desarrollarse al amparo de la ley internacional. Su repercusión suscitó en todo el continente un movimiento de adhesión a sus principios y se discutió en los parlamentos y en los congresos jurídicos.
A pesar de que John Hay, Secretario de Estado de los Estados Unidos, se limitó formalmente a acusar recibo de la “Declaración Argentina” y de que el Presidente Roosevelt emitió su propia deducción sobre la doctrina Monroe, como surge de su contenido, la declaración enviada había sido cuidadosamente elaborada por la oligarquía y representaba un cambio en la política argentina, constituyendo en algunos aspectos, un acercamiento hacia los Estados Unidos en lo que era, en efecto, un corolario económico de la Doctrina Monroe y su consolidación, fue aclamada como tal por los periódicos y líderes populares de los Estados Unidos y de Argentina y finalmente, al solucionarse la crisis venezolana y no desear ninguno de los gobiernos continuar con el tema por el momento, el asunto, fue dejado de lado.
En diciembre de 1902, el gobierno alemán le pidió a Roosevelt que arbitrara su disputa con Venezuela por deudas impagas. Hay pensó que esto no era apropiado, ya que Venezuela también le debía dinero a los EE. UU., Y rápidamente hizo los arreglos para que la Corte Internacional de Arbitraje de La Haya interviniera. Hay supuestamente, mientras se estaban resolviendo los detalles finales, «Lo tengo todo arreglado. ¡Si Teddy mantendrá la boca cerrada hasta mañana al mediodía! «
La posición argentina, luego conocida como “Doctrina Drago”, no tuvo aplicación inmediata, hasta que finalmente, en 1907, a partir de la Conferencia de La Haya, foro que la aprobó, esta Doctrina, formulada por el canciller Drago, se convirtió en universal y que se ratificó, sin salvedad alguna en la Declaración de Solidaridad de Buenos Aires, realizada en 1936. Nació así la “Doctrina Drago”, que al decir de Charles Rousseau, constituye un hito trascendente en la trayectoria de la diplomacia internacional de nuestro país joven y digno, basada en la no intervención y la autodeterminación de los pueblos.
Esta prestigiosa trayectoria que por esta Doctrina, se le reconoce mundialmente a la diplomacia de la República Argentina, no era nueva, pues ya había nacido en la Conferencia de Washington del año 1889 y fue mantenida por más de un siglo de una política interamericana independiente prestigiada, entre otros, por cancilleres como Luis María Drago, Estanilao Zevallos, Honorio Pueyrredon, Carlos Saavedra Lamas, Enrique Ruiz Guiñazú y Miguel Angel Carcano.
Fuentes
Manuel Rodríguez Campos, Pedro Cunill Grau, Josefina Bernal, María Elena González y Elías Pino Iturrieta (coord.), Memoria de América Latina, Caracas, Fondo Editorial de la Facultad de Humanidades y Educación Universidad Central de Venezuela, 2002, págs.325-333.
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