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Tiemblen los Tiranos 125: Caudillos, esos héroes “despreciables”

Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Reproducimos en forma íntegra el artículo “Los caudillos en el Río de la Plata”, firmado por Facundo Di Vincenzo*. Un trabajo por demás útil que – como afirma el autor – consiste en “una exploración sobre las argumentaciones desde el campo de la historiografía academicista (liberal) y sus implicancias en la política”.

El Editor Federal

Según el Diccionario de la Real Academia Española la palabra ‘caudillo’ deriva del latín capitellíum, y era un término empleado para referirse a un cabecilla o líder político, militar o ideológico. En la historiografía oficial argentina, sin embargo, al menos hasta mediados del siglo XX la lectura hegemónica caracterizaba a los caudillos como “líderes del vandalismo y de una (idea) de federación semi bárbara, violenta e inculta” (Mitre, 1927: 263).

En Argentina, como en otros casos en el mundo, la disciplina histórica nació con el Estado. En ese sentido, como señala el historiador británico Peter Burke (1991) –pero también, y mucho antes, nuestro Ramón Doll (1934)– la historiografía fue un instrumento, una herramienta de los sectores que llegaron al poder para narrar una historia afín a sus intereses. En este punto, ¿cómo se convierte lo que han narrado unos pocos y unas pocas en la historia de todas y todos los argentinos? En otras palabras: si uno realiza una rápida investigación, encuentra que sobre el tema de los caudillos las nociones que perduraron como hegemónicas –con matices según cada caso– hasta bien entrado el siglo XX eran deudoras de las lucubraciones de un puñado de historiadores argentinos: Bartolomé Mitre, en su Historia de Belgrano y de la independencia Argentina, cinco tomos (1857); Vicente Fidel López, Historia de la República Argentina, “su origen, su revolución y su desarrollo político hasta 1852”, diez tomos (1883-1893); Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina (1881-1883); y Ricardo Levene, La anarquía de 1820 en Buenos Aires desde el punto de vista institucional (1932).

En respuesta a esa pregunta, encuentro dos operaciones simultáneas que accionaron para que ello suceda. Con relación a la primera operación, observo que los cuatro historiadores mencionados –aunque se podrían mencionar muchos más– no eran solamente historiadores, sino que eran “hombres de Estado”: presidentes, ministros, funcionarios con cargos en distintas áreas del Estado. En consecuencia, la implementación de “sus historias” era mucho más viable, realizable, ejecutable. Tomemos el caso de Bartolomé Mitre, quien al mismo tiempo que ejercía el cargo como presidente (1862-1868) fundaba en 1863 el primer Colegio Nacional, en un intento por formar una elite política ilustrada[1] bajo los preceptos de una cosmovisión –una forma de concebir “las cosas del mundo”– liberal, eurocentrista y evolucionista, en todas las provincias de la Nación.[2] Para Mitre era fundamental que en cada capital de provincia se instalaran uno o varios colegios nacionales, con el objeto de lograr orden y progreso. Sin duda el Estado nacional cumple con esta meta: en 1899 existen 18 colegios nacionales en todo el país, y algunas provincias contaban con varios de ellos.

En síntesis, su propuesta era la de implantar en el país una dirigencia política ilustrada que garantizaría, a sus ojos, la formación de buenos gobiernos: gobernantes que respetaran las leyes de la constitución republicana y liberal. En estos colegios nacionales se impartía una serie de materias: latín, gramática, geografía, literatura y, por supuesto, historia. En esta última materia los contenidos a dictar se fundaban en la historia narrada por el mismo Mitre (Herrero, 2010). Ahora bien, bajo esta concepción, propia de Mitre, tiene escaso valor la enseñanza técnica o industrial, puesto que los colegios nacionales preparan al individuo para todo tipo de actividades que requiera “esa sociedad” liberal, eurocentrista y evolucionista, pero a la vez dependiente absolutamente de los productos industriales europeos.

Por otro lado, los relatos –como han señalado pensadores, historiadores, filósofos y teólogos, desde Platón (380 AC) hasta Aníbal Quijano (1988) y Norberto Galasso (2012)– tienen efectos diferentes sobre los seres humanos, más aún si éstos no han participado de los acontecimientos que les son narrados. En otras palabras, sin la posibilidad de la transmisión por vía oral de los sucesos –de padres o madres a hijos, de abuelos a nietos– lo escrito y lo aprendido en la escuela, colegios o universidades se convierte en el único relato de los tiempos pasados.

En el caso de Argentina, entre mediados del siglo XIX e inicios del siglo XX se producen las transformaciones sociales más profundas de su historia. Tras la victoria de Buenos Aires sobre las provincias en la batalla de Pavón (1861) comenzó una fase de sistemática aniquilación de gauchos e indios, percibidos por el gobierno porteño vencedor y por la narrativa oficial como el atraso y la amenaza para un proyecto de nación. Al mismo tiempo, se motorizaba desde los hombres del Estado –presidentes, ministros, funcionarios y profesores de colegios y universidades nacionales– el reemplazo de estas poblaciones –gauchos e indios– por inmigrantes europeos. En definitiva, se cerraba el ciclo, ya que los inmigrantes eran hombres y mujeres que no habían participado de los tiempos pasados y tampoco habían tenido la posibilidad de escuchar la historia oral de quienes sí participaron de las guerras por la emancipación y las guerras civiles.

El escritor, historiador y político Jorge Abelardo Ramos, en su prólogo a la segunda edición del El Paso de los Libres (1960) de Arturo Jauretche, probablemente es quien mejor expresa este problema: “Los poetas de levita escribieron pausadamente, más tarde, la historia novelesca que les granjeó la fama buena para ellos y la mala fama para los otros. Esta distribución del prestigio fue una operación colosal, y ha perdurado en las escuelas por donde pasamos todos. La tradición oral de la historia no escrita se confinó en el interior patriarcal; pero los hijos de los inmigrantes aposentados en la región litoraleña aprendieron la historia argentina en los textos de la oligarquía triunfante. Los libros no podían confundir a los vástagos del criollaje, porque se trasmitía a ellos la versión tradicional de sus abuelos; pero a los argentinos descendientes de europeos, cuyos abuelos estaban en Europa, no les quedó más remedio que hundirse en la versión oficial del pasado. Así se produjo el divorcio entre la verdad y la letra, de acuerdo a una idea de Bloch, brillantemente parafraseada por Jauretche”.

Los años 30 como parteaguas

Si bien, como señala el historiador José Sazbón (2002), desde los primeros momentos hubo críticas a la narrativa oficial –nos recuerda que el periodista y líder político Valentín Alsina, en una aguda crítica al libro Facundo. Civilización o barbarie (1845) de Domingo Sarmiento, escribe: “Usted no se propone escribir una romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia”, descubriendo que ese libro expone “una aleación de poesía y método, de noción y figuración, de ficción o conocimiento y, en definitiva, de mito e historia”– es tras la crisis de 1930 cuando la narrativa histórica oficial definitivamente colapsa. La crisis económica produce el desplome del modelo agroexportador, y con él cae la narrativa histórica oficial, su bastón ideológico y argumentativo. En la década de 1930 los caudillos son revisitados y vuelven a tener el centro de la escena. Como señalan Mario Oporto y Nora Pagano (1993: 54), “la crisis del liberalismo agudizó la reflexión que un sector de intelectuales vinculados al nacionalismo venía realizando desde décadas atrás”. Es cierto que hacia el fin de la Primera Guerra Mundial con sus consecuencias –crisis espiritual, económica, política de la civilización occidental– ya se habían sacudido las aguas de los ámbitos de académicos y de cultura a nivel planetario. Sin embargo, en nuestro país es durante la “década infame” el momento en que comienza a surgir una multiplicación de lecturas de nuestro pasado, todas ellas críticas de la narrativa histórica liberal imperante.

Los primeros son los revisionistas, con el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, un centro dedicado a revisar la historia argentina colocando el foco en la segunda mitad del siglo XIX, momento en el cual la facción vencedora –los liberales de Buenos Aires– comenzó a narrar la historia oficial de la República Argentina. Este instituto inmediatamente se constituye como una usina para el Pensamiento Nacional, nucleando a figuras como Ernesto Palacio, Manuel Gálvez, Julio y Rodolfo Irazusta, Carlos Steffens Soler, Ricardo Font Ezcurra, Roberto de Laferrere, Alberto Ezcurra Medrano, Alberto Contreras y José María Rosa. Destaco aquí que José María Rosa meses antes había participado de la fundación de otro instituto de estudios revisionistas en la ciudad de Santa Fe: el Instituto de Estudios Federalistas. Otras agrupaciones que también realizaron una revisión y crítica de la historiografía oficial fueron el grupo de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina),[3] los escritores, poetas y ensayistas del llamado “Grupo de Boedo”,[4] los “martinfierristas”[5] y una serie de ensayistas notables del nacionalismo católico.[6] En resumen, cae el proyecto liberal, eurocéntrico y evolucionista de los sectores vinculados al llamado modelo agroexportador, y cae con él su narrativa histórica. Otras narrativas y otros proyectos aparecen y lo interpelan.

En este punto me interesa señalar que el tema de los caudillos y su estudio se va a constituir como uno de los escenarios donde se realizan las disputas. Los sectores liberales –y en este grupo incluyo a buena parte de los historiadores marxistas, o como los llamó Arturo Jauretche (1967): mitromarxistas– al menos hasta fines de los años 60 van a combatir a los estudios que buscaron resaltar a caudillos como Artigas, Rosas, López Jordán, Ramírez y Peñaloza. ¿Por qué? Por considerar que eran estudios asociados a un tipo de liderazgo que desvirtuaba el modelo de democracia que ellos pretendían imponer.

Los mitromarxistas observaban a los caudillos como en los tiempos de Mitre: a sus ojos eran la expresión de una democracia tumultuosa, aluvional, una suerte de okupas, como lo describe Julio Cortázar en su cuento Casa tomada (1946). Desde sus lecturas, Juan Domingo Perón y sus seguidores expresaban de alguna forma esas prácticas heredadas de los tiempos de los caudillos. Entonces, estudiar, investigar, indagar en estas figuras inevitablemente era para ellos una manera de preconizar al peronismo, que ellos llamaron –y llaman– populismo.

Mencionaré tan sólo algunos casos donde reputados académicos emiten juicios de valoración negativa a los liderazgos populares. El sociólogo italiano Gino Germani, en textos que van desde 1955 a 1973, como El surgimiento del peronismo: El rol de los obreros y de los migrantes internos (1980), ha sido uno de los primeros científicos y académicos en vincular a la movilización del 17 de octubre de 1945 con la irrupción de masas a las que calificaba como inorgánicas, conformadas por migrantes internos sin experiencia de organización, masa analfabeta y dócil a merced de un líder carismático –como según Germani lo fue Perón. El sociólogo –exiliado de la Italia de Benito Mussolini– poco tuvo que indagar o explorar para elaborar sus hipótesis sobre la aparición de lo que llamó “peronismo” en 1945. Más bien, como es usual en muchas de las indagaciones científicas y académicas de nuestros pagos, la hipótesis central –que es por lo general una idea personal, subjetiva e individual– es coloreada con extensas citas de autores y libros franceses, británicos y norteamericanos, o cruzada por categorías marxistas, estructuralistas o postestructuralistas. Lo cierto es que Germani no vio a Perón, sino a Mussolini. Atravesado por su historia personal, elaboró su cruzada antifascista contra la Italia de Mussolini, en Argentina y contra el peronismo.

Otros autores, no menos encumbrados, como José Luis Romero (1956) y Tulio Halperin Donghi, también hicieron lo suyo. Pocos estudiosos de sus trayectorias señalan que fueron militantes antiperonistas cercanos al Partido Socialista Argentino. En una entrevista antes de su fallecimiento, Halperin Donghi afirmaba: “Toda mi vida fue afectada por la política. Fui antiperonista casi como un destino; no es que lo eligiera. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa” (Página 12, 15-11-2014). En su texto La democracia de masas (1998), Halperin Donghi escribe: “La campaña moralizadora fue modelada sobre la que en Alemania había tenido a su servicio la elocuencia del doctor Goebbels”. En ese texto relativiza el bombardeo de la Plaza de Mayo por la Marina de Guerra, ya que no hace mención a las más de 300 víctimas civiles, sino que habla de “horas de combate”, transformando el bombardeo del centro de la Capital en un enfrentamiento entre fuerzas oficialistas y antiperonistas del Ejército.

Paradoja del tiempo quizás, los letrados de fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, modernos y posmodernos argentinos, sostuvieron lo que decían estos letrados del siglo XIX. Muchos de ellos no pueden o no quieren aceptar que el pueblo haya podido elegir, seguir y luchar con líderes populares como Peñaloza, Quiroga o Varela. Se les hace un nudo en la garganta. Se les paralizan los dedos y parece que no pueden escribir cuando se cruzan con documentos que hablan sobre la relación que existía, existe y existirá entre la política y el pueblo –o la masa de trabajadores y trabajadoras. Siguiendo a Mitre, como hace más de cien años, traducen en lenguaje liberal esta relación y hablan de manipulación, caudillismo o populismo. Para ellos, la política, la democracia, pasaban por la ciudadanía.

Ahora bien, ¿cómo era esa ciudadanía? Cuando se habla de derechos políticos durante el siglo XIX, estos autores en general se detienen en las elecciones. Estas elecciones se realizaban sin la existencia de los derechos civiles –libertad de opinión, difusión, organización y manifestación– y sin derechos sociales –educación, trabajo, salario justo, salud, jubilación, libre elección e igualdad, garantizando a todos un nivel aceptable de bienestar. En consecuencia, esas elecciones, esos derechos políticos, tenían un alcance muy limitado: estaban vacíos en su contenido, sirviendo más para justificar a los gobiernos que para representar a sus ciudadanos y ciudadanas.

Siglo XX y después…

A pesar de todo, hace menos de treinta años la historiografía académica comenzó a realizar estudios de los llamados “sectores populares”. ¿Cómo fue posible este giro? Porque tomaron la tradición de estudios populares surgida en Europa –sí, eso también lo vieron primero en Europa– con los estudios culturales de la escuela de los Annales de Lefrebe y Bloch; de la historia popular de revueltas y revoluciones en Gran Bretaña de los ingleses E.P. Thompson, Rodney Hilton y Christopher Hill; de las investigaciones del historiador francés Roland Mousnier; o de las microscópicas búsquedas del italiano Carlo Ginzburg.

El resultante fue una buena cantidad de interesantes exploraciones y estudios surgidos en la década del ochenta: hablo de los trabajos de Raúl Fradkin, Samuel Amaral, Carlos Mayo, Raúl Mandrini, Ricardo Salvatore, de algunos de sus discípulos o autores y autoras que han realizado buenos trabajos, como el caso de Diego Santilli, Sara Emilia Mata, Gabriel Di Meglio, Ana Frega, Beatriz Bragoni y Gustavo Paz. Subrayo: no se reconocen como deudores de la tradición de estudios de los sectores populares o de los caudillos desarrollados por el Revisionismo Histórico, o por la izquierda nacional, por mencionar tan sólo algunos estudios que se pasan por alto, que habían sido publicados previamente y que todo buen investigador puede encontrar. Están los libros de José Luis Alberto Herrera, La culpa mitrista. El drama del 65 (dos tomos, 1926); Luis Busaniche, Estanislao López y el federalismo del litoral (1927); Fermín Chávez, Vida y muerte de López Jordán (1957) y Vida del Chacho (1962); José María Rosa, La Guerra del Paraguay y las montoneras argentinas (1964); Roberto Zalazar, El brigadier Ferré y el unitarismo porteño (1964); Washington Reyes Abadie, Artigas y el federalismo en el Rio de la Plata (1966); Jorge Abelardo Ramos, Las masas y las lanzas, primer volumen de cinco en Revolución y contrarrevolución en la Argentina (1957); Norberto Galasso, Felipe Varela. Un caudillo latinoamericano (1975); o Hugo Chumbita, Bairoletto, prontuario y leyenda (1976), entre tantos otros. Además, hay que destacar las publicaciones del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel Rosas, que se dedicó con su Revista a diversos temas relacionados a los líderes populares entre los años 1939 y 2002. Más aquellos historiadores y historiadoras que desde lugares subalternos o espacios académicos menos posicionados realizaron sustanciosos estudios sobre el siglo XIX, mostrando otras lecturas sobre los líderes populares, como es el caso de Diego Molinari con ¡Viva Ramírez! (1938), o Alfredo Terzaga con Temas de Historia Nacional. Revolución y Federalismos, con textos del autor entre los años 1945-1974 (1995).

En pocas palabras: los nuevos historiadores mencionados, que han realizado enormes e interesantes aportes sobre el tema, no retomaron la tradición de los estudios mencionados arriba, sino que se manifiestan como seguidores de las tradiciones surgidas en las escuelas historiográfica de Francia y Gran Bretaña, con los problemas inevitables asociados a toda reproducción que me interesa señalar a continuación.

En un siglo XIX marcado por las presiones de las potencias europeas, atravesado por la conformación de un orden neocolonial –como lo señala uno de los intocables entre los académicos, como Tulio Halperin Donghi– resulta irrisorio desatender los efectos de los intereses de los imperios británico, francés u holandés sobre la política del Río de la Plata. Resulta incomprensible que no vinculen dichos intereses con las perspectivas de los líderes de las facciones en pugna, o que no se explore sobre los efectos causados en la economía de los sectores populares.

En definitiva, que no se pregunten: ¿cuánto benefició, si es que benefició, la política económica liberal propuesta por las potencias europeas a los pobladores de la región del rio de la plata? (Pratt, 2011) Y estrechamente relacionada con esta pregunta: ¿qué relación tuvieron estas transformaciones con las luchas entre los diferentes sectores durante el siglo XIX? En la mayoría de estos trabajos no se profundiza sobre la ligazón –necesaria e imprescindible– con la política económica o, peor aún, no se profundiza sobre los distintos proyectos alternativos. En consecuencia, se hace imposible ligar la política con la historia política de los pueblos y con sus economías –comercio de artesanías, circuitos económicos legales e ilegales, tenencia de la tierra, etcétera.

Por último, observo que, cuando se habla en la historiografía del pueblo, no se habla de economía o política, sino que se lo encasilla como “historia social”, “literatura criolla”, “historia de género” o “vida cotidiana” del siglo XIX. En otras palabras –quizás arrastrando la lógica progresista de diversificación que oculta o enceguece toda visión integral, geopolítica y nacional– se ponderó el estudio de temas de las minorías: mujeres, esclavos, migrantes, perseguidos. Cuando aparece el contenido político, sólo se lo menciona ligado a los proyectos de los letrados –Mitre, Sarmiento, Alberdi–, descartando los proyectos de los llamados “caudillos”.

Este desplazamiento tiene efectos terribles para la comprensión integral de los procesos históricos, ya que el apartamiento de las relaciones sociales respecto de los contextos económicos, políticos, espirituales e ideológicos en los cuales están incrustadas y a los cuales activan, termina por desencadenar en estudios abstractos, irreales, obsoletos. De alguna u otra forma expresan hasta el hartazgo la llamada “profesionalización de las disciplinas”, con sus diversificaciones y áreas, que proporcionan esquemas de respuestas autorrealizables, dado que eliminan del discurso especializado a los fenómenos que no están cubiertos por sus distintos modelos.[7]

Con más de cien años de la disciplina y a 101 de la Batalla de Cepeda, donde los caudillos de la Liga de los Pueblos Libres vencieron a los porteños, quizás sea momento de reconocer que la historiografía académica tiene una tradición que ha afectado los modos de explorar, de investigar o –como nos gusta decir a los historiadores– de “hacer historia”. Encuentro la necesidad –más bien la urgencia– de reconocer su trayectoria liberal y eurosituada, que ha imposibilitado el acercamiento al folklore, la memoria y la tradición de nuestro pasado católico, criollo, gaucho, negro e indígena. La historiografía académica ha dejado esa tarea al costado y con ello ha perdido la historia del pueblo que vivió el siglo XIX.

Los caudillos, un acercamiento a su estudio por la historiografía uruguaya

Con relación a los caudillos, observo que la historiografía académica oriental, desde mediados de los años sesenta al menos, ha trabajado el tema con mayor profundidad que su vecina del Río de la Plata. Historiadores e historiadoras se han detenido a discutir la figura de Gervasio Artigas, Fructuoso Rivera, Manuel Oribe y Juan Antonio Lavalleja, entre otros, motivando debates y polémicas necesarias, imprescindibles y dinamizadoras de múltiples aspectos para futuros estudiosos sobre la cuestión (Maggi, 1992; Mangone y Warley, 1994; Narancio, 1959; Petit Muñoz, 1956; Pivel Devoto, 1996; Real de Azúa, 1990; Reyes Abadie, Bruschera, Melogno, 1986; Reyes Abadie, 1974; Sáinz de Cavia, 1818; Zabalza, 2019).

Podría rápidamente dar con algunas razones para explicar esta mayor atención de los vecinos y las vecinas del Río de la Plata. En primer lugar, desde 1830, momento en el cual la República Oriental del Uruguay declara su independencia, los hombres del Estado ponderaron la figura del caudillo José Gervasio Artigas (Montevideo, 1764-1850) como máximo exponente de la nacionalidad uruguaya, luchador y artífice principal de la emancipación oriental. Más allá de estas caracterizaciones y de la funcionalidad que le dieron los primeros gobiernos a la figura de Artigas, no hay dudas ya de que fue uno de los grandes líderes de la primera mitad del siglo XIX, probablemente de América, el más lúcido y completo de todos. El historiador uruguayo Roberto Ares Pons, en su libro Uruguay. Provincia o Nación (1961), señala: “En Artigas está el germen de todas las soluciones nacionales: independencia política y económica, federalismo, unión rioplatense, mercado regional, progreso armonizado con la tradición, democracia”. En resumen, observo que las historiadoras y los historiadores uruguayos tuvieron aquí una ventaja vinculada a las características de su prócer, como caudillo popular ligado a los sectores más desfavorecidos de la época.

Otro elemento que de alguna manera explica el detenimiento de la historiografía uruguaya en el tema de los caudillos es el vinculado con la política, ya que de las luchas entre los caudillos Fructuoso Rivera, Manuel Oribe y Juan Antonio Lavalleja se originan de alguna manera los mitos fundantes de dos –hoy deberíamos decir dos de tres– de los partidos políticos más importantes de la historia en Uruguay: el Partido Nacional –luego llamado Partido Blanco– y el Partido Colorado.

Sin embargo, al mismo tiempo observo algunas cuestiones que es necesario señalar. Fundamentalmente, la ubicación de Artigas en la génesis histórica que lleva a la conformación del Estado Nación en Uruguay. En una reunión del Grupo de Estudio e Investigación de Historia y Pensadores del CEIL “Manuel Ugarte” de la Universidad Nacional de Lanús, el compañero Emmanuel Bonforti señaló que con Artigas ocurre algo muy extraño: si bien es una figura imprescindible para el nacionalismo uruguayo, no aparece en tres fechas “patrias” fundamentales, como el 19 de abril, donde se conmemora el desembarco de los 33 orientales de 1825; 18 de julio, Jura de la Constitución Nacional; y 25 de agosto, Declaración de la Independencia, ambas fechas de 1830. Artigas no estuvo presente en ninguno de estos tres acontecimientos, y paradójicamente es reconocido como el principal prócer de los y las orientales.

¿A qué se debe esta paradoja? Su principal biógrafo, Washington Reyes Abadie, menciona las diferencias entre la concepción de los hombres del patriciado montevideano y de Buenos Aires que motorizaron la revolución, y la concepción de Artigas con relación a lo que él consideraba por revolución. Tulio Halperin Donghi, que fue un historiador que de ninguna manera podría ubicarse dentro de los historiadores del campo nacional –Revisionismo Histórico o izquierda nacional–, en su buen libro Revolución y Guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina Criolla (1972), afirma que Gervasio Artigas, la Banda Oriental y el Litoral forman parte de un proceso que él titula como “la otra revolución”. En otras palabras, hubo una revolución que se desencadenó en mayo de 1810 en Buenos Aires, pero también hubo otra revolución que fue liderada por Artigas en la Campaña Oriental. Otro renombrado historiador rioplatense, Juan Pivel Devoto, en su libro Historia de la República Oriental del Uruguay (1945), toma como punto de inicio de la historia de la república al 18 de Julio de 1830: “Fecha cuando fue solemnemente jurada la primera carta constitucional”.

¿Cuál es la operación que se ha realizado con Artigas en el Río de la Plata? ¿Qué sentido tiene recordar hoy al Protector de los Pueblos Libres, si no es con sus ideas, proclamas y perspectivas? En pocas palabras, Artigas no fue un líder de Patria Chica. Tampoco fue un líder que buscó posicionar a su terruño para mejorar las condiciones de una prosperidad dependiente –Rivadavia, Urquiza, Mitre, Sarmiento. Menos aún fue un republicano “de constituciones” –letras muertas–, sino que llevó a cabo con los suyos un sistema abierto de participación popular en asamblea. Un pueblo oriental en armas, sí, pero también con “letras vivas”, planteadas entre todos, expresadas en proclamas y exigencias.

Algunas precisiones sobre los caudillos que nos llegan de la otra orilla: los aportes de Washington Reyes Abadie y Juan Pivel Devoto

Dos historiadores, docentes e investigadores en las universidades más prestigiosas de su país, la Universidad de la República y la de Montevideo; dos encumbrados académicos, como Juan Ernesto Pivel Devoto (Paysandú, 1910-1997) y Washington Reyes Abadie (Montevideo, 1919-2002), en varias oportunidades realizaron estudios minuciosos sobre el tema del caudillismo en el Río de la Plata.

Pivel Devoto en su prólogo al libro El Caudillismo y la Revolución Americana. Polémica (1966) señala que los caudillos aparecen en América como expresión social y política de la etapa posterior al llamado régimen de Indias, o período colonial. Para Pivel Devoto, en aquellos primeros años del siglo XIX, y en respuesta a la crisis originada por la acefalía de la corona española (Bruun, 1999), dio inicio un proceso en las ciudades y la campaña –campo– en el cual emergen dirigentes e ideólogos que difunden nociones sobre la soberanía popular y el derecho de los pueblos a disfrutar de su libertad. Ahora bien, cuando desde la corona española se motorizó la reacción de los absolutistas del viejo régimen contra todo proceso renovador de las Juntas en las Américas, quienes habían propiciado estos movimientos se vieron obligados a improvisar ejércitos para la lucha. “Cuando fue necesario crear una pasión colectiva; cuando los conceptos políticos comenzaron a prender en el seno de la opinión inexperiente; cuando las masas irrumpieron en la escena pública manejando esos conceptos sin noción cabal de su contenido, apareció en el proceso revolucionario, como intérprete y orientador de los sentimientos populares, la figura dominante del Caudillo” (Pivel Devoto, 1966). Al mismo tiempo, es un proceso con muchos actores caudillos, porque Pivel Devoto, como también lo ha señalado el historiador argentino José Carlos Chiaramonte (Arroyo Seco, 1931), destaca que una vez que se rompe el principio de Retroversión de la Soberanía[8] el poder no recayó sobre un solo pueblo, sino sobre muchos pueblos: el pueblo oriental, jujeño, correntino, porteño, de la campaña de Buenos Aires, santafesino, etcétera… con su líder político, según cada caso. En definitiva, el caudillo para Pivel Devoto (1966) representa “la manifestación más típica y representativa de los pueblos de las Américas”.

Washington Reyes Abadie ha trabajado el tema en dos sustanciosos libros: Artigas y el Federalismo en el Río de la Plata (1974) e Historia del Partido Nacional (1989). Sin embargo, en este caso me interesa destacar un artículo, el primero del primer número de Nexo. Revista Hispanoamericana de 1955, cuyo título es “Aparicio Saravia en el proceso político social uruguayo”. Me importa especialmente este trabajo, porque al momento de ubicar a Saravia como un caudillo, Reyes Abadie despliega toda una tipología de los caudillos orientales, distinguiendo tres arquetipos: el de la revolución emancipadora (1811-1830); el de la formación nacional (1830-1868); y el de la organización republicana (1868-1904). Escribe Reyes Abadie (1955): “Desde luego, que su condición de caudillos reconoce un origen común que les hace integrar, de algún modo, una misma estirpe, cuyas más remotas raíces están en el visigodo y en los adalides de la Reconquista Española. Todos son hijos de la campaña e interpretan en su personalidad y en sus luchas el programa, más instintivo que consciente, de las masas rurales que a ellos confían sus destinos. Pero cada uno es hijo de su tiempo: sus caracteres, sus programas y sus luchas están en función de las realidades sociales y políticas del período histórico en que les tocó vivir y de ahí su estricta originalidad”.

Reyes Abadie luego define con precisión los distintos tipos de caudillos. Señala que el tipo más representativo de caudillo de la revolución fue Artigas, y por varias razones. Destaca que su larga convivencia con la realidad geográfica, económica y social de la Banda Oriental durante el periodo hispánico le reveló el secreto de su tierra nativa, en la triple condición de pradera, frontera y ribera del “río como mar”. Reyes Abadie (1955) dice: “su experiencia en la arriesgada tarea del contrabando le hizo comprender la importancia de la riqueza pecuaria y la necesidad del libre comercio; la misión militar del blandengue le reveló la peligrosidad de la frontera abierta con el Brasil portugués; la absorción económica del puerto de Montevideo le indicó la necesaria unión de las fuerzas campesinas”. Me interesa resaltar que para Reyes Abadie (1955) la experiencia de Artigas con el trato con hacendados y peones, con gauchos y con indios, es la que le permitió el conocimiento profundo de sus psicologías y la pauta de sus conductas: “En la hora de la revolución, nadie como él podía interpretar el complejo de fuerzas económico-sociales que movían a los grandes hacendados y a las masas rurales de la Banda Oriental; y frente al centralismo de la oligarquía mercantil de Buenos Aires supo dar el camino de la federación de las provincias, sobre la doble base de la autonomía y de la unión política y económica, concitando así, alrededor de su bandera, la adhesión de las poblaciones campesinas y de las pequeñas burguesías industriosas y comerciantes de las ciudades de la cuenca platease, su auténtico escenario histórico”.

A modo de cierre o nuevo comienzo

En conclusión, estos dos estudiosos –Pivel Devoto y Reyes Abadie– de la historiografía académica uruguaya, más la tradición de estudios del Revisionismo Historiográfico Argentino y los historiadores de la izquierda nacional, han estudiado más y mejor el tema de los caudillos que los historiadores de la historiografía académica argentina, demostrando, entre otras cuestiones, que la reacción de los caudillos federales contra el Buenos Aires unitario y centralista no fue la reacción espontánea, inorgánica y salvaje del interior contra el gobierno “culto” de los porteños. Los caudillos federales, además de representar a los pobladores de aquellas tierras –las masas de criollos, gauchos– y de tener contacto con varias de las comunidades aborígenes, también representaban a buena parte de la opinión de los sectores cultos y urbanos de sus respectivas provincias.

Como afirman estudiosas y estudiosos del tema, como Ernesto Palacio (1954), “estos líderes eran elegidos por los vecinos en asambleas realizadas en los cabildos, pero además contaban con asesores prestigiosos, abogados o clérigos, que estaban al tanto de las tendencias políticas universales como de los diferentes problemas de ‘la capital’”.

*Facundo Di Vincenzo es doctor en Historia, especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano, profesor de Historia (USal, UNLa, UBA), docente de Historia y del Seminario de Pensamiento Nacional y Latinoamericano (UNLa), docente e investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” y del Instituto de Investigaciones Históricas (UNLa), y columnista de los programas radiales Malvinas Causa Central y Esquina América, de Megafón FM 92.1.

Notas

[1] Por iluminismo o ilustración considero al movimiento espiritual, intelectual, cultural y político surgido durante las revoluciones burguesas de mediados del siglo XVIII, basamento ideológico y conjunto de significados propuestos por la burguesía europea frente a su contrario, integrado por las monarquías, el clero y la nobleza. Si bien el iluminismo –o la ilustración– sostuvo entre sus principios fundamentales la conciencia basada en la razón, la confianza en el pensamiento del ser humano, su libertad, dignidad, autonomía, emancipación y felicidad, en realidad, aunque se proclamaban todos éstas como universales, sólo buscaban ser expresiones para los sectores burgueses de la Europa central. Para los demás países estos principios no sólo fueron negados, sino que, en aquellos lugares en donde existían, las mismas burguesías imperialistas europeas se ocuparon de eliminarlos.

[2] En 1863 dependían de las autoridades nacionales sólo dos colegios de segunda enseñanza: el de Monserrat en Córdoba y el del Uruguay, en Concepción, que pasó a depender de la jurisdicción nacional cuando se federalizó la provincia de Entre Ríos. Los objetivos y los planes de estudio de ambos colegios respondían a los criterios dominantes: enseñanza prioritaria para el ingreso a la universidad y régimen de internado. En 1863 se crea el Colegio Nacional Buenos Aires; en 1864 también en Catamarca, Salta, Tucumán, San Juan y Mendoza; y en 1869 en Santiago del Estero, San Luis, Corrientes y La Rioja (Martínez Paz, 1997: 284).

[3] Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Manzi, Atilio García Mellid, Manuel Ortiz Pereyra, entre otros.

[4] Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, Raúl González Tuñón y Cesar Tiempo, entre otros.

[5] Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Ernesto Palacio, Evar Méndez, Ricardo Rojas, entre otros.

[6] Leonardo Castellani, Julio Irazusta, Julio Melvielle, Carlos Ibarguren, Jordán Genta, Nimio de Anquin, entre otros.

[7] El antropólogo alemán Eric Wolf desarrolla extensamente el tema en su libro Europa y la gente sin historia (1987).

[8] El principio de Retroversión de la Soberanía sostenía que Dios le había dado el poder para gobernarse al pueblo, pero que éste, imposibilitado de hacerlo, lo había delegado en el rey, de modo que si faltaba el rey volvía el poder al pueblo. Un estudio en profundidad del tema se puede encontrar en el libro de Chiaramonte (2007).

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Fuente: Revista Movimiento

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