Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Compartimos con ustedes un trabajo recientemente publicado por el Instituto Artiguista de Santa Fe, firmado por Elio Noé Salcedo*, y titulado “El federalismo provinciano y nacional. Una mirada desde el Interior profundo”. A nuestro entender, con el nombre nomás, invita a su lectura. Mañana, compartiremos la segunda parte.
El Editor Federal
Introducción
Los argentinos conocemos poco de nuestra historia, y en particular muy poco o nada sobre la historia del interior argentino, sus luchas y sus figuras principales durante el siglo XIX. Ello se debe en parte a la visión hegemónica, excluyente y distorsionada de una historiografía centrada en un punto de vista porteño-céntrico o bonaerense, es decir, vista desde la ciudad-provincia en sus dos variantes. Entender el país que heredamos requiere de nuestra atención y reflexión para conocer “la otra historia” desde un punto de vista nacional, auténticamente federal, y no solo argentino sino también latinoamericano.
En ese sentido, la formación de una profunda memoria histórica que nos permita aprender de nuestro pasado, comprendernos a nosotros mismos, entender mejor así el presente y proyectar un futuro vivible y convivible para todos, nos lleva a profundizar sobre nuestra historia, vista desde el Interior y no desde Buenos Aires, y enterarnos así, fehacientemente, del dolor que nos costó la patria y que aún nos cuesta por no haber resuelto todavía nuestros problemas de fondo.
No hay duda de que, en la historiografía mitro-lopizta (de los historiadores Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López y sus herederos), los caudillos provincianos no solo aparecen como figuras secundarias de nuestra historia, sino que a la vez son vilipendiados con el objeto de hacerlos abominables para nuestros propios compatriotas y comprovincianos y quitarles la importancia nacional de su lucha. Es el caso del oriental José Gervasio Artigas -primer caudillo federal de las Provincias Unidas del Río de la Plata- y, desde allí en más, el de los representantes federales de las actuales provincias argentinas en el siglo XIX.
Esa larga lista después del oriental Artigas incluye al santafesino Estanislao López, al entrerriano Pancho Ramírez, al cordobés Juan Bautista Bustos, al santiagueño Felipe Ibarra, a los riojanos Juan Facundo Quiroga y Ángel Vicente Peñaloza, al tucumano Alejandro Heredia, al catamarqueño Felipe Varela y al entrerriano Ricardo López Jordán, y muchos otros poco conocidos y menos reconocidos aún.
En esa segunda lista podemos incluir, entre otros, al santiagueño Francisco Borges; a los santafesinos Antonio Candioti, Mariano Vera y Domingo Cullen; a los salteños José Ignacio Gorriti y (el coronel) José Moldes; al riojano Domingo Villafañe; a los cordobeses José Javier Díaz y Juan Pablo Bulnes y hasta a los mismos hermanos Reynafé; a los correntinos Pedro Ferré, Manuel Leiva y Juan Bautista Méndez; a los hermanos Aldao de Mendoza; al puntano José Santos Ortiz; al propio Andresito Artigas (Andrés Guacurarí), indígena, hijo adoptivo de Artigas y caudillo y gobernador de las Misiones; y en contemporaneidad con el segundo gobierno bonaerense de Juan Manuel de Rosas, al caudillo federal sanjuanino Nazario Benavides, que amparó en San Juan al Chacho Peñaloza para no entregarlo al poder central, que estuvo en el Acuerdo de San Nicolás junto al entrerriano Justo José de Urquiza, nuevo caudillo nacional de su época. Como Quiroga, como Heredia, como el Chacho, Benavides también fue asesinado finalmente por su militancia nacional y federal.
Dejando a un lado la visión hegemónica y excluyente de “Buenos Aires”, no hay duda de que las figuras, como la lucha de esos caudillos provinciales con verdadero sentido nacional, resulta esencial para entender no solo el federalismo del siglo XIX sino el país que los vio cabalgar y enfrentar a los enemigos internos y externos de una gran patria, frustrada, dividida y todavía inconclusa.
En efecto, los argentinos en particular y los latinoamericanos en general, tienen una visión deformada y trágicamente insuficiente de nuestra historia y de nuestros representantes federales del primer siglo independiente. De allí la equivocada interpretación de nuestra verdadera identidad y la falta de conciencia histórica y política, sustentada en la versión “porteña” de la historia, por un lado; convertida a su vez, como nos advertía Arturo Jauretche, en una “política de la historia”, pergeñada y llevada a cabo por la oligarquía porteño-bonaerense (que se apropió de los recursos nacionales en toda la primera mitad del primer siglo patrio sin compartirlos); coronada al fin en su propósito, con una consecuente colonización pedagógicaa través de la escuela, la universidad, los libros, los medios de comunicación y todo instrumento de educación y cultura a la mano, factores todos ellos que coadyuvaron y coadyuvan a nivel espiritual, intelectual y socio-psicológico, a nuestra irrealización como Nación, como sociedad y como pueblo: sin identidad, sin sentimientos nacionales arraigados, confundidos…; a no ser que, comprendiendo las causas u origen y la naturaleza de nuestros problemas, los miremos de frente y los encaremos definida y definitivamente para resolverlos.
¿Dos proyectos de país o uno solo?
A pesar de tantas batallas ganadas y de la Constitución Federal finalmente conseguida en 1853 después de muchas postergaciones y décadas de lucha, no hay duda de que las provincias, o sea la Nación, perdió esa guerra entre dos proyectos de país: el de la oligarquía, representada por la política porteño-bonaerense del Primer Triunvirato, el Directorio porteño, Rivadavia, Mitre e incluso Rosas (con una continuidad mayor que la que muchos historiadores pretenden ver entre Caseros y la federalización de Buenos Aires en 1880), por una parte, y el proyecto nacional de las provincias del interior argentino, por la otra, que en su conjunto representaban no solo a nuestro país todo, sino consecuentemente a la Patria Grande por la que habían luchado nuestros Libertadores San Martín, Bolívar, O’Higgins, Artigas, Güemes, Sucre y tantos otros guerreros de la Independencia y americanos de ley.
Por eso acierta quien señala que no existen en realidad dos proyectos de Nación sino uno solo. El otro no concibe una Nación sino una colonia o, a lo sumo, una semi colonia: políticamente independiente pero económica y culturalmente subordinada a los intereses de una minoría oligárquica aliada y consustanciada con los intereses políticos y económicos extranjeros.
Porque, si bien se pudo “constituir” un país federal -a pesar de todo-, todavía seguimos intentando “construir” una nación íntegramente realizada, sin desigualdades entre sus partes constitutivas a nivel político, económico, educativo y cultural, ni tampoco desigualdades flagrantes al interior de la propia sociedad, cuya brecha o grieta ha vuelto a dividirla en dos mitades cada vez más desiguales. La novedad es esa: la sociedad argentina cabalga en el mismo sentido y al mismo ritmo de la sociedad mundial, con ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres, sin atinar a ponerle fin a tanta injusticia y despropósitos.
Como ayer el clamor de las provincias, hoy se siente el clamor de las mayorías argentinas, ya no por la constitución de un sistema federal que se terminó de formalizar en 1880, sino por la conformación de un país y una Nación políticamente soberana, económicamente independiente, socialmente justa, culturalmente autónoma e integralmente unida a nuestros hermanos de la Patria Grande -intentada y varias veces derrotada a lo largo del siglo XX y del siglo XXI- que le dé oportunidad de realizarse a todos y cada uno de los habitantes de nuestro inmenso territorio argentino y latinoamericano, sabiendo con el general Juan Domingo Perón que ninguna persona podrá realizarse en un país que no se realice, y que tampoco podrá realizarse un país en un continente que no se realice.
El siglo XXI nos encontró dominados porque estábamos y seguimos desunidos, pues, como también decía complementariamente otro gran pensador argentino y latinoamericano -Jorge Abelardo Ramos-, “no estamos desunidos porque somos subdesarrollados, sino que somos subdesarrollados porque estamos desunidos”.
Para entrar de lleno en esta reflexión desde el punto de vista federal nacional y latinoamericano, veamos cuáles son y han sido las distintas visiones y/o concepciones de la historia que, o nos han impedido conocer y entender fehacientemente nuestra Patria para poder liberarla finalmente de sus graves problemas irresueltos o, por el contrario, han coadyuvado a entrever esos problemas y nos alientan a buscar las soluciones definitivas.
1. Las concepciones principales de la historiografía argentina
La historiografía argentina ha dado paso a distintas concepciones o interpretaciones básicas de nuestra historia, según el punto de vista en la que los observadores (historiadores) se han parado para mirar los hechos y a sus protagonistas. Por ejemplo, Juan Bautista Alberdi -considerado un precursor del revisionismo histórico- hablaba de “dos países” antitéticos: Buenos Aires y las Provincias. De acuerdo a esa realidad vigente durante casi todo el siglo XIX, existen dos interpretaciones básicas de nuestra historia teniendo en cuenta esos dos espacios geopolíticos desde donde se la mira.
No obstante, existen diferencias dentro de dichas interpretaciones de uno u otro lado, que responden ora al lugar de pertenencia geopolítica de los observadores en el momento de los hechos históricos que se comentan o se informan (como entiende Alberdi), ora a la clase social a la que pertenecen o de los intereses sectoriales que representan (a veces sin ser del todo conscientes de ello) en el momento de los hechos o a posteriori, ora a la posición política e ideológica que defienden o con la cual se identifican en el pasado o en el presente histórico esos observadores.
Norberto Galasso -doctor Honoris Causa de la UNSJ y cultor de una tercera posición historiográfica en general -el revisionismo histórico nacional, federal y a la vez latinoamericano-, en su “Historia de la Argentina”, da cuenta de las diferentes corrientes historiográficas “que responden a las distintas ideologías en pugna” y que nosotros podemos resumir con criterio didáctico en: a) la Historiografía Oficial, Liberal-Conservadora o Mitrista y sus variantes; b) El Revisionismo Histórico Rosista y sus variantes; y c) el Revisionismo Histórico Nacional, Federal y Latinoamericano y sus variantes, que nosotros consideramos un verdadero revisionismo nacional por sus alcances y concepción, distinta y contradictoria con los otros dos revisionismos tradicionales, de más acotados alcances.
El revisionismo nacional, federal y latinoamericano, por ser el que más se acerca a la verdad histórica, en tanto representa los intereses efectivos de un universo mayor y representativo de todo el territorio argentino y aún latinoamericano, y de las mayorías nacionales y populares de todas las épocas en su continuidad histórica, ha sido definido a la vez como un auténtico revisionismo científico. “Revolución y contrarrevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos, es la obra que inicia esta visión de la historia en forma integral, aunque sin agotar su cometido.
Esta concepción del pasado argentino, definitivamente distinta a las otras dos, exhibe, sobre todo, una clara diferencia y/o divergencia con la historiografía mitrista (exclusiva y excluyentemente “porteña”); aunque también con el revisionismo rosista, a quien el revisionismo nacional considera una interpretación que adopta, aunque desde un punto de referencia más nacional y popular que la anterior, el punto de vista de Buenos Aires y/o de los intereses de la campaña bonaerense y en particular de su clase ganadera (representada por su mayor caudillo, Juan Manuel de Rosas), dejando en un lugar secundario los intereses y figuras del federalismo del Interior, reivindicado por la tercera corriente historiográfica mencionada, como el auténtico federalismo argentino durante el siglo XIX.
En algún momento, estas dos corrientes -la liberal-porteño-unitaria-mitrista (la única durante un largo período) y la rosista-federal bonaerense (a partir de 1930)- fueron las únicas dos corrientes historiográficas contendientes en la batalla cultural argentina, hasta que apareció esa nueva corriente que adoptaba una verdadera y genuina tercera posición (1940 – 1950), representando al país que las dos corrientes mencionadas ninguneaban o denigraban (en el caso de la primera), o simplemente -adoptando los criterios clásicos de la historiografía argentina anterior- lo concebían en un lugar secundario y no como verdadero eje de la historia argentina (en el caso de la segunda), desconsiderando que las provincias fueron la representación de las mayorías nacionales y populares en lucha contra los privilegios exclusivos, excluyentes y minoritarios (oligárquicos) de “Buenos Aires”.
Así fue desde la misma revolución de mayo de 1810 y, sucesivamente, durante el Primer Triunvirato, el Directorio, el predominio centralista de Rivadavia, Rosas y Mitre, e incluso hasta la federalización de Buenos Aires y, con ella, la creación de un Estado Nacional en 1880, que fue la última gran creación y aporte al país del federalismo nacional en el siglo XIX, después de la última batalla entre provincianos y porteños en Puente Alsina y los Corrales de Miserere.
El revisionismo federal y nacional en acción
A propósito, en el Prólogo a “Historia de Córdoba (1810 – 1880). Luchas políticas, guerras civiles y formación del Estado”, del Prof. Alejandro E. Franchini (cuyo libro es un claro ejemplo de revisionismo federal nacional), el historiador Roberto A. Ferrero -uno de los principales historiadores de esta corriente- pondera la obra de Franchini en la medida en la que “se hace cargo de una mirada historiográfica que va del Interior a la ciudad-puerto y no al revés”, como sucede con las otras interpretaciones históricas. Esta es una característica fundamental del revisionismo federal nacional.
Como señala el Prof. Franchini en la Introducción a la historia cordobesa desde esa mirada nacional, “los programas de estudio de la asignatura Historia en el nivel medio (donde Franchini ha sido profesor durante treinta años) se han estructurado habitualmente en base a dos ejes: la Historia “mundial” (fundamentalmente europea) y la Historia argentina”; aunque esta última,“ha sido desarrollada, en general, desde una visión “porteño céntrico”, en parte porque casi la totalidad de la oferta editorial de libros de texto proviene de Buenos Aires”. Así las cosas, “desde esta concepción, las realidades provinciales juegan un papel totalmente aleatorio” y secundario, no desmentida ni contradicha por las corrientes historiográficas en boga, a excepción de la corriente federal nacional.
En el Prólogo de “Claves de la historia de Córdoba” (1996), obra de Alfredo Terzaga -iniciador en el Interior de esta corriente que conforma una verdadera tercera posición historiográfica-, Roberto A. Ferrero realiza el estudio preliminar sobre la concepción histórica del pensador e historiador nacional de Córdoba con relación a la Historia Oficial y al Revisionismo Rosista. En cuanto a este último, sostiene Ferrero: “Terzaga reconocía en sus cultores el mérito de haber “reducido a escombros” a la historia oficial, “tarea previa e indispensable a los lineamientos de una nueva interpretación”, pero le imputaba no ser sino una versión “dada vuelta” de la misma historiografía mitrista combatida, en la que simplemente los próceres liberales (porteños) -de Rivadavia al mismo Mitre- eran desalojados del Olimpo argentino para instaurar en su sitio al nuevo ídolo: Juan Manuel de Rosas”.
Al no tener opinión sobre las etapas anteriores y posteriores a la que privilegiaba (aunque siempre desde la misma visión histórico-céntrica, mas no federal nacional y latinoamericana), “la historiografía rosista admitía tácitamente los valores usuales manejados por los autores mitristas”. Más ello obedecía, dirá Terzaga comentado por Ferrero, “a la circunstancia subyacente de que el héroe legendario de Ibarguren, Irazusta y Font Ezcurra (circunstancias después actualizadas y mejor enfocadas por autores como José María Rosa) había practicado durante todo su gobierno, y aún antes, una política puramente porteña (puerto único, monopolio porteño de las rentas aduaneras, negación y postergación sine die de la organización nacional y de la promulgación de una Constitución Federal), que continuaba el centralismo de Rivadavia y sería continuada por el unicato porteño del general Mitre” (quien abriría de par en par la puerta del Plata a la producción británica), contrariando en uno y otro caso los deseos, intereses y banderas del federalismo nacional o del Interior.
Cabe mencionar aquí, en qué medida, uno de los gobernadores y líderes del federalismo del Interior juzgaba imprescindible obtener sin demora la organización nacional y la Constitución Nacional que Rosas evitó siempre. Al protestar ante las autoridades nacionales por la usurpación de nuestras Islas Malvinas en 1833 -como bien señala el historiador santafesino Gustavo Battistoni, comprometido igualmente con esta visión federal y nacional de la historia-, Estanislao López no solo condenaba la injerencia británica en nuestro territorio insular sino que la atribuía, “en medio de la indignación que semejante atentado ha causado”, esencialmente (como otros males de la época), a la “inconstitución en que se encuentra el país, y en la figura poco digna que por ella representa” frente a otras naciones ya constituidas y en desarrollo, y que era, dicho con palabras del cubano José Martí, la razón de que “nos subestimen o nos tengan a menos”.
Recordemos también que, aparte de negarse a organizar y constituir el país en forma efectiva y eficiente, ante los hechos ya consumados por el general entrerriano Justo José de Urquiza, Buenos Aires primero se separó de la Confederación Argentina en 1852 y solo accedió en 1860 a considerar la Constitución de 1853, recién cuando pudo hacerle las modificaciones necesarias para beneficio de Buenos Aires, contrarrestando los beneficios para todo el país, en detrimento de una verdadera y profunda organización nacional y federal. Porque es necesario admitir, además, que una cosa es “constituir” un país y otra “construirlo” consecuente y convenientemente para el bien de la patria y el bienestar del pueblo en general y de cada uno de sus integrantes, sin distinción de lugar, clase, género, raza, creencias, condición, oficio o profesión, edad, etc.
Sin duda, la más importante y verdadera diferencia de Rosas con Rivadavia y Mitre, estuvo dada por la defensa de la Soberanía Nacional en el Paraná como representante de las provincias en sus Relaciones Exteriores, lo que le valió al gobernador de Buenos Aires el sable del Gral. San Martín por su digna y soberana conducta.
Hasta la misma Ley de Aduanas de 1835 -aunque resultó un paso adelante respecto a la política rivadaviana, como bien dice Enrique Barba citado por los historiadores sanjuaninos Carmen Peñaloza de Varesse y Héctor Daniel Arias-, “significaba la protección de los productos e industrias de todas las provincias, aunque no libraba a éstas de la tutela porteña”, ya que, “aunque se gravaba con fuertes derechos y hasta se prohibía la introducción en Buenos Aires de artículos extranjeros que pudieran competir con los porteños o con los de las demás provincias, el sistema comercial -para nada federal- seguía siendo el mismo. Solo el puerto de Buenos Aires era el habilitado para el comercio de ultramar(y para el cobro de los derechos de exportación e importación que retenía Buenos Aires), con lo que se obligaba a las provincias a sujetarse a la marcha económica de Buenos Aires y a sostenerse con sus propios recursos”, al menos hasta que se produjere “el derrame”, que nunca llegó durante el gobierno de Rosas. Precisamente, las verdaderas políticas nacionales comenzarían a tener vigencia en el gobierno de los hombres del Interior: Urquiza, Derqui, Sarmiento, Avellaneda, Roca y Juárez Celman y cuando, como reclamaba José Hernández todavía en 1870 en su poema testimonial, siempre y cuando viniere “un criollo a mandar”.
De esa manera se configuró nuestra vida nacional y el atraso del país y en particular del Interior respecto a Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX.
Obras consultadas:
Alberdi, Juan Bautista (2007). Grandes y pequeños hombres del Plata. Buenos Aires: Editorial Punto de Encuentro.
Galasso, Norberto (2011). Historia de la Argentina. Desde los pueblos originarios hasta el tiempo de los Kirchner. Buenos Aires: Editorial Colihue.
Terzaga, Alfredo (1996). Claves de la historia de Córdoba. Estudio preliminar de Roberto A. Ferrero sobre La concepción histórica de Alfredo Terzaga. Río Cuarto: Universidad Nacional de Río Cuarto.
Franchini, Alejandro (2018). Historia de Córdoba (1810 – 1880). Luchas políticas, guerras civiles y formación del Estado. Córdoba: Ediciones del Corredor Austral.
Battistoni, Gustavo (2022). Estanislao López. Nuestro contemporáneo. Rosario, Santa Fe: Germinal Ediciones.
Peñaloza de Varesse, Carmen, y Arias, Héctor D. (1966). Historia de San Juan. Mendoza: Editorial Spadoni S.A.
Salcedo, Elio Noé (2022). San Juan, Su Historia (todavía inédito).
2. Los intentos del federalismo del Interior por constituir una nación
Aquella República Federal, unida a la de una gran federación latinoamericana fue concebida e intentada institucional y militarmente por los caudillos del Interior en distintos momentos de la primera mitad del siglo XIX.
Por Gervasio Artigas, con su propuesta llevada por sus representantes a la Asamblea del Año XIII y por la que sus diputados, que impulsaban las autonomías provinciales y la independencia de España- entre otras, fueron rechazados.
Con igual propósito, el federalismo artiguista lo intentó nuevamente en 1815, al declarar la Independencia de España y de todo otro poder extranjero en Arroyo de la China, actualmente Concepción del Uruguay, durante el llamado Congreso de Oriente, al que concurrieron representantes de la Banda Oriental, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, las Misiones y Córdoba. Esa fue la razón -equivocada o no-, a excepción de Córdoba que sí lo hizo, por la que las provincias del litoral argentino no asistieron al Congreso de Tucumán de 1816, convocado por el Directorio a instancias de San Martín, que para encarar la autonomía nacional de toda América necesitaba la declaración de la Independencia, para enfrentar -con sus manos libres, y no como súbditos- a sus antiguos camaradas de lucha en la guerra contra los franceses.
Hubo otro gran intento de organización nacional en la Convocatoria al Congreso de Córdoba de 1821, que pocos días después de la sublevación de Arequito (8/9 de enero de 1820) realizó su jefe militar, el cordobés Juan Bautista Bustos. En efecto, dicha convocatoria se realizó el 3 de febrero de 1820 -a menos de un mes de la rebelión militar en Arequito, plantándose ante las órdenes del Directorio porteño que pretendía reprimir al federalismo del Interior-, y a solo dos días de haberse producido la batalla de Cepeda, en la que el federalismo del Litoral derrotó y derrocó al Directorio porteño. Sin embargo, dejado Buenos Aires a su propio arbitrio (por exceso de federalismo o federalismo ingenuo; hoy diríamos por exceso de democratismo o democratismo ingenuo), el magno Congreso fue boicoteado y hecho fracasar por Rivadavia.
Hubo un tercer intento -así lo entendieron las provincias que enviaron sus representantes- convocado desde Buenos Aires en 1824 por el general Las Heras -a cargo de las Relaciones Exteriores de todo el país-, con la intención de promulgar una Constitución Nacional. Consultadas las provincias sobre el carácter que debía tener dicha norma nacional, se pronunciaron por el sistema federal. Sin embargo, otra vez se vio frustrada por los agentes de Rivadavia en el Congreso, que adulteraron la votación, la convirtieron a espaldas de los representantes federales en una constitución unitaria y terminaron eligiendo a Bernardino Rivadavia como presidente de la República en 1826, con el repudio de todo el Interior. En esas circunstancias tomó dimensión nacional la figura de Juan Facundo Quiroga, que como señala el historiador Alejandro Franchini, “esta vez fueron los del Interior profundo (Cuyo y Noroeste) las que reaccionaron más violentamente, acaudilladas por el riojano Juan Facundo Quiroga”.
Un cuarto gran intento lo constituyó el Congreso Federal Constituyente concebido y organizado por el Federalismo del Litoral, conducido por Estanislao López. Esa gran Asamblea Constituyente y la organización federal de la República era el propósito principal del Pacto Federal de 1831, firmado en principio por Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires, al que adhirieron enseguida Corrientes y Córdoba, y al que se plegaron después las demás provincias, conformando una Comisión Representativa con dicho fin.
Aquel propósito nacional fue boicoteado por Rosas al retirar su representante de dicha Comisión (con excusas totalmente secundarias), haciendo fracasar ese nuevo intento de organización nacional, para terminar quedándose por más de veinte años con todo el poder y los recursos del puerto de Buenos Aires y de su Aduana (pertenecientes a todo el país), hasta que el entrerriano Justo José de Urquiza, con el apoyo de todo el federalismo del Interior lo desalojara y concretara por fin la Constitución Federal de 1853.
Volviendo un poco atrás, podríamos agregar a esa importante lista de grandes intentos institucionales por hacer realidad la organización federal de la República, la determinante batalla de La Ciudadela, en Tucumán, ganada por el general Juan Facundo Quiroga en noviembre de 1831 a la Liga Unitaria comandada por el general La Madrid, después del apresamiento del general Paz poco tiempo antes.
Si, como dice el historiador firmatense Gustavo Battistoni, “desde diciembre de 1828 hasta el 4 de noviembre de 1831, cuando Quiroga destroza a las tropas de la Liga del Interior al mando de La Madrid, nunca nuestra patria estuvo en tal peligro de disgregación”, deberíamos considerar entonces a aquella batalla de La Ciudadela en Tucumán como un hito en el camino de la organización y/o la constitución federal del país y reconocerle a su triunfante jefe militar, por bien ganada, la dimensión que adquirió a partir de esa determinante batalla.
Sin duda, los más serios antecedentes federales del riojano estaban en su nunca desmentida lucha militar contra el poder rivadaviano, que en sí misma constituye otro hito en la construcción de esa patria federal, pero cuyas evidencias no terminan allí.
Por eso, creemos importante conocer algunos pormenores de esa “otra historia” y revisarla una vez más desde el punto de vista del “Interior profundo”.
Una parte de la historia casi desconocida
Historiadores porteños como del Interior confirman la acción política de Facundo Quiroga -líder del federalismo mediterráneo después de la muerte del general Bustos- por establecer ese país federal que las provincias del Interior le reclamaban a Buenos Aires, dueño del país y de sus recursos.
El 8 de enero de 1834 –un año antes de la muerte de Quiroga, según da cuenta el historiador Saldías- la legislatura de Mendoza sanciona una ley invitando a las provincias de San Juan y de San Luis “a constituirse las tres en unidad, con el nombre de Provincia de Cuyo, para entrar, así juntas, en la Federación Argentina bajo la protección de Don Juan Facundo Quiroga”.
Por ese mismo tiempo, “el general Heredia, gobernador de Tucumán, habla del próximo Congreso Constituyente promovido por el general Quiroga”. Recordemos que el doctor Alejandro Heredia, general de la Nación también, fue la mano derecha del general Facundo Quiroga en el Norte, después de secundar al coronel Juan Bautista Bustos en la sublevación de Arequito, habiendo sido antes el segundo del general Martín Miguel de Güemes en la lucha por la Independencia en las fronteras altoperuanas.
Incluso, después del asesinato de Quiroga el 16 de febrero de 1835, en un pasaje elocuente de la autobiografía de Alberdi, reproducida por el santafesino David Peña, el gran tucumano refiere: “Con ocasión de este fin trágico, me escribió el general Heredia lamentándolo por haber perecido con él (con Quiroga) los más hermosos y grandes proyectos. Yo supuse que los habían acordado juntos (Heredia y Quiroga en el Tratado del 6 de febrero de 1835, diez días antes de su muerte) antes de regresar a Buenos Aires. Nunca los conocí de un modo positivo, pues poco después fue asesinado Heredia. Yo he maliciado que se referían a planes y proyectos de la Constitución de la República…”, concluye Alberdi.
Cabe mencionar aquí, volviendo al relato cronológico, una carta de Laciar a Juan Bautista Alberdi, citada igualmente por David Peña, del 24 de junio de 1834 –seis meses antes de la misión final de Facundo Quiroga al Norte- que demuestra el compromiso y disposición de Quiroga -más allá de las críticas que recibe por residir en Buenos Aires y tener conversaciones con unitarios (enemigos de Rosas)-, de “traer a su regreso los elementos necesarios para imponer a Rosas, velis nolis, la organización política de la República”. En aquella carta, Laciar le dice a Alberdi: “Todos aspiran a constituir el país y principalmente el general Quiroga”.
Seguramente, el tema de la organización nacional y la Constitución están en las conversaciones que Quiroga mantiene en Buenos Aires con unitarios (que Urquiza también hubo de mantener para poder vencer a Rosas) y con el mismo Rivadavia de vuelta al país. “También se dice –agrega Laciar en su carta al gran intelectual tucumano- que en caso de constituir el país Quiroga será el presidente de la República!… y tú sabes que, si Quiroga se enoja y se va para el interior, puede fácilmente alarmar: reunidas las provincias pueden con facilidad equilibrar contra Buenos Aires…”.
Reivindiquemos finalmente el propio Tratado del 6 de febrero de 1835 de las provincias del Norte como antecedente e intento de organizar con espíritu federal la República, pues ese tratado resulta la demostración cabal de que el caudillo riojano, lejos de haber dejado de lado la causa nacional de las provincias mediterráneas (entre las que se encontraban Córdoba, las seis del Norte y las tres de Cuyo), arriesga su salud y su vida para defenderla y dejar dicha situación registrada en ese documento, que Quiroga avala y preside con su firma junto a los representantes de las cuatro provincias norteñas (Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy): Ibarra, Heredia y Moldes (en representación de las dos últimas), tratado al que después adhieren Catamarca y La Rioja, según apunta el historiador provinciano Luis C. Alén Lazcano.
“Surge allí -puntualiza con claridad y solvencia Alen Lazcano- la concreción de ese movimiento interno, que aspiraba renovar los propósitos formativos del Pacto Federal, bajo la égida norteña”.
Y si hubiera alguna duda sobre el carácter federal provinciano, nacional y estratégico de ese acuerdo, con el cuerpo de Quiroga todavía caliente, el Tratado de Santiago del Estero era rechazado “rápida, clara, firmemente” (Peña) por el mandamás bonaerense, demostrando la coherencia de uno y otro “federalismo” y la incompatibilidad y/o diferencias flagrantes entre el federalismo del Interior y la “santa federación” bonaerense (ni tan santa ni tan federal).
El 7 de marzo de 1835, menos de un mes después de la muerte de Quiroga, Juan Manuel de Rosas es elegido por segunda vez gobernador de Buenos Aires y asume su cargo con la suma del Poder Público, las facultades extraordinarias y el manejo de las relaciones exteriores en representación de las provincias.
Causalmente, y no por casualidad, la muerte de Quiroga, la de Heredia apenas tres años después, y para mayor tragedia para el federalismo provinciano, la del líder del federalismo del Litoral, Estanislao López, durante el año 38, condenaron el federalismo del Interior a la impotencia y postergaron dieciocho años la organización nacional y la consecución de una Constitución Federal, tal cual fuera uno de los motivos principales de aquella lucha provinciana y federal a nivel institucional y militar de casi medio siglo.
Pero antes de continuar, demos una vuelta de tuerca más a esa “otra historia”, todavía incompleta y no del todo aclarada, del presunto “porteñismo”, “unitarismo” o “rosismo” de Juan Facundo Quiroga, con el fin de disipar dudas, dado el complejo escenario y las variadas interpretaciones que se entrecruzan, incluso, en el mismo seno del revisionismo federal.
Desde el propio Interior profundo, ésta es nuestra visión de los hechos y de su protagonista principal en este caso: el riojano -caudillo provinciano y nacional- Juan Facundo Quiroga.
Obras consultadas:
Gustavo Battistoni (2022), Estanislao López. Nuestro Contemporáneo. Santa Fe: Germinal Ediciones.
Roberto A. Ferrero (2022). Los caudillos artiguistas de Córdoba. Córdoba: Ediciones del Corredor Austral.
David Peña (1953). Juan Facundo Quiroga. Buenos Aires: Editorial Americana, 5ta. Edición.
Luis C. Alén Lazcano. Extraído de una publicación en Internet: http://argentinahistorica.com.ar/imprimir_libros.php?tema=7&doc=105&cap=680
Dejando de lado las razones psicológicas o de otro tipo que se arguyen –como vanidad personal, asfixia citadina, ausencia de opciones, dependencia porteña- para justificar la aceptación de esta misión por parte de Facundo, es legítimo preguntarse desde una perspectiva histórica provinciana y nacional, -y para nada contra fáctica, porque el hecho ocurrió, aunque sigue siendo motivo de interpretaciones-: ¿no es posible y hasta muy probable que Facundo, estando enfermo y cómodo en Buenos Aires, aceptara esa misión para –alejado de Buenos Aires- contrarrestar precisamente los planes de Rosas? ¿No había escrito Rosas en 1830, con argumentos rivadavianos, que la oportunidad para organizar a los pueblos y darles una Constitución sería cuando se acostumbren “a laobediencia y al respeto de los gobiernos”; y que había agregado en 1832, “hasta tanto reparan sus males y calman sus pasiones”; y le había repetido al mismo Quiroga durante ese año de 1834, que el país podría organizarse en términos federales “tan luego como las provincias estuviesen en paz”? ¿Estaba Facundo realmente de acuerdo con estas ideas? ¿No quería Facundo incluso desempolvar la Constitución de 1826 (de la que en un principio habían participado las provincias en su proceso de elaboración) con tal de que el país tuviera una Constitución o sencillamente como una contestación a Rosas? ¿No era ésta la oportunidad para Facundo de poner a los suyos en regla, juntarlos tras de sí y no darle más excusas al poder central de diferir la organización nacional y la sanción de una Constitución Federal como él había pretendido siempre y seguía pretendiendo?
3. Texto, contexto y lectura de una historia inconclusa
A fines de 1834, Facundo Quiroga reside en Buenos Aires desde hace algún tiempo, alejado de su intensa lucha de apenas tres años atrás y con un grave reuma por el que, según él mismo lo define, “los ratos de despejo no compensan los del decaimiento y destemplanza que sufro”; aunque según entienden algunos también, “entregado” a Buenos Aires. En esas circunstancias, es invitado por el gobernador de Buenos Aires Manuel Vicente Maza –hombre de Juan Manuel de Rosas- para actuar como mediador en un conflicto suscitado en el norte argentino entre las provincias de Tucumán y Salta y entre ésta y Jujuy a su vez. La invitación es aceptada por Facundo Quiroga a pesar de su enfermedad y de los peligros que le acechan… y vuelve a tomar el camino del Norte.
De hecho, de su gestión en el Norte surgirá el 6 de febrero de 1835 -diez días antes de su muerte- un Tratado de Paz, Amistad y Alianza Especial suscripto en la ciudad de Santiago del Estero con la firma de Facundo como garante y mediador y la de los gobernadores de Tucumán (Heredia), Santiago del Estero (Ibarra) y Salta (Moldes, en representación del gobernador Cornejo, que ha reemplazado a Latorre ante su derribamiento y deceso en la confrontación previa), representando en la firma del Tratado a la provincia de Jujuy, provincia dependiente hasta entonces de Salta y todavía no definitivamente constituida en forma autónoma.
La firma del tratado de Santiago del Estero, tan solo diez días antes de iniciar su vuelta a Buenos Aires y de enfrentar su muerte, como así también la resignada y silenciosa aceptación por parte del propio caudillo provinciano de su condena a muerte en Barranca Yaco –que podría haber evitado con solo elegir otro camino de vuelta, como le proponían sus seguidores-, introduce en nosotros la certeza de que la causa que guiaba a Facundo en sus últimos años era la misma que había defendido generosamente entre 1826 y 1832 en los campos de batalla, y que ahora retomaba y proseguía con las limitaciones de su enfermedad y los condicionamientos de una nueva estructura de poder en la Argentina, aunque con igual convicción en su misión al Norte de 1834/35.
Era la misma y profunda causa que lo guiaba, a pesar de la desacertada conducta que lo llevó a interceptar la correspondencia y “hacer públicas” (V. F. López) las disidencias con Rosas de los representantes de Córdoba y Corrientes, derivación de la intención del caudillo riojano de obtener el dominio político de Córdoba para su proyecto de federación.
Si bien Quiroga les contestaba personalmente a los dos hombres del Interior cuyas cartas y posición coyuntural él cuestionaba, admitiendo incluso sus coincidencias de fondo con ellos, no obstante, al poner de hecho en conocimiento de Rosas los cuestionamientos del federalismo del centro y litoral, le daba objetivamente la excusa que necesitaba el caudillo bonaerense para desbaratar los planes de reunión para un próximo congreso federal constituyente, que la Comisión Representativa, creada por el pacto Federal de 1831 proyectaba en ese momento, con la ya sospechada resistencia de Buenos Aires.
Que la causa de la federación y organización constitucional de la república seguía siendo su causa entre 1832 y 1834, a pesar de todo, lo confirma también -además de las citadas referencias mencionadas en el capítulo anterior- la carta que Facundo Quiroga escribiera desde San Juan a Pío Isaac Acuña, gobernador delegado de la provincia de Catamarca con fecha del 1º de noviembre de 1833: “Sobre la constitución particular que debe darse a esa provincia”, acerca de la cual le preguntaba el gobernador catamarqueño. El caudillo nacional le recomienda a Acuña con profundo criterio autonomista y federal, sobre la necesidad de que “los pueblos hagan la constitución peculiar que caracteriza los derechos sociales, y arregle su régimen institucional para poder arribar a formar de este elemento, la constitución nacional”.
A diferencia de la Carta de Figueroa del 20-12-1834 (que Facundo recibirá apenas unos días antes de morir), donde Rosas reniega de la capacidad de las provincias y de los hombres de provincia para concebir y redactar una constitución –porque en realidad Buenos Aires no la necesitaba y no la deseaba tampoco, dueño como era de las rentas aduaneras y de las situaciones de provincia por esa misma razón-, Facundo le hace saber a su amigo catamarqueño, sobre “las dificultades que en todos los pueblos se tocarán por la falta de luces y de recursos, pero que essuperable cuando se trabaja con buena fe en favor del bien general”, en tanto “los varios códigos que se han dado en las legislaturas de las demás repúblicas, y los que han salido de la nuestra, aunque no hayan tenido efecto, sirven para descubrir las cosas que deben ser objeto de la constitución, o enseñar, al menos, el sistema de organización. Y lo demás debe hacerlo el conocimiento práctico del país, sus necesidades y sus relaciones”.
Un tratado no afín a Buenos Aires
El Tratado del 6 de febrero de 1835 es la demostración cabal de que Facundo Quiroga, lejos de haber dejado de lado los intereses de las provincias mediterráneas, arriesga su salud y su vida para defenderlos y hacerlos registrar en ese documento, que él firma junto a los representantes de las cuatro provincias norteñas.
En su biografía de Facundo Quiroga, David Peña resalta la importancia del Tratado, en primer lugar, por la participación de Quiroga como su garante, aunque también por cuanto “los gobiernos contratantes se reservan ocurrir a uno, dos o más gobiernos de la República, en caso de cualquier emergencia, solicitando su mediación, sin que precisamente se determine como árbitro al de Buenos Aires”, al que tanto le molestan los conflictos provincianos. El tratado faculta asimismo “al gobierno de Tucumán a dirigirse en nombre de los tres a los demás de la República –Heredia queda como cabeza de ese tratado- para que se adhieran al presente tratado si lo reputan interesante al bien nacional, debiéndose comunicar el resultado oportunamente”.
Finalmente, el Tratado de Santiago del Estero es, sin duda, la demostración y confirmación del carácter nacional, democrático y solidario del federalismo provinciano, que, ante un grave conflicto entre provincias, recurre a un acuerdo entre las partes hasta resolverlo fraternalmente, muy lejos de las pretendidas imposiciones virreinales e intendenciales y el carácter autoritario que el centralismo porteño-bonaerense había heredado, pretendiendo tener bajo su dominio y poder a las provincias -al menos en un país auténticamente federal-, sin compartir su puerto ni las rentas de su aduana, pertenecientes a todo el país.
Como hemos dicho, apenas fue conocido por Rosas este acuerdo, casi al mismo tiempo que era asesinado Facundo Quiroga en Córdoba, el tratado fue rechazado “rápida, clara, firmemente” -afirma Peña- por el mandamás bonaerense que, además, en cartas a Felipe Ibarra, aunque con tres años de diferencia, además de prevenirlo de los peligros que corría también el santiagueño, se refiere en forma despectiva tanto a Quiroga como a Heredia después de muertos, con la misma falta de respeto a su memoria en ambas misivas, y con el argumento de que “es preciso no contentarse con hombres ni con servicios a medias y consagrar el principio de que está contra nosotros el que no está del todo con nosotros”.
Tanto Quiroga como Heredia y el mismo Estanislao López (como después lo demostraría también el sanjuanino Nazario Benevides, todos ellos pertenecientes al federalismo democrático del Interior), tenían otra concepción del poder y de las relaciones políticas. Naturalmente surgen aquí las profundas diferencias como así también la incompatibilidad del federalismo del Interior y la “santa federación”, de distinto origen, naturaleza y carácter.
El 7 de marzo de 1835, Rosas es elegido por segunda vez como gobernador de Buenos Aires, en esta ocasión con facultades extraordinarias y la suma del Poder Público, y el 13 de abril asume la gobernación con el manejo de las relaciones exteriores en representación de las provincias. El general Alejandro Heredia, gobernador de Tucumán y líder de las provincias del Norte es asesinado el 12 de noviembre de 1838. La organización nacional y la Constitución Federal tendrían que esperar 18 años -al parecer esta cantidad se repite trágicamente en la historia argentina- hasta 1853.
La muerte de Quiroga, y la de Heredia y López después, y la impotencia del federalismo argentino durante estos diecisiocho años, postergará la organización nacional y la consecución de una Constitución Federal, que Rosas le había negado expresa y explícitamente al caudillo riojano en forma escrita poco antes de morir, en carta fechada el 20 de diciembre de 1834 desde la Estancia de Figueroa (y que recién le llegó a Quiroga en viaje hacia Barranca Yaco). Ese documento resultó, al fin y al cabo, la plataforma de justificación y fundamento del caudillo bonaerense para mantener el monopolio de la Aduana de Buenos Aires y sus portentosas rentas y no responder afirmativamente durante toda la extensión de su gobierno pretendidamente federal a las exigencias genuinamente federales y nacionales del Interior argentino.
Hechas estas reflexiones y aclaraciones desde nuestro punto de vista, aboquémonos a conocer un poco más sobre el origen, carácter y sentido histórico del federalismo del Interior en sus distintas etapas y manifestaciones.
Obras citadas:
David Peña (1953). Juan Facundo Quiroga, 5ª Edición; Vicente Fidel López (1960) Historia de la República Argentina, Tomo VI, Sexta Edición; Adolfo Saldías (1911). Historia de la Confederación Argentina. Tomo II; Juan Bautista Alberdi (1901). Escritos Póstumos. Tomo XV.
* Según se interpreta de la publicación de la fuente, el artículo de Salcedo fue extraído de los Cuadernos de Reflexión Nacional 11.
Fuente: Instituto Artiguista de Santa Fe