Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Ayer, viernes 21 de octubre se cumplieron 136 años del fallecimiento de José Hernández. Autor del “Martín Fierro”, Hernández era ante todo un federal sin dobleces. Aquí nuestro recordatorio.
El Editor Federal
Siempre se lo recuerda cada 10 de noviembre. Día de su nacimiento y también de “la Tradición”. Conmemoración que desde que se eligió la fecha, ha adoptado tintes unitario-chauvinistas, que amargarían a nuestro homenajeado. Adaptamos en lo que sigue, un texto ajeno*, pero que viene bien para el propósito buscado.
José Hernández, como se dijo, vino al mundo aquél día de noviembre de 1834, el la chacra de Pueyrredón (hoy partido de San Martín) vivió sus años de infancia y adolescencia en el campo bonaerense. “Allí, en Camarones y Laguna de los Padres se hizo gaucho”, como diría su hermano Rafael, y tal vez allí, también, comenzó a formarse en su alma el magno poema nacional que daría a la imprenta en 1872. Pero antes y después de eso, su vida fue una lucha permanente, con la pluma y con la espada, en defensa de sus ideales de político revolucionario.
La historia oficial ha dejado en el “olvido” al Hernández político. La razón radica en su militancia, de sostenida beligerancia contra Mitre y sus acólitos. Así pelea contra la oligarquía porteña, armas en la mano, en Cepeda (1859) y Pavón (1861).
En 1863, al producirse el asesinato del “Chacho” Peñaloza, publica, en el diario “El Argentino” de Paraná una vigorosa condena a los responsables y en general, al partido liberal mitrista, sus enemigos cosmopolitas y “civilizados” sostenedores de la estructura semicolonial del país. “Los salvajes unitarios están de fiesta” –dice en la encendida prosa de Vida del Chacho- “El partido federal tiene un nuevo mártir. El partido unitario tiene un crimen más que escribir en las páginas de sus horrendos crímenes”.
Ese partido federal por el que peleó Hernández toda su vida no debe, empero, confundirse con el partido rosista de Buenos Aires, más “criollo” que el unitario pero en definitiva tan localista como éste. Hernández fue federal, pero federal provinciano. Por eso militó en el urquicismo primero y en el jordanismo después. Por eso fue antirosista y, más aún, antimitrista y enemigo jurado de Sarmiento.
Acerca de la presidencia de Mitre, Hernández lanzó violentas críticas, considerándola una calamidad para el pueblo argentino. Entre esos enjuiciamientos, pueden reproducirse los siguientes párrafos: “La administración del general Mitre fue una administración de guerra. Sus hechos culminantes, las sangrientas batallas que enlutaron la patria. En vano es que busquemos en ese pasado luctuoso un rayo de luz, una iniciativa progresista, una idea feliz. La tarea encomendada a la administración pasada era una tarea de reorganización, y en vez de emprenderla, coadyuvó eficazmente a la obra siniestra de la disolución nacional (…) Así es que en vez de acometer las gloriosas empresas del trabajo y de la paz, agitóse en las tinieblas el genio del mal, preparando los elementos que debían envolver a la república en lutos y en ruinas. La tea del incendio alumbró con sus rojizos resplandores todos los ámbitos del territorio argentino (…) Los pueblos atropellados en sus derechos, en su seguridad, en su vida, se sublevaron movidos por el instinto de conservación, y los Procónsules del poder sofocando sus libertades, ahogaban en sangre aquellos movimientos de insurrección contra la arbitrariedad y el despotismo prepotentes. La ley marcial, si no decretada, regía de hecho aquellas poblaciones, abandonadas a la saña y el desbordamiento de autoridades tiránicas impuestas por la ley de la victoria”.
Durante la presidencia de Sarmiento, Hernández no sólo escribe el “Martín Fierro”, denunciando el drama social de los gauchos perseguidos y despojados por la política mitrista, sino que se suma a la montonera liderada por López Jordán. Derrotados, deben exiliarse (1871), pero dos años más tarde vuelven a ingresar en Entre Ríos convocando a derrocar al gobierno. La respuesta de Sarmiento consiste en un proyecto enviado al Congreso poniendo a precio la cabeza de los insurrectos; 100.000 pesos fuertes la de López Jordán, 1000 pesos para los demás jefes insurrectos, entre los cuales está Hernández.
Exiliado ahora en Montevideo, convierte al diario “La Patria” en una trinchera antimitrista, oponiéndose a la candidatura de Bartolomé Mitre, para las elecciones de 1874. De allí salen los artículos más violentos que se hayan escrito contra Don Bartolo en el marco de las luchas políticas: “… Un hombre que estaba destinado a ser tristemente célebre, apareció ejerciendo una influencia funesta en los destinos del país. Ese hombre era D. Bartolomé Mitre. Para la República Argentina, para la República Oriental, para el Paraguay, fue una especie de lotería fúnebre, una bolilla negra, que desde el día de su aparición en la escena ha venido presagiando desgracias y amasando su fortuna política con las lágrimas y con la sangre de millares de víctimas… Aquellos fueron tres años de devastación, de incendio, de sangre (1862-1865) (…) en que la República vio estremecida los más sangrientos horrores, los suplicios más crueles y las vejaciones más inauditas,… Al fin reinó en toda la República el silencio de las tumbas… El es el último de los grandes malvados (…) Mitre ha sido un cometa de sangre, un flagelo devastador, un elemento de corrupción, de desquicio y dan testimonio de su existencia los huérfanos, las viudas y los inválidos”.
Hernández regresa al país bajo el gobierno de Avellaneda y juega un rol importante cuando, en 1880, cristaliza la nacionalización de la Aduana de Buenos Aires núcleo central de nuestras guerras civiles durante el siglo XIX. Allí va a estar, defendiendo la federalización de la ciudad puerto en célebre debate parlamentario con Alem.
En los años posteriores, se liga al Partido Autonomista Nacional y desempeña diversas funciones, entre otras, una diputación y una senaduría en la provincia de Buenos Aires. Hernández fallecería el 21 de octubre de 1886, a los 52 años, en Belgrano.
Es imposible explicar la historia personal de Hernández, enigma inescrutable para muchos, si no entendemos que la suya fue la parábola del federalismo provinciano desde la caída de Rosas hasta la federalización de Buenos Aires en el 80. Y más aún si desgajamos su obra escrita de su itinerario de político militante y comprometido que cuando vio cerrada la posibilidad de emprender la crítica de las armas, empuñó las armas de la crítica (y la poesía) y produjo, con “Martín Fierro”, el más genial alegato en defensa de la “barbarie” criolla frente a la “civilización” importada y enajenante de los adocenados intelectuales europeístas.
Sobre esta obra, que refleja el arquetipo gaucho ultimado por la burguesía comercial porteña, se han derramado una larga serie de infundios, hijos en su mayoría del odio político que habita con demasiada frecuencia en la “república platónica de las letras”.
Una de esas falacias proviene de Lugones (redescubridor del poema para elite culta), quien crea, en 1913, el mito de un Hernández mediocre, creador inconsciente de una obra genial. Carlos Alberto Leumann, en sus documentados trabajos de “El poeta creador” demuestra que no se trató de la obra espontánea y repentista de un mero payador tocado momentáneamente por la gracia, sino labor de estudio y larga preparación.
Por su parte, en su injustamente célebre “Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, Ezequiel Martínez Estrada inaugura otra forma de detracción hernandiana: elogiar la Ida y criticar la Vuelta, expresión de rebeldía gaucha la primera y de oportunista acomodamiento a las circunstancias, la segunda. Si es que existe diferencia entre las dos partes del poema, asunto a debatir, ella está claramente explicada por las modificaciones profundas en la situación política y social: el ocaso de las luchas montoneras, la escalada inmigratoria, el boom agrícola y vacuno, a lo que debe sumarse que en 1880, con el advenimiento del general Roca y la federalización de Buenos Aires, se ponía fin a un siglo de guerra civil o como dirá Fray Mocho “se había extinguido la última chispa de aquel incendio que, comenzando en la Plaza de la Victoria, se propagó por toda la República”.
Finalmente, Jorge Luis Borges, siguiendo la línea de los anteriores, descontextualiza el drama social de Fierro definiéndolo como un mero personaje de ficción, un simple cuchillero de 1870. Abundan los escritos hernandianos, empero, que explican con lujo de detalles las peripecias de su personaje como síntesis poética de la tragedia de toda una clase social.
Por último, también a Borges se debe la calumnia de considerar a “Martín Fierro” –publicado en diciembre de 1872- un plagio de “Los tres gauchos orientales” que el uruguayo Antonio Lussich había dado a la imprenta en junio del mismo año. Sin embargo, el erudito cometió un pequeño desliz: comparar la primera edición de Fierro con una muy posterior –corregida- del poema de Lussich. Si hubiese confrontado las dos primeras ediciones de ambas obras, habría advertido que fue a la inversa. Lussich, confeso admirador de Hernández, tomó dichos y expresiones del Martín Fierro que agregó a ediciones posteriores de “Los tres gauchos orientales”.
*J.C.Jara, Los Malditos, Vol. II, Pag. 191, Ed. Madres de Plaza de Mayo.
Fuentes: Pensamiento Discepoleano y La Gazeta Federal