Nueva York es un pueblito ucraniano ubicado en la región de Donbass, que fue fundado por menonitas alemanes invitados a Rusia por Catalina la Grande. Cuentan que uno de los colonos viajó una vez a Estados Unidos y para inmortalizar sus recuerdos dio este nombre al nuevo pueblito.
Por Oleg Yasinsky*
Nueva York se llamó así hasta octubre de 1951, cuando las autoridades soviéticas lo renombraron como Novgoródskoye justamente en los tiempos del macartismo, en plena Guerra Fría, cuando las relaciones soviético-norteamericanas se dañaron. El 1 de julio de 2021, para alejar al país de sus evidentes orígenes rusos y soviéticos y acercarlo más al «mundo civilizado», por decisión del Parlamento ucraniano Novgoródskoye volvió a ser Nueva York.
El Instituto de la Memoria Nacional, la principal entidad cultural gubernamental nazificadora del país, lo explicó muy clarito: «Porque el renombramiento de New York como Novgoródskoye fue dictado por razones político-ideológicas del partido comunista», aunque ese nombre no tenía nada ideológico, pero sonaba demasiado ruso. Junto con su nombre ‘comunista’, en Nueva York fue desmantelada y vendida la fábrica de maquinaria minera, construida todavía en los tiempos del Imperio ruso, con sus tres talleres y productos, que por la magia del ‘libre mercado’ fueron convertidos en materiales de construcción y chatarra. En proporción a las estadísticas generales del país, su población se redujo de 13.200 habitantes en 1992 (un año después de la declaración de la independencia de Ucrania), a 10.788 en 2014, después del golpe de Estado de Maidán, que puso fin a los estudios demográficos de la población ucraniana. Seguramente eran incompatibles con los nuevos valores democráticos, y mucho más en Donbass, un territorio proletario, minero, prorruso, ajeno al sueño del mundo civilizado, con gente de ‘segunda categoría’, que en su gran mayoría rechazó el nacionalismo de ultraderecha que tomó el poder en Kiev. Si ahora Nueva York tiene la mitad de su población que en 2014 sería un milagro.
Otro milagro es que, a pesar de la tendencia literalmente demoledora, en Nueva York se conservan hasta ahora un pequeño memorial a los soldados soviéticos que lucharon contra el fascismo alemán y el monumento al ahora ‘incorrecto’ héroe nacional ucraniano, Bogdan Jmelnitski, el líder de la rebelión contra el dominio polaco, quien en 1654 firmó el tratado que unió las fuerzas cosacas ucranianas con Rusia en su lucha contra los ‘civilizadores’ europeos, convirtiendo a los ucranianos y a los rusos en pueblos de un solo país.
La toponimia de nuestros países es un libro abierto de historia. ¿Cuántas tierras hay en el mundo con los nombres geográficos de pueblos que no existen más y cuyas únicas lenguas con su memoria se perdieron para siempre, que jamás podremos descifrar qué quiso decir el nombre de un tal río y de un tal cerro? La historia del poder es una máquina borradora de recuerdos, de recuerdos que guardan la espiritualidad y el aprendizaje de nuestros pueblos.
En la historia reciente de un ‘fake’ político llamado ‘independencia ucraniana’ podemos distinguir cuatro etapas:
La primera, la más larga (entre el 1991 y el 2013), fue la degradación mediática masiva y permanente de todo lo ruso y soviético, acusándolo de todos los males, tragedias, problemas y faltas en el país, inventando el cuento del «genocidio del pueblo ucraniano» y de la «prohibición» de su cultura, aunque todos los datos estadísticos objetivos del período soviético de la República Socialista Soviética de Ucrania indican todo lo contrario. Ucrania fue la parte más desarrollada tecnológicamente y con el nivel de vida más alto en toda la URSS, con una enorme proporción de ucranianos al mando del enorme país. («Durante la ocupación comunista» y «porque los ucranianos son más europeos y más trabajadores», les explicará el Instituto de la Memoria Nacional).
La segunda etapa fue la demolición masiva de los monumentos a Lenin. El creador del Estado soviético, Vladímir Ilich Lenin, fue también el principal gestor de la creación de la República Ucraniana Soviética Socialista, con el derecho de salir libremente de la Unión Soviética y con una política estatal de ‘ucranianización’ (al igual que en todas las repúblicas nacionales y autónomas). El Estado soviético incentivaba el desarrollo de las culturas y lenguas locales para construir la gran hermandad de sus pueblos. A su vez se incentivaban valores internacionalistas y se erradicaban los nacionalismos locales y el chovinismo ruso por ser considerados dañinos rudimentos del pasado capitalista. Además, es curioso saber, que, con todo y eso, Lenin nunca estuvo en Ucrania. Para el momento de la declaración de la independencia en 1991, en el país había cerca de 5.500 monumentos de Lenin. A finales del 2013, para la ‘revolución’ del Maidán, solo quedaban 2.178. Una de las primeras cosas que hizo el Gobierno golpista que con ayuda de la CIA y del MI6 llegó al poder fue prohibir la ideología comunista, igualándola al fascismo. Aunque los paramilitares nazis con esvásticas y otros elementos de la civilización europea son la principal base del apoyo del régimen en las calles y en los cuarteles. Con esta ley, hasta agosto de 2017 fueron demolidos los 1.320 monumentos a Lenin restantes. Uno de los mejores monumentos a Lenin del mundo estaba en Kiev, era obra del gran escultor soviético Serguéi Merkúrov. El 8 de diciembre fue derribado por una turba de nacionalistas y luego, con martillos, molido a pedazos. Posteriormente esos pedazos se vendían como ‘souvenirs’. Decían que Merkúrov era primo del gran místico ruso Gueorgi Gurdjieff, y recuerdo que en esos tiempos circuló un meme según el cual el espíritu de Gurdjieff se vengaría por su familiar. Decir que la profecía se cumplió es no decir nada.
La cuarta y peor etapa fue, y es, la destrucción masiva de los monumentos a los soldados soviéticos que derrotaron al fascismo. Lamentablemente, esta enfermedad letal se convirtió en los últimos años en una pandemia y se expandió a los países vecinos a Ucrania. Y, por una ‘extraña’ coincidencia, a los de la OTAN. Así, tan solo en Polonia, de los 561 monumentos que existían, hasta diciembre de 2023 habían demolido 468, y de algunos otros eliminaron la simbología soviética. Todo esto se hace, obviamente, hablando del «fascismo ruso». De la suerte de estos monumentos en Ucrania, ni hablar. Desde la misma ley de «descomunización» a partir del 2014, se destruyeron cientos, se eliminan masivamente como una operación militar contra la memoria histórica, pero, a diferencia del caso de los monumentos de Lenin, aquí no tenemos ninguna estadística especial. Incluso la Wikipedia se pone tímida y no se atreve a publicar ningún artículo sobre este tema como un fenómeno político. La profanación oficial de la memoria de lo más sagrado de nuestros pueblos todavía no se exhibe al mundo con el orgullo de los retardados mentales que les muestran a otros los productos de su digestión.
Y la tercera etapa, el tema que tratamos aquí, es la del cambio de los nombres históricos de la geografía ucraniana, la más amplia de todas. Los nombres que dieron a las ciudades, pueblos y barrios ucranianos los que realmente construyeron el país, desde el Imperio ruso hasta la Unión Soviética, son desplazados y reemplazados por los de quienes los destruyen. Según las estadísticas oficiales del primer Gobierno de Kiev pos-Maidán, solo en los primeros dos años del régimen, hasta el 15 de julio de 2016, cambiaron los nombres a 906 ciudades y aldeas, 19 regiones y 27 distritos urbanos. Solo en 2022 cambiaron más de 7.600 topónimos relacionados con la URSS y Rusia, con orgullo informó el ministro de Cultura y de Política Informativa de Ucrania, Aleksandr Tkachenko.
Solo en Kiev, la capital de la ‘revolución de la dignidad’, las calles pasaron a llamarse con los nombres de nazis ucranianos, como la avenida Stepán Bandera (antes avenida Moscú) y la avenida Román Shujevich (antes avenida General Vatutin, quien fuera el jefe militar de la operación de liberación a Kiev de la ocupación fascista alemana) o la calle Simón Petliura (antes calle Komintern, que significa Internacional Comunista), «héroe de la independencia ucraniana» y organizador de los pogromos de judíos entre 1918 y 1919, a los que castigó «por su apoyo a la Revolución bolchevique». A esos nombres se les sumaron héroes más modernos como Ronald Reagan (antes calle Theodore Dreiser, gran escritor humanista estadounidense) y Senador John McCain, el destacado anticomunista norteamericano y defensor del régimen de Kiev (renombrando a la calle Iván Kudria, un héroe soviético, oficial de la inteligencia del Ejército Rojo que organizó la guerrilla antifascista en Ucrania y fue ejecutado por los nazis). Dime qué nombre le pones a tus calles y te diré…
Cuando veo la pequeña Nueva York en las estepas del sur de Ucrania, empobrecidas y desde hace tiempo abandonadas por el Estado, no puedo evitar pensar en los niños pobres de los puertos del ‘Tercer Mundo’, hijos de la ignorancia y de la necesidad, con nombres Onedollar o Usnavy, donde hay una mezcla de analfabetismo y el deseo alienado de querer «ser como ellos», en sus mundos de lo desechable.
Deseo a los neoyorquinos ucranianos, independientemente de sus actuales preferencias políticas y diversas lecturas de la historia de su tierra, sobrevivir a estos trágicos tiempos y algún día devolver los nombres propios a sus geografías, a sus recuerdos y a sus heridas.
*Periodista ucraniano chileno, colaborador de los medios independientes latinoamericanos y reside en Moscú.
Fuente: RT