Gran parte de la izquierda es menudo cómplice de esta ideología de la intervención ‘humanitaria’, descubriendo nuevos ‘Hitlers’ según surge la necesidad
Por Christopher Hedges*
«Vinimos, vimos, murió», bromeó Hillary Clinton cuando Muamar Gaddafi, tras siete meses de bombardeos de EEUU y la OTAN, fue derrocado en 2011 y asesinado por una turba yihadista que lo sodomizó con una bayoneta. Pero Gaddafi no sería el único en morir. Libia, antaño el país más próspero y más estables de África, un país con sanidad y educación gratuitas y de calidad, derecho de todos los ciudadanos a una vivienda, electricidad, agua y gasolina subvencionadas, junto con la tasa de mortalidad infantil más baja y la esperanza de vida más alta del continente, además de una de las tasas de alfabetización más elevadas, se fragmentó rápidamente en facciones enfrentadas. En la actualidad, dos regímenes rivales se disputan el control de Libia, junto con una serie de milicias rebeldes.
El caos que siguió a la agresión occidental hizo que las armas de los arsenales del país inundaran el mercado negro, y muchas de ellas fueron arrebatadas por bandas como el Estado Islámico. La sociedad civil dejó de funcionar. Los periodistas captaron imágenes de inmigrantes procedentes de Nigeria, Senegal y Eritrea golpeados y vendidos como esclavos para trabajar en los campos o en las obras de construcción. Las infraestructuras de Libia, incluidas las redes eléctricas, los acuíferos, los yacimientos petrolíferos y las presas, se deterioraron. Y cuando las lluvias torrenciales de la tormenta Daniel -la crisis climática es otro regalo del mundo industrializado a África- desbordaron dos presas decrépitas, muros de agua de 6 metros de altura se derrumbaron e inundaron el puerto de Derna y Bengasi, dejando hasta 20.000 muertos, según Abdulmenam Al-Gaiti, alcalde de Derna, y unos 10.000 desaparecidos.
«La fragmentación de los mecanismos de gestión y respuesta a las catástrofes del país, así como el deterioro de las infraestructuras, agravaron la enormidad de los problemas. La situación política es un factor de riesgo», declaró el profesor Petteri Taalas, Secretario General de la Organización Meteorológica Mundial.
Taalas declaró a la prensa el jueves pasado que «la mayoría de las víctimas humanas» se habrían evitado si hubiera habido un «servicio meteorológico que funcionara con normalidad» que «hubiera emitido las alertas [necesarias] y también la gestión de emergencias de este hubiera podido llevar a cabo las evacuaciones de la población».
El cambio de gobierno por Occidente, llevado a cabo en nombre de los DDHH bajo la doctrina de las Naciones Unidas de la R2P (Responsabilidad de Proteger), destruyó Libia -como hizo con Irak- como nación unificada y estable. Las víctimas de las inundaciones forman parte de las decenas de miles de muertos libios resultantes de nuestra «intervención humanitaria», que hizo que la ayuda en caso de catástrofe fuera inexistente.
Somos responsables del prolongado sufrimiento de Libia. Pero una vez que sembramos el caos en un país en nombre de salvar a sus perseguidos -independientemente de si están siendo perseguidos o no- nos olvidamos de que existen.
Karl Popper, en «La sociedad abierta y sus enemigos», advirtió contra la ingeniería utópica, las transformaciones sociales masivas, casi siempre implantadas por la fuerza, y dirigidas por quienes se creen dotados de una verdad revelada. Estos ingenieros utópicos llevan a cabo la destrucción al por mayor de sistemas, instituciones y estructuras sociales y culturales en un vano esfuerzo por alcanzar su visión. En el proceso, desmantelan los mecanismos autocorrectivos de reforma incremental y fragmentaria que son impedimentos para esa gran visión. La historia está repleta de ingeniería social utópica asesina: los jacobinos, los comunistas, los fascistas y ahora, en nuestra propia era, los globalistas o imperialistas neoliberales.
Libia, como Irak y Afganistán, fue víctima de las maniobras de los intervencionistas humanitarios: Barack Obama, Hillary Clinton, Ben Rhodes, Samantha Power y Susan Rice. Obama armó y respaldó a una fuerza insurgente que creían que cumpliría las órdenes de EEUU. En un reciente post, Obama instaba a la población a apoyar a las agencias de ayuda para aliviar el sufrimiento del pueblo libio, una petición que provocó una comprensible reacción violenta en las redes sociales.
No existe un recuento oficial de las víctimas directas e indirectas de la violencia en Libia durante los últimos 12 años. Esto se ve agravado por el hecho de que la OTAN no investigó las víctimas resultantes de su bombardeo de siete meses del país en 2011. Pero es probable que la cifra total de muertos y heridos se cuente por decenas de miles. Action on Armed Violence registró «8.518 muertos y heridos por violencia explosiva en Libia» entre 2011 y 2020, de los cuales 6.027 fueron víctimas civiles.
En 2020, una declaración publicada por siete agencias de la ONU informaba de que «cerca de 400.000 libios se han visto desplazados desde el inicio del conflicto hace nueve años, aproximadamente la mitad de ellos en el último año, desde que comenzó el ataque a la capital, Trípoli, [por parte de las fuerzas del mariscal de campo Khalifa Belqasim Haftar]». «La economía libia se ha visto golpeada por la [guerra civil] y la pandemia del COVID-19», informó el Banco Mundial en abril de este año. «La fragilidad del país está teniendo repercusiones económicas y sociales de gran alcance. El PIB per cápita disminuyó un 50% entre 2011 y 2020, mientras que podría haber aumentado un 68% si la economía hubiera seguido su tendencia anterior al conflicto», señala el informe. «Esto sugiere que la renta per cápita de Libia podría haber sido un 118 por ciento mayor sin el conflicto. El crecimiento económico en 2022 siguió siendo bajo y volátil debido a las interrupciones de la producción de petróleo relacionadas con el conflicto.»
El informe de AI sobre Libia 2022 también ofrece una lectura sombría. «Las milicias, los grupos armados y las fuerzas de seguridad siguieron deteniendo arbitrariamente a miles de personas. Decenas de manifestantes, abogados, periodistas, críticos y activistas fueron detenidos y sometidos a tortura y otros malos tratos, a desapariciones forzadas y a «confesiones» forzadas ante las cámaras». AI describe un país en el que las milicias actúan con impunidad y los abusos contra los DDHH, incluidos los secuestros y la violencia sexual, son generalizados. Añade que «los guardacostas libios respaldados por la UE y las milicias de la Autoridad de Apoyo a la Estabilidad interceptaron a miles de refugiados y migrantes en el mar y los devolvieron por la fuerza a centros de detención en Libia. Los migrantes y refugiados detenidos fueron sometidos a tortura, homicidios ilegítimos, violencia sexual y trabajos forzados.»
Los informes de la Misión de Apoyo de la ONU a Libia (UNSMIL) no son menos terribles.
En Libia se saquearon arsenales de armas y municiones -se calcula que entre 150.000 y 200.000 toneladas- y muchas de ellas se traficaron a Estados vecinos. En Malí, las armas procedentes de Libia alimentaron una insurgencia latente de los tuareg, desestabilizando el país. En última instancia, condujo a un golpe militar y a una insurgencia yihadista que suplantó a los tuareg, así como a una guerra prolongada entre el gobierno maliense y los yihadistas. Esto desencadenó otra agresión militar francesa y provocó el desplazamiento de 400.000 personas. Las armas y municiones procedentes de Libia también llegaron a otras zonas del Sahel, como Chad, Níger, Nigeria y Burkina Faso.
La miseria y la carnicería, que se extendieron desde una Libia desmembrada, se desencadenaron en nombre de la democratización, la construcción nacional, la promoción del Estado de derecho y los DDHH.
El pretexto para el asalto fue que Gaddafi estaba a punto de lanzar una operación militar para masacrar a civiles en Bengasi, donde las «fuerzas rebeldes» habían tomado el poder. Tenía tanta sustancia como la acusación de que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva, otro ejemplo de ingeniería social utópica que dejó más de un millón de iraquíes muertos y millones más expulsados de sus hogares.
Gaddafi -a quien entrevisté durante dos horas en abril de 1995 cerca de los restos destruidos de su casa, bombardeada por aviones de guerra estadounidenses en 1986 que asesinaron a una de sus hijas- y Hussein fueron atacados no por lo que hacían a su propio pueblo. Fueron atacados porque sus naciones tenían grandes reservas de petróleo y eran independientes del control occidental. Renegociaron contratos más favorables para sus naciones con los productores de petróleo occidentales y adjudicaron contratos petroleros a China y Rusia. Gaddafi también dio acceso a la flota rusa al puerto de Bengasi.
Los correos electrónicos de Hillary Clinton, obtenidos a través de una solicitud de libertad de información y publicados por WikiLeaks, también exponen la preocupación de Francia por los esfuerzos de Gaddafi para «proporcionar a los países africanos francófonos una alternativa al franco francés (CFA)». Sidney Blumenthal, asesor de Clinton durante muchos años, informó sobre sus conversaciones con oficiales de inteligencia franceses acerca de las motivaciones del presidente francés Nicholas Sarkozy, principal artífice del ataque a Libia. Blumenthal escribe que el presidente francés busca «una mayor participación en el petróleo libio», una mayor influencia francesa en la región, una mejora de su posición política interna, ocultar el financiamiento de Gaddafi a sus campañas, una reafirmación del poder militar francés y el fin de los intentos de Gaddafi de suplantar la influencia francesa en el «África francófona.»
Sarkozy, que ha sido condenado en dos casos distintos por corrupción e incumplimiento de las leyes de financiación de campañas electorales, se enfrenta a un juicio histórico en 2025 por haber recibido presuntamente millones de euros en contribuciones secretas ilegales de Gaddafi a su campaña, para ayudarle en su exitosa candidatura presidencial de 2007. Estos fueron los verdaderos «crímenes» en Libia. Pero los verdaderos crímenes siempre permanecen ocultos, tapados por una retórica florida sobre la democracia y los DDHH.
El experimento estadounidense, basado en la esclavitud, comenzó con una campaña genocida contra los nativos norteamericanos que se exportó a Filipinas y, más tarde, a países como Vietnam. Los relatos que nos contamos sobre la II Guerra Mundial, en gran medida para justificar nuestro derecho a intervenir en todo el mundo, son mentira.
Fue la Unión Soviética la que destruyó el ejército alemán mucho antes de que desembarcáramos en Normandía. Bombardeamos ciudades en Alemania y Japón matando a cientos de miles de civiles. La guerra en el Pacífico Sur, donde luchó uno de mis tíos, fue bestial, caracterizada por un racismo rabioso, mutilaciones, torturas y la ejecución rutinaria de prisioneros. Los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki fueron crímenes de guerra atroces.
EEUU destruye rutinariamente las democracias que nacionalizan las empresas estadounidenses y europeas, como en Chile, Irán y Guatemala, sustituyéndolas por regímenes militares represivos. Y como sigue intentando hacer en Cuba. Washington apoyó los genocidios de Guatemala y Timor Oriental. Adopta el crimen de la guerra preventiva. Hay poco en nuestra historia que justifique la pretensión de virtudes estadounidenses únicas.
Las pesadillas que orquestamos en Irak, Afganistán y Libia son minimizadas o ignoradas por la prensa, mientras que los beneficios son exagerados o inventados. Y como EEUU no reconoce al Tribunal Penal Internacional, no hay ninguna posibilidad de que ningún dirigente estadounidense rinda cuentas por sus crímenes.
Los defensores de los DDHH se han convertido en una pieza vital del proyecto imperial. La extensión del poder estadounidense, argumentan, es una fuerza para el bien. Esta es la tesis del libro de Samantha Power «A Problem from Hell: [Norte]América y la era del genocidio». Defienden la doctrina R2P del Departamento de Estado. Según esta doctrina, los Estados deben respetar los DDHH de sus ciudadanos. Cuando se violan estos derechos, se anula la soberanía. Se permite la intervención de fuerzas exteriores. Miguel d’Escoto Brockmann, ex presidente de la Asamblea General de la ONU, advirtió en 2009 que la R2P podría utilizarse (y se utilizó) indebidamente «para justificar intervenciones arbitrarias y selectivas contra los Estados más débiles».
«Desde el final de la Guerra Fría, la idea de los DDHH se ha convertido en una justificación para la intervención de las principales potencias económicas y militares del mundo, sobre todo EEUU, en países vulnerables a sus ataques», escribe Jean Bricmont en «Imperialismo humanitario: Utilizar los DDHH para vender la guerra». Gran parte de la izquierda es menudo cómplice de esta ideología de la intervención, descubriendo nuevos ‘Hitlers’ según surge la necesidad, y denunciando los argumentos contra la guerra como apaciguamiento según el modelo de Munich en 1938.
El credo de la intervención humanitaria es selectivo. La compasión se extiende a las víctimas «dignas» mientras que las víctimas «indignas» son ignoradas. La intervención militar es buena para los iraquíes, los afganos o los libios, pero no para los palestinos. Los DDHH son supuestamente sacrosantos cuando se habla de Cuba, Venezuela e Irán, pero irrelevantes en nuestras colonias penales extraterritoriales, la mayor prisión al aire libre del mundo en Gaza o nuestras zonas de guerra infestadas de drones. La persecución de disidentes y periodistas es un crimen en China o Rusia, pero no cuando los objetivos son Julian Assange y Edward Snowden.
La ingeniería social utópica es siempre catastrófica. Crea vacíos de poder que aumentan el sufrimiento de aquellos a quienes los utopistas pretenden proteger. La bancarrota moral de la clase liberal, que narro en «La muerte de la clase liberal», es total. Los liberales han prostituido sus supuestos valores al Imperio. Incapaces de asumir la responsabilidad de la carnicería que infligen, claman por más destrucción y muerte para salvar al mundo.
*Periodista y corresponsal de guerra estadounidense.
Fuente: El Viejo Topo / La Haine