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¿Es imposible mudarse a un lugar mejor?

Reproducimos en forma íntegra el artículo de Mercedes de Virgilio, publicado en la Revista Anfibia. Hoy se necesitan 180 sueldos para comprar un departamento nuevo de 30 m2, 13 años de trabajo destinados sólo al sueño de la (mini) casa propia. Especulación inmobiliaria, ausencia de créditos, pérdida del poder adquisitivo y pobreza: las barreras estructurales que hacen que el derecho a la propiedad privada se trague el derecho a la vivienda. ¿Hay una salida?

Por Mercedes Di Virgilio

Las postales de la crisis de 2001 vuelven con más intensidad a nuestra retina en este fin de año. Pareciera haber un juego de espejos y caleidoscopios entre ese diciembre y el actual. Nadie quiere volver al 2001 pero los acontecimientos del presente parecen encapricharse y llevarnos reiteradamente a ese pasado. Tras algunos momentos de sosiego, la crisis del 2001 nos abandonó sólo intermitentemente, casi que no nos dio respiro. El fin de la paridad cambiaria impactó en todas las dimensiones de nuestra vida política, económica y social, y configuró rasgos de la cuestión urbana que podemos observar aún hoy.

Como herencia de un proceso que se inicia en los ´70 y se profundiza en los ´90, en los albores del siglo XXI, el sociólogo Néstor López señalaba que las transformaciones experimentadas dejaban como resultado una fuerte fragmentación espacial asociada a la redistribución de los diferentes grupos sociales en el espacio urbano, la exclusión de los grupos más pobres como efecto de los cambios experimentados en el mercado de trabajo y la vulnerabilidad de los sectores medios también afectados por los vaivenes del mercado de trabajo. En este escenario estalla la crisis de 2001 y, casi de manera inmediata, se dejan ver sus esquirlas en materia habitacional.

El conflicto social se territorializó, los barrios comenzaron a ser escenario de oyas populares, piquetes y puebladas. El clima era de tanta tensión que, a inicios del año 2002, el gobierno nacional, en el contexto de la renegociación de la cartera de préstamos, le propuso al BID orientarla a la emergencia. El dinero se destinó exclusivamente a los programas sociales, y a llevar ayuda a los grandes conglomerados urbanos, los que más preocupaban en el mapa de los posibles estallidos sociales. Al conurbano Bbonaerense fue gran parte de los planes para mejorar barrios carenciados. Veinte años después estos mismos barrios siguen siendo objeto de intervención. Una respuesta integral sigue pendiente.

En Argentina, según datos del Registro Nacional de Barrios populares en proceso de integración urbana (RENABAP), existen más de 4.400 barrios populares en los que se estima viven 4 millones de personas. Al año 2021, el Registro se encuentra en proceso de actualización contabilizándose al menos 1.100 nuevos barrios. La informalidad vinculada al hábitat pone en evidencia que una parte importante de la población no cuenta con los ingresos necesarios para hacer frente a los precios estructurados por el mercado formal de tierra y vivienda. Históricamente tampoco se han logrado instituir líneas de financiamiento hipotecarias de largo plazo que faciliten el acceso a la tierra y a la vivienda a través del crédito. Finalmente, permite observar que el sistema de protección social y las políticas urbanas (en particular, las de construcción de vivienda social) distan de ser inclusivos y muestran vacíos que reproducen la vulnerabilidad y la estratificación en el acceso al bienestar.

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La situación de los barrios se vio impactada por la pandemia por COVID-19. El relevamiento realizado en el año 2020 por la organización TECHO en barrios populares muestra que el 89,5% de lxs entrevistadxs consideró que la situación de su vivienda hizo más difícil sostener la cuarentena. De éstos, el 31,2% consideró que lxs afectó totalmente y el 24,6% que lxs afectó mucho. Según TECHO, al ser consultadxs sobre las razones por las cuales consideraron que la situación habitacional dificultó su capacidad para afrontar el aislamiento, el 41,3% respondió que fue debido a la cantidad de personas que viven en la misma vivienda, mientras que el 37,3% destacó como inconveniente el espacio reducido.

Las características de las viviendas constituyeron un obstáculo claro para cumplir con las medidas de distanciamiento necesarias para evitar el contagio. Otro 25,9% hizo referencia a la falta de separaciones internas en la vivienda. Los materiales de la vivienda fueron percibidos (32,3% de lxs entrevistados) como un problema para afrontar al coronavirus, en particular por los problemas relacionados al servicio sanitario.

Por otro lado, la inusitada visibilidad que adquirieron las tomas de tierra en el escenario pandémico -habitualmente, en la Provincia de Buenos Aires ocurren unas 140 tomas por mes- desnudó el laberinto de los derechos en el que estamos metidxs como sociedad. Empatizamos más con el derecho humano a la propiedad privada que con el derecho humano a la vivienda.

El camino para zanjar las tensiones parece ser repensar la agenda urbana, en general, y la cuestión de la vivienda, en particular, desde la perspectiva de los derechos humanos. Sin una agenda urbana que priorice la perspectiva de derechos, el hilo parece cortarse -como en el 2001- siempre por el lugar más débil en detrimento de las poblaciones que luchan por dar respuesta a sus penurias de vivienda.

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Los recuerdos del 2001 se mezclan otra vez con situaciones del presente en las escenas protagonizadas por los damnificados de los créditos hipotecarios que -en el contexto de la convertibilidad- habían sido contraídos a valor dólar.

La devaluación generada por el abandono de la paridad cambiaria puso al borde del abismo a los hogares que habían contraído créditos hipotecarios en dólares y percibían sus ingresos en pesos. En ese marco, los poderes ejecutivo y legislativo se vieron obligados a intervenir limitando las ejecuciones hipotecarias y pesificando los créditos dolarizados. Esta situación dejó como resultado, entre otras cuestiones, un profundo proceso de desintermediación financiera que se tradujo en una fuerte caída de los préstamos hipotecarios.

Según datos de la prensa de fines de la década de 2000, antes de la crisis de 2001, los hipotecarios representaban unos 16.000 millones de dólares y equivalían al 30 por ciento de las financiaciones al sector privado. Para el año 2007, su participación no superaba el 15 por ciento de los préstamos a personas y empresas. La triste historia volvería a repetirse hace relativamente poco tiempo -durante el gobierno del Ing. Mauricio Macri- afectando especialmente a los destinatarios de los créditos UVA.

A inicios de 2016, con la llegada del PRO al gobierno nacional, el Programa de Crédito Argentino del Bicentenario para la Vivienda Única Familiar (Pro.Cre.Ar) tuvo un golpe de timón que marcaría el derrotero de una nueva política crediticia. Si durante la administración de la expresidenta Cristina Fernández los préstamos hipotecarios -especialmente, aquellos destinados a los sectores medio y medios bajos- habían experimentado una auspiciosa recuperación, la nueva administración reorientó la herramienta del crédito con base en una fuerte articulación con el sector financiero. El gobierno a cargo del Mauricio Macri impulsó una fórmula que combinaba ahorro y préstamo en las denominadas Unidades de Valor Adquisitivo (UVA) –unidad de medida creada por el Banco Central de la Nación para promover el crédito hipotecario. De este modo, la deuda quedaba fijada en UVAs y atada al Coeficiente de Estabilidad de Referencia (CER) en base a la evolución de la inflación.

La política tuvo una promoción masiva por parte de la administración Macri y, también, por la banca pública y privada. Sus alcances parecían prometedores: en un contexto de inflación contenido, la cuota a pagar experimentaba un significativo descenso y los plazos, una extensión de 20 a 30 años. Sin embargo, el globo del optimismo no tardó en pincharse. La administración Macri sobredimensionó su capacidad para controlar la inflación, minimizando los riesgos de una política crediticia eminentemente promercado. La fuerte depreciación de la moneda nacional y la aceleración de la inflación entre los años 2018 y 2019, pusieron una vez más en claro que la vivienda propia era, sin lugar a duda, una ilusión efímera. La herramienta mostró rápidamente sus límites técnicos y lo que es peor, sus límites sociales.

A diferencia del 2001, en donde salían a las calles, los @HIPOTECADOSUVA se hacen visibles en las redes sociales, dejando un testimonio vivo de la incertidumbre que genera el sobreendeudamiento y la imposibilidad de hacer frente al aumento acelerado de las cuotas.

En el contexto de la pandemia, la entrada en vigor del DNU 319/2020 y su prórroga, dispusieron el congelamiento del valor de las cuotas de créditos en UVA. Hoy en día sus deudas se encuentran en proceso de refinanciamiento. La incertidumbre continúa, las entidades financieras tienen plazo hasta el 31 de julio de 2022 para considerar la situación de aquellos destinatarixs que deben abonar un valor de cuota que supera el 35% de sus ingresos.

La crisis de 2001 dejó su huella también en la dinámica del mercado inmobiliario que ya para el año 2003 mostraba claros signos de reactivación. Si bien, en diciembre de 2002, como consecuencia de la salida de la convertibilidad, se verificaba una importante caída del precio del metro cuadrado en dólares. En diciembre de 2003, el valor de las propiedades comienza a recuperarse, alcanzando, en el año 2004, valores similares a los que registraba en períodos anteriores a la devaluación del peso. La rápida recuperación de los precios de los inmuebles se explica por el hecho de que el mercado inmobiliario fue, en esos años, una de las principales opciones de inversión para el excedente de renta generado en otros sectores de la economía.

Desde entonces, el precio del metro cuadrado ha sufrido incrementos sistemáticos. Actualmente, aun en el contexto de la pandemia por COVID-19, los precios muestran una resistencia a la baja, ubicándose por encima de los guarismos registrados en 2016 -según datos disponibles para el Aglomerado Gran Buenos Aires. Estos procesos aparecen documentados por los propios organismos públicos.

En la Ciudad de Buenos Aires, un vecino del barrio de La Boca me relata una escena que se repite con diferentes notas en distintos barrios de la ciudad:

Al lado hay una casa que demolieron y al lado hay un conventillo que lo van a demoler en estos días y al lado hay una casita que también la van a demoler, todo eso va incluido por la falta de pago, entonces los patrones dicen: váyanse porque esto se demuele, lo tiran abajo, llaman a compañías que se encargan de desarmarlo, los desarman y después venden los terrenos vacíos.

La especulación inmobiliaria es así otra de las causas que explican la imposibilidad de amplios sectores de la población para acceder a una vivienda. La vivienda pierde cada vez más su condición de bien social y derecho humano para convertirse en un instrumento financiero de acumulación. El corolario más penoso es que estos procesos afectan tanto a las viviendas que se comercializan en el mercado formal como a aquellas a las que se accede a través de mecanismos informales -por ejemplo, la compraventa de viviendas, terrenos o aires en villas y loteos de origen informal-. Estos procesos afectan tanto a quienes son propietarios como a quienes alquilan, tanto a las viviendas de clase media como a las de la clase trabajadora.

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Si bien, la especulación inmobiliaria no obedece sólo a causas domésticas -a estas alturas, los procesos de financiarización de la vivienda son procesos globales-. En la Argentina, los efectos de la financiarización se combinan en un cóctel explosivo con la pérdida sistemática de poder adquisitivo del salario. Luego de la crisis del 2001, durante la primera década del siglo XXI, el nivel de actividad económica y la cantidad de puestos de trabajo experimentan incrementos muy significativos. Sin embargo, los ingresos laborales reales no logran seguir el ritmo de la recuperación económica y del aumento del empleo. La brecha entre los salarios extremos se incrementa sistemáticamente desde fines del año 2004. En este marco, aun cuando se continúan registrando incrementos significativos en el empleo, la concentración de los ingresos y el aumento de la brecha entre los salarios extremos limitan las posibilidades efectivas de este patrón de crecimiento para producir mejoras en las condiciones de acceso a la vivienda. 

La película no parece tener un final feliz. El poder adquisitivo del salario parece haberse precipitado sistemáticamente desde el 2010 en adelante, con algún paréntesis entre 2015 y 2017. A partir de 2018 esta caída fue estrepitosa. En Argentina, según datos del INDEC y aun considerando las políticas de transferencias monetarias, la pobreza alcanza al 40,6% de la población.

Actualmente, en el Aglomerado Gran Buenos Aires -el de mayor peso poblacional del país y el que concentra el 37% de las situaciones habitacionales deficitarias-, según datos del Instituto de Economía de la UADE, en septiembre de este año se necesitaron 6,02 salarios (medido en términos de salario real promedio) para adquirir un m2 de vivienda nueva y 5,19 salarios para adquirir un m2 de una vivienda usada. Es decir, se necesitaron aproximadamente 180 salarios para comprar un departamento nuevo de unos 30m2. O lo que es lo mismo: 13 años de trabajo, contando los aguinaldos y destinándolos exclusivamente al pago del preciado bien.

Como telón de fondo de esta penuria emerge la pobreza. [MMDV1] Meses antes de que el presidente Fernando De la Rúa renunciara en diciembre de 2001, la pobreza alcanzaba al 46% de la población. Sin embargo, un año después, la pobreza siguió aumentando y a fines de 2022 trepó al 66%. Actualmente, según datos del INDEC y aun considerando las políticas de transferencias monetarias, la pobreza alcanza al 40,6% de la población. Las posibilidades que tienen los hogares y las poblaciones de acceder a una vivienda adecuada no son ajenas a este contexto. De hecho, el acceso a una vivienda y a las externalidades positivas de la vida urbana es una función de procesos económicos y sociales complejos que condicionan la capacidad de los hogares para el acceso a recursos, en general, y a una vivienda adecuada, en particular. Veinte años después, la pobreza continúa siendo una barrera estructural para el acceso a la vivienda.

En Argentina, según datos del Censo 2010, el 55% de los hogares habita en viviendas deficitarias. Se trata de aproximadamente de 6.400.000 hogares que o bien habitan una vivienda que presenta problemas constructivos graves (irrecuperables), comparten la vivienda con otros hogares o bien sus viviendas necesitan de ampliaciones y/o mejoras. De este modo, los problemas habitacionales no afectan exclusivamente a las familias que residen en viviendas irrecuperables, sino también a familias de sectores medios y medios bajos que habitan viviendas de buena calidad, pero en condiciones de hacinamiento. Posiblemente hoy estos guarismos sean aún peores. Las penurias de la vivienda con la que conviven amplios sectores de población en nuestro país parecen responder a estas alturas una crisis sistémica que se profundiza década tras década.

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En el contexto de esta crisis sistémica, asistimos en estas dos últimas décadas a un proceso “novedoso”: la inquilinización. Actualmente, 19% de los hogares urbanos de la Argentina son inquilinos. En el año 2010, eran el 17%, mientras que en el 2001, representaban aproximadamente el 13%. Hoy son algo así como 1.772.437 hogares. Entre ellos, el 50% convive con situaciones deficitarias. Una peculiaridad de este grupo de hogares es que mientras en la Argentina predominan situaciones de déficit cualitativo (es decir, viviendas cuyas condiciones de estado y localización requieren reparaciones, mejoras o completamiento), los hogares inquilinos, en cambio, cuando conviven con condiciones deficitarias se ven afectados por situaciones de déficit cuantitativo. Es decir, o se trata de hogares que comparten el mismo techo con otro hogar y/o núcleo conyugal, o bien habitan en viviendas que no pueden ser mejoradas dada la baja calidad de los materiales constructivos.

La situación de los hogares inquilinos es muy disímil en los diferentes aglomerados urbanos del país. En algunos distritos, como en el caso de Ciudad de Buenos Aires, el porcentaje de hogares en arriendo supera el 34%. En la Ciudad, la oferta de viviendas disponibilizadas en alquiler no temporal es 3 veces menor que las viviendas puestas en venta (25.000 vs 76.000). A ello se suma el stock de viviendas vacías: el 9,2% de las viviendas en la Ciudad se encontraban vacías, siendo Recoleta, Puerto Madero, Retiro y Palermo los barrios con mayor cantidad de viviendas en ese estado.

La problemática del alquiler afecta tanto a las clases medias como a los sectores que habitan en barrios de origen informal y arriendan en el submercado informal de alquiler. El trabajo llevado adelante por Carla Rodríguez y sus colegas Florencia Rodríguez y Soledad Arqueros Mejica documenta que los inquilinos en villas constituyen una población que acumula condiciones de vulnerabilidad: en su mayoría son mujeres jóvenes, jefas de hogar, migrantes, con bajo nivel educativo, que se desempeñan como trabajadoras informales en el mercado laboral. La amplísima mayoría (más del 80% de la población entrevistada en el marco de la investigación) reside en piezas, de los cuales ya sea una habitación en casa de o en una pieza en edificio construido para inquilinato. Habitualmente carecen de ventilación e iluminación adecuadas, comparten espacios comunes (como baño y cocina) y suelen estar acompañadas de situaciones de hacinamiento -una familia ocupa una pieza.

Con la expectativa de promover el mejoramiento de las condiciones del alquiler, en el año 2020, se sancionó la nueva ley de alquileres. Sin embargo, el contexto sociopolítico -pandemia mediante- vino a poner en jaque las bondades asociadas a la Ley 27.551/20. Los posicionamientos frente a la Ley no fueron unívocos.

En el contexto de pandemia, su implementación se vio interrumpida por la entrada en vigor de los DNU 320/20 y el 766/20 que dispusieron la suspensión de los desalojos por falta de pago, congelar los aumentos de los alquileres y prorrogar automáticamente los contratos vencidos, entre otras medidas. Sin embargo, luego de su vencimiento los problemas del arriendo recrudecieron.

Como sugiere Joaquín Tomé, director del Centro de Estudios Económicos Urbanos de la UNSAM, luego del vencimiento de la última prórroga del DNU a fin del mes de marzo del 2021 se reactivaron los desalojos (siempre pasando por una mediación) y comenzaron a exigirse los pagos de las deudas contraídas durante el año 2020. En un contexto de fuerte inflación, en el cual los salarios no logran empatar el incremento de los precios, es difícil saber cómo los hogares inquilinos lograrán pagar sus deudas y hacer frente a los incrementos anuales en el valor del alquiler.

En este marco, la cuestión del alquiler –una forma de resolución del acceso a la vivienda crecientemente extendida– continúa siendo una deuda pendiente. De hecho, hasta el momento no se impulsaron formas de financiamiento y producción de parque público destinadas al alquiler social.

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Las penurias de la vivienda recrudecen como resultado de las imposibilidades y sesgos de la política pública. En las últimas décadas las políticas orientadas al hábitat han tenido un sesgo fuertemente fragmentario y fragmentador. Se orientaron al mejoramiento de barrios o han impulsado la producción de vivienda nueva, llave en manos. En este marco, los incentivos gubernamentales que promueven el financiamiento hipotecario incluso han tenido impactos no deseados en la estructura urbana, en general, y en la expansión de la mancha urbana, en particular.

Los resultados de las iniciativas muestran que los programas de mejoramiento de barrios por sí solos tienen una capacidad limitada para dar respuesta a los déficits de vivienda y a los problemas habitacionales que padecen los sectores de menores ingresos. Los programas masivos de producción de vivienda a menudo han producido viviendas de mala calidad y mal ubicadas, lo que alimenta la expansión urbana y exacerba la segregación socioespacial. De este modo, el foco puesto casi exclusivamente en la vivienda en propiedad, sumado al crecimiento de asentamientos informales resultan en enormes limitaciones para el acceso a la vivienda adecuada por parte de los sectores de menores ingresos.

Pareciera necesario, entonces, un cambio en el abordaje de las penurias de la vivienda. Resulta imprescindible implementar políticas integrales que promuevan la articulación en el territorio de las iniciativas de mejoramiento de barrios, la producción de vivienda nueva, la mejora de la calidad de las viviendas existentes y la cualificación de los entornos urbanos con la provisión de servicios adecuados. Además, requiere impulsar el desarrollo de políticas alternativas al modelo de producción y comercialización de la “casa propia”.

La integralidad no puede prescindir de articular las iniciativas sectoriales con una economía orientada a la generación de empleo, con capacidad de localizar el ahorro y la inversión. La pandemia y el aislamiento supusieron una merma muy importante en los ingresos de las familias de menores ingresos y de clases medias bajas. Esta merma de ingresos se refleja claramente en el consumo de los hogares y, también, en la economía barrial. Las demandas de integralidad se asocian, también, a la incorporación sistemática de la dimensión ecológica y del cambio climático en el diseño de las intervenciones. Finalmente, no pueden pensarse sin géneros. La pandemia puso en foco de la tormenta a las mujeres y disidencias.

Una mirada integral e integrada del ecosistema de políticas destinadas al sector resulta fundamental para evitar la proliferación de nuevos procesos de ocupación de tierras, para dar una respuesta efectiva a las condiciones del déficit habitacional y, quizá la cuestión más importante, para que las respuestas a las penurias de las viviendas contribuyan a resolver las penurias de nuestras ciudades. 

 *Obra Casitas: las piezas son el resultado de dos visitas de Magdalena Jitrik a la quebrada de Humahuaca, Jujuy. La primera realizada en noviembre 2001, un mes antes del estallido social y en febrero de 2002. La artista toma la transformación orgánica del material de construcción adobe, como metáfora de una evidente transformación de la sociedad tras la crisis de 2001. Por otro lado, como referencia arquitectónica al histórico Pucará de Tilcara, lugar escogido por los indígenas tilcaras con fines sociales, rituales y para defenderse de los ataques de sus enemigos.

Fuente: Revista Anfibia

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