Por estos días se cumplirán 20 de la segunda invasión norteamericana a Irak. Aquella que comenzó en 2003, por la supuesta existencia de «armas de destrucción masiva». Reproducimos el artículo de la periodista española Olga Rodríguez.
Redacción
Las consecuencias nefastas de aquella invasión llegan hasta hoy. Pero en el llamado primer mundo ya casi nadie recuerda cuánta gente ayudó a impulsarla, quiénes se enriquecieron con ella, cuáles fueron los crímenes y cuáles las prácticas periodísticas que no deberían repetirse más.
La invasión de Irak hace ahora veinte años se produjo bajo unas premisas aceptadas por una parte importante de los medios de comunicación estadounidenses y europeos. Miles de voces periodísticas en 2003 dieron por buena la mentira de Washington y Londres -sostenida en España por el Gobierno de Aznar- que aseguraba la existencia de armas de destrucción masiva en poder del régimen de Sadam Hussein.
Estados Unidos había confeccionado una enrevesada tesis con la que acusaba a Irak de ser una amenaza para el mundo e incluso de tejer alianzas con Al Qaeda. Poco importaba que el régimen iraquí fuera laico y enemigo de los islamistas o que las presuntas pruebas sobre las armas de destrucción masiva fueran burdas e inconsistentes. Una gran parte de los medios occidentales no cumplió con el principal deber de su oficio: dudar, hacerse preguntas, investigar y evitar asumir como única información válida la que procede de los grandes despachos.
No solo eso. Algunos contribuyeron al señalamiento y estigmatización de aquellos periodistas que ponían en duda las tesis de Washington. Cuestionar el discurso oficial y advertir de los riesgos de la invasión de Irak fue presentado en EEUU como algo equivalente a apoyar el régimen de Sadam Hussein. Quienes informaron de la falta de consistencia de las acusaciones del Gobierno de Bush o advirtieron de las posibles consecuencias nefastas de la guerra sufrieron descrédito o indiferencia por parte del mainstream.
Pude vivir ese año 2003 primero informando de los acontecimientos desde Bagdad y posteriormente, tras la invasión del país, de los movimientos políticos estadounidenses desde Nueva York. El contraste entre aquellos dos mundos era evidente. Irak, recién invadido y ocupado, traumatizado por los intensos bombardeos y las matanzas de civiles, sufría una nueva fase de la guerra. Estados Unidos, aún afectado por los atentados del 11S, experimentaba un contexto de miedo con el que se intentaba justificar todo.
La propaganda ante la invasión
En el Irak previo a la invasión los reporteros que informábamos desde la capital iraquí seguíamos a diario las idas y venidas de trabajadores de Naciones Unidas en Bagdad, cuya misión era comprobar si había o no armas de destrucción masiva en Irak. “¿Cómo probar la inexistencia de algo?”, se preguntaban algunos inspectores en encuentros informales con la prensa.
El 5 de febrero de 2003, en una destartalada sala del centro de información de Bagdad, decenas de periodistas occidentales escuchamos la ya célebre comparecencia del Secretario de Estado Colin Powell, en la que aseguró la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Los editoriales de buena parte de la prensa al día siguiente dieron por buenas sus afirmaciones, que tiempo después se comprobarían falsas.
Cuando días antes de los primeros bombardeos los inspectores de la ONU abandonaron el país -sin que importara su veredicto-, el Pentágono telefoneó a los directivos de algunos grandes medios de Estados Unidos para indicarles que la prensa estaría mejor empotrada con el ejército estadounidense y no en la capital iraquí trabajando por su cuenta.
Las cadenas ABC y NBC aceptaron y sacaron inmediatamente de Irak a sus reporteros destinados en Bagdad, que vivieron aquello con una enorme frustración profesional. En algunos casos, los sustituyeron por freelances; en otros, simplemente apostaron por informar con sus periodistas empotrados en las filas militares estadounidenses, a menudo sin posibilidad de observar las consecuencias de los bombardeos en barrios residenciales, hospitales o morgues.
Los intentos de control
La ‘prensa empotrada’ en el ejército fue obligada a firmar contratos en los que se comprometía a no informar sobre la unidad militar, sus misiones, sus armas o ubicación. El teniente coronel Rick Long, del Cuerpo de Marines de EEUU, explicó así la función de ese modelo de “periodismo empotrado”: “Francamente, nuestro trabajo es ganar la guerra. Parte de eso es la guerra de información. Así que vamos a intentar dominar el ambiente de la información”.
Tres semanas después del inicio de la invasión, el Ejército de EEUU disparó en una misma mañana contra tres sedes de la prensa no empotrada en Bagdad, matando a José Couso y Taras Prosyuk en el hotel Palestine -un ataque que presenciamos decenas de periodistas- y a otro reportero más en la sede de Al Jazeera.
En Estados Unidos la mayoría de la profesión se ajustó a las tesis de la administración Bush. Algunos fueron despedidos de sus medios por ser escépticos ante las posiciones oficiales –Phil Donahue o Peter Arnett- y las principales cadenas de televisión llenaron su programación de interlocutores defensores de la operación militar.
Según datos de Fairness and Accuracy in Reporting, durante las dos semanas previas a la invasión la inmensa mayoría de los entrevistados en las cadenas ABC, CBS, NBC y PBS eran partidarios de la posición gubernamental y solo tres -de un total de 393- pertenecían a colectivos contrarios a la guerra.
Quienes marcaron la diferencia
Buena parte de los profesionales de la televisión en EEUU optaron por colocarse un pin con la bandera estadounidense en la solapa de sus chaquetas. Quienes no lo hicieron fueron criticados por comentaristas de prensa y medios audiovisuales.
Hubo excepciones en la cobertura, sobre todo protagonizadas por cuatro periodistas que entonces trabajaban para la cadena de periódicos Knight-Ridder -hoy desaparecida- y que informaron de la falta de pruebas sobre la existencia de armas prohibidas en Irak. También probaron la falsedad de informaciones que atribuían identidad de espía iraquí a uno de los autores de los atentados del 11S.
Uno de aquellos periodistas, John Walcott, exeditor de Seguridad Nacional y Asuntos Exteriores en Reuters y Bloomberg News, es actualmente profesor en la Escuela de Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown. Walcott señalaba recientemente que “las lecciones que los reporteros deberían haber aprendido tras los fallos en la cobertura de Irak son:
1. Los periodistas tienen la obligación de investigar si las afirmaciones gubernamentales, corporativas o de otro tipo son verdaderas.
2. El valor de una fuente a menudo es inversamente proporcional a su rango o celebridad“.
Los otros tres periodistas de Knight-Ridder que marcaron la diferencia fueron Jonathan S. Landay, Joe Galloway -ya fallecido- y Warren Strobel, actualmente en el Wall Street Journal. Landay ha explicado en varias ocasiones que su modo de actuar fue poner en práctica la esencia del periodismo, es decir, hacerse preguntas:
“Abordábamos nuestro trabajo haciéndonos siempre la misma pregunta: ‘¿es esto cierto?’ Es la pregunta básica que todo periodista debe hacerse cada vez que un gobierno, cualquier gobierno, hace una afirmación”.
Sin embargo, tras la ocupación de Irak, a medida que las consecuencias desastrosas crecían y las mentiras se descubrían, una parte importante del periodismo no actuó desarrollando herramientas para evitar que una cobertura tan poco ajustada a la realidad -y que solo toleró perspectivas en favor de la guerra- se repitiera en el futuro. En su lugar, fue readaptándose reescribiendo el relato y creando nuevos argumentos para justificar la operación militar.
La mayoría de los periodistas que publicaron “exclusivas” sobre la existencia de armas de destrucción masiva y que jalearon aquella invasión siguieron -y siguen- en sus puestos o han experimentado ascensos, a excepción de la reportera del New York Times Judith Miller, despedida del diario.
“No hubo reportajes, hubo taquigrafía”, ha dicho Walcott. “Fue muy difícil desempeñar el papel de vigilante de la misión estadounidense en Irak. Faltó un informe de rendición de cuentas”, ha indicado. El veterano Dan Rather, expresentador del programa 60 minutes, reflexionaba así en 2010: “Si desde el periodismo hubiéramos hecho nuestro trabajo, creo que se podría argumentar con fuerza que tal vez Estados Unidos no habría ido a la guerra”.
En los años que siguieron a la invasión, continuó siendo complicado apostar por otro tipo de cobertura. El entonces reportero de la cadena ABC Jeffrey Kofman fue uno de tantos ejemplos. Sufrió una campaña de ataques desde varios medios -le definieron como gay y canadiense, como si aquello mermara su capacidad- por haber dado voz desde Bagdad a algunos iraquíes y a un soldado estadounidense críticos con Washington.
La confianza del periodismo en las vías militares
El desastre en Irak comenzó a ser patente, pero lo que muchos periodistas recibieron de sus superiores fue la consigna de que aquello no era noticia, que ya no merecía atención. Mientras, la violencia, la militarización y el dolor se extendían en el país.
Algunos reporteros comenzamos a escuchar testimonios de víctimas de torturas que habían salido de cárceles secretas con secuelas físicas y psicológicas. Se publicaron algunos reportajes sobre ello, pero la mayoría optó por ignorarlos. Las voces de árabes con tez morena no valían lo suficiente frente a las afirmaciones de los dirigentes blancos estadounidenses. Daba igual que nos hubieran mentido en repetidas ocasiones. La confianza de gran parte del periodismo en la oficialidad se mantuvo. Se mantiene.
Fueron necesarias pruebas visuales, fotografías de presos torturados, para que los grandes medios internacionales dieran crédito a las denuncias de las víctimas e impulsaran la cobertura del llamado escándalo de Abu Ghraib. Aún así, una parte del periodismo siguió -y sigue- nutriéndose con confianza y casi exclusivamente de las fuentes gubernamentales, prescindiendo de la investigación y de las preguntas pertinentes.
Dicho en palabras de Andrew Cockburn, actualmente editor en Washington de Harper´s magazine (como curiosidad, fue coproductor del filme El Pacificador, protagonizado por George Clooney):
“La prensa [estadounidense] ha aprendido que mientras se mantenga muy cerca de la línea oficial del Gobierno de EE.UU. no corre ningún peligro ni enfrenta la posibilidad de una consecuencia negativa o sanción, por muy mal que haga su trabajo periodístico. La lección más importante aprendida por toda una nueva generación de periodistas fue que la guerra es buena para la carrera periodística, sin importar cuán malo seas para informar de ella”.
Seguir colectivamente las narrativas oficiales, por muy alejadas que estén de los hechos, no pasa factura. Lo contrario, sí. Lo saben bien algunos periodistas que en nuestro país sufrieron represalias por intentar hacer una cobertura honesta de la guerra de Irak.
Ante contextos bélicos posteriores, una buena parte de los medios volvió a defender que la guerra es inevitable, que la diplomacia es inútil antes incluso de hacer uso de ella y que estar en contra de la vía militar es, en el mejor de los casos, antipatriótico.
Los errores repetidos
Al igual que ocurrió con Irak, los riesgos de la intervención militar en Libia no fueron suficientemente valorados antes de dicha operación, que supuso la introducción de armas -algunas actualmente en manos de grupos descontrolados-, la fragmentación del país y el aumento de la violencia en la región. Una parte importante del periodismo volvió a mirar hacia otro lado cuando se conocieron esas consecuencias. O cuando integrantes de organizaciones internacionales advirtieron de la corrupción en Afganistán y de los peligros de derrumbe del gobierno de Kabul. O cuando se disparó la venta de armas a países como Arabia Saudí. O cuando se perdió la pista del dinero enviado a Irak o Afganistán.
Como no se modificaron sustancialmente los mecanismos de trabajo, varios diarios, radios y televisiones ofrecieron sin contrastar información gubernamental estadounidense que señalaba la muerte de presuntos terroristas -bajo ataques de drones de EE.UU.- que ya habían fallecido años atrás o en otros países. Como advirtió la organización Reprieve, en algunos casos esos individuos habían muerto dos, tres o incluso cuatro veces.
Hoy en día se sigue invitando a estudios de radio y platós de televisión a interlocutores que defendieron la guerra de Irak como comentaristas presuntamente legítimos e imparciales, “lo que distorsiona activamente la información que llega al espectador medio”, según la columnista de política exterior Kate Kizer.
Las consecuencias nefastas de aquella invasión llegan hasta hoy. Pero en el llamado primer mundo ya casi nadie recuerda cuánta gente ayudó a impulsarla, quiénes se enriquecieron con ella, cuáles fueron los crímenes y cuáles las prácticas periodísticas que no deberían repetirse más.
Fuentes: Rebelión y Almayadeen