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Reactores para hacer dulce

Se van acabando las posibilidades de saquear petroleo, y se termina el discurso ecologista antinuclear. Tanto Europa como Estados Unidos se han puesto en marcha para construir reactores y centrales de energía nuclear porque “no es contaminante” (… y también dijeron que son incapaces de haber dicho lo contrario financiando ONG’s contrarias al desarrollo atómico).

Redacción

La energía nuclear es una fuente energética que garantiza el abastecimiento eléctrico, frena las emisiones contaminantes, reduce la dependencia energética exterior y produce electricidad de forma constante. Así lo entienden cada vez más países que apuestan por la continuidad de sus centrales nucleares, con autorizaciones para operar 60 e incluso 80 años -como en el caso de Estados Unidos- y la construcción de nuevas plantas.

Los 442 reactores actualmente en operación en un total de 33 países producen alrededor del 10,5 % de la electricidad mundial

Más aún, según el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de Naciones Unidas, -datos a diciembre de 2021- hay 58 unidades en construcción en 20 países, entre los que se encuentran China, India, Corea del Sur, Rusia y Turquía. Todos ellos, conscientes de los desafíos energéticos y medioambientales, construyen nuevas plantas porque consideran que la energía nuclear es una fuente esencial para el presente y futuro de sus países.

China es el país del mundo que más reactores construye. Cuenta con 53 unidades operativas y dieciséis reactores más en construcción. A China le sigue India, con ocho reactores en construcción, así como Rusia y Corea del Sur con cuatro cada uno y Turquía con tres. El pasado año, los Emiratos Árabes Unidos (EAU) iniciaron la operación de uno de sus reactores, lo que les ha convertido en el primer país árabe con energía nuclear.

Energía nuclear en la Unión Europea

En la UE, 13 de los 27 Estados miembros tienen centrales nucleares. Hay un total de 106 reactores en operación, que producen anualmente cerca del 26% del total de la electricidad consumida en el conjunto de la Unión. Otros cuatro reactores se encuentran en construcción en países como Eslovaquia, Finlandia y Francia.

La continuidad de la operación consiste en el funcionamiento de una central nuclear, manteniendo su nivel de seguridad, más allá del periodo inicialmente considerado en su diseño. Es una práctica habitual en distintos países del mundo y constituye una estrategia adecuada para poder cumplir simultáneamente con los aspectos básicos del desarrollo sostenible, ya que garantiza la independencia y la diversificación del abastecimiento energético y ayuda en la lucha contra el cambio climático.

Distintos estudios internacionales reflejan que es técnicamente viable operar las centrales nucleares más allá de su plazo de diseño inicial, sin abandonar en absoluto los niveles de seguridad y fiabilidad exigidos por las legislaciones nacionales e internacionales. En realidad, cuando se le hace extensión de vida útil a una planta, la modernización de sus sistemas de seguridad pasiva y activa le suelen aumentar no sólo la disponibilidad operativa, sino la seguridad.

Ha sido el caso de Atucha I, en la Argentina, un diseño alemán al que primero la CNEA y desde 1995 NA-SA le fueron mejorando tanto los sistemas y subsistemas, desde el combustible hasta la termohidráulica, que su potencia subió de los 320 MWe con que empezó operaciones en 1974 a los actuales 361 MWe. Además de ello, su «quemado», la eficiencia en extraer  electricidad a partir del uranio, prácticamente se duplicó, con lo que gasta mucho menos combustible porque éste dura casi el doble.

El cauteloso proceso de extensión de vida de Atucha I, a partir de 2006, el primero autorizado en la historia de la ARN (Autoridad Regulatoria Nuclear), fue un éxito técnico, y permite planificar su segunda extensión de vida. La construcción del nuevo repositorio de almacenamiento en seco para los combustibles gastados, una vez que pasaron unos 6 años enfriándose térmicamente en piletas, es parte inicial de esa segunda tarea, que los constructores originales de Atucha I (KWU-SIEMENS) no imaginaron siquiera.

Las extensiones de vida son posibles por la robustez fenomenal de los sistemas de seguridad pasiva con que han sido construidas todas las centrales de agua presurizada del mundo (PWR de uranio enriquecido y PHWR de uranio natural). Esas poderosas estructuras envejecen muy lentamente, y dan margen de sobra para renovarlas a estado original, o mejor.

En las PWR y PHWR, la cantidad de blindajes sucesivos de hormigón ultradenso, de acero y de aleaciones especiales de zirconio que envuelven las pastillas de cerámica de dióxido de uranio es apabullante. Esas cerámicas capaces de resistir temperaturas mayores de 3000o C sin desintegrarse son en sí mismas un sistema de seguridad pasiva.

Todo esto explica, entre otras cosas, que el costo inicial de Atucha I haya sido de U$ 1800 por kilovatio instalado, mientras que el de una central «destripada» de la mayor parte de esas barreras en profundidad haya sido de sólo U$ 200 por kilovatio instalado. Fue el caso de Chernobyl 4, y con consecuencias.

Todo esto también explica cómo la electricidad nuclear vuelve de su segundo exilio, el causado ya no por el accidente INES 7 de Chernobyl en 1986, sino el de Fukushima en 2011. Ninguna de esas centrales era un PWR o un PHWR, sino diseños brutalmente simplotes para bajar costos de inversión inicial.

Ninguna central carente de edificio de contención, como Chernobyl, logra renovar su licencia: por caso, las viejas centrales refrigeradas a gas del Reino Unido, encerradas no en búnkeres estancos, sino en meros galpones. Por algo en lo que va del siglo las fueron cerrando lo más rápido que pudieron.

Fue por razones de seguridad que en la licitación por  Atucha I la CNEA (Comisión Nacional de Energía Atómica) recibió decenas de ofertas internacionales, y sus dos organismos de seguridad, el CALIN (Comité de Licenciamiento) y la Gerencia de Radioprotección, descartaron todas las propuestas que no fueran PWR y PHWR. Esos dos organismos, precursores a la actual ARN, que es independiente de la CNEA y de NA-SA, parecen haber hecho un trabajo notable.

Y supieron plantar su autoridad de expertos. Algún lobbista de la General Electric en el gobierno del general Juan C. Onganía trató de hacer valer entonces el GE-MK1 por ser más eficiente y barato, pero la CNEA y sus dos pilares en licenciamiento carecían de todo interés por esas centrales de agua hirviente, o BWRs. Y primero el presidente legal Arturo Illia, y luego el de facto, Onganía, se atuvieron al dictamen de la CNEA. Para algo, dentro del tótem del estado federal argentino, le daban dependencia directa del Poder Ejecutivo Nacional. Ha sido una estupidez sacarla de allí.

En el caso de los BWR, a juicio de los expertos argentinos en seguridad, los existentes a fecha de hoy tienen defectos incurables de diseño. Las contenciones de las BWR en general son volumétricamente insuficientes en relación a su potencia térmica, sus recipientes de presión de acero son de paredes relativamente finas, y por último, la turbina se alimenta en forma directa, con vapor generado por el núcleo de la central.

Esto obliga a tener desalojado de personal el edificio de la turbina durante las operaciones, porque el nitrógeno atmosférico disuelto en el agua se activa y emite rayos gamma de baja energía (alcance biológicamente significativo de 90 metros) con una vida media de 10 minutos. Y no hay turbinas enteramente libres de escapes de vapor.

El acierto argentino en no comprar la GE MK1 se vio en 2011. Es el tipo de máquina que le costó a Japón el accidente de Fukushima. Y si traía defectos de ingeniería básica, la TEPCO, la empresa privada que instaló el complejo de centrales en esa ciudad costera, los agravó al ponerlo a unos escasos 10 metros verticales de la superficie del mar y con una defensa anti-oleaje que era un chiste. Eso, en el país donde se inventó la palabra «tsunami». Que en el caso del de 2011 llegó a 30 metros de altura. Claro, era más barato operar la central desde ahí abajo que dejarla en lo alto de la barranca original, a… sí, 30 metros.

Si la Argentina puede darse el lujo de conceder extensiones de vida a Atucha I (y muy probablemente a Atucha II, allá por 2038 o 2039) es porque no compró basura.

Además, instaló esas máquinas en sitios naturalmente seguros.

La segunda extensión de vida en Argentina fue la de la Embalse, la planta nuclear a orillas del embalse de Río Tercero, en Córdoba, y por cifras de disponibilidad, la mejor del país. Volvió al trabajo con un 6% más de potencia eléctrica y con nuevos sistemas de seguridad activa en caso de apagón de la red en esa zona. Son grandes generadores diésel de electricidad para garantizar el enfriamiento del calor residual del núcleo con la central apagada en emergencia, y están escalonados «en profundidad»: el primero sustituye a la red, el segundo, al primero, el tercero, al segundo, el cuarto, al tercero.

La probabilidad estadística de que fallen simultáneamente la red y además, uno tras otro, los cuatro generadores no es cero, pero está razonablemente cerca de cero. Y la cantidad de diésel almacenado en las afueras de la central garantiza varias semanas de operación en caso de un apagón de red prolongado, como el que podría causar un terremoto, o una tormenta severa, o un incendio masivo de campos que destruya las líneas de alta tensión. Por supuesto, todo esto cuesta plata: lo barato sale caro. Al menos, al principio.

Pero significativamente, el megavatio de electricidad nuclear termina siendo, a largo plazo, más barato que el que viene de fuentes supuestamente baratas, como las centrales de gas a ciclos combinados, la forma dominante de producir electricidad en la Argentina. Y es que las centrales de gas duran a lo sumo 20 años y hay que tirarlas. Las solares tampoco duran más de 20 años y tienen el mismo defecto que el sol: de noche y en los crepúsculos no producen potencia. Las eólicas, en cambio, adhieren con entusiasmo a los defectos del viento: no sólo son intermitentes, sino impredecibles.

Y como por ambos factores no logran una disponibilidad mayor del 50% del año, sean de la marca que sean y estén adonde estén, en el país hay que tener centrales de gas operando -pero fuera de línea- para no dejar a la red sin potencia no bien aflojen las renovables, para evitar apagones o grandes oscilaciones de voltaje, fatales para los motores eléctricos domésticos e industriales. Esto se llama «respaldo caliente», en la jerga, y es un tema maldito para los ecologistas y algunos economistas empetrolados, porque implica estar quemando gas y contaminando al cuete la mitad sumada del año.

Pero todo puede ser peor: desde 1998, cuando el Partido Verde se volvió fuerte en las coaliciones de gobierno y empezó a cerrar centrales nucleares alemanas a troche y moche, Alemania empezó a hacer respaldo caliente con carbón, el más contaminante de los combustibles. Y como no les alcanza con el de Silesia, importan carbón desde Polonia y Rusia. Y como tampoco les alcanza así, importan electricidad polaca hecha a carbón. Y como tampoco les alcanza, gas ruso, cada vez más desde que Angela Merkel y su partido conservador también se volvió antinuclear.

Hoy los alemanes le venden armas a Ucrania para luchar contra Rusia (no muchas, para no ofenderlos seriamente), pero la industria alemana depende del gas ruso en un 65%. Y como tampoco con eso les alcanza, van a importar GNL estadounidense, cuando lo haya y tengan los barcos y las instalaciones costeras (5 años, mínimo), y mientras tanto importan toda la electricidad francesa posible… que es 81% de origen nuclear. A este sinsentido en Alemania le dan un nombre de lo más ecológico: Energiewende, o «Transición energética». Y hasta hace unos meses, estaban re-orgullosos de él.

Ahora, hay que ver si el Energiewende resiste el invierno de 2022. Aparentemente la triplicación de la potencia eólica instalada en Alemania en la última década no ha sacado al país de problemas: el viento sigue necesitando respaldo caliente. Y tapizar ese nebuloso país de techos fotovoltaicos no ha logrado que brillara más el sol.

Centrales como las Atuchas o Embalse podrían llegar a vidas operativas sucesivas de hasta 80 o 100 años, comparables con el de las buenas centrales hidroeléctricas, y con costos de relicenciamiento estimables entre el 20 y el 30% de la inversión inicial. Rafael Grossi, el argentino que hoy dirige el Organismo Internacional de Energía Atómica, dijo siempre que el combo energético más potente del futuro a mediano plazo es renovables + nuclear.

La historia le está dando la razón. Mucho antes de lo esperable.

A la luz de la catástrofe climática, el átomo es negocio: las centrales nucleares no emiten gases de efecto invernadero. Y a la luz de la catástrofe económica que supone el aumento de hasta un 1000% del costo del gas en la UE y cifras menores pero disparatadas en el resto del Hemisferio Norte, es un negocio del tipo que puede serlo el tener un salvavidas a mano cuando a uno se le hunde el barco en que venía. Y descubre que en realidad uno estaba subido a un salvavidas, porque el verdadero barco era el país nuclear con 18 centrales que tenían los alemanes en 1998.

Pero como suele repetir el Dr. Carlos Aráoz, especialista en materiales y el hombre que, junto a Jorge Sabato, construyó en 1958 el primer reactor nuclear argentino (el RA-1): «El verdadero negocio nuclear no pasa por vender electricidad. Pasa por vender tecnología».

Si tras 72 años de desarrollos atómicos propios y exportación exitosa de reactores argentinos a 7 países los gobiernos argentinos entendieran lo que tenemos como capital intelectual, hoy no estaríamos importando una central nuclear. Estaríamos construyendo clones mejorados de Embalse, para lo cual estamos técnica y legalmente habilitados desde 1974. Y estaríamos compitiendo con los coreanos y los rusos por venderle al mundo centrales nucleares argentinas. Como el CAREM, por dar un ejemplo.

Así, al 31 de diciembre de 2021, en el mundo hay 186 reactores nucleares a los que los distintos organismos reguladores les han concedido autorización para operar más allá de 40 años, adoptando distintos esquemas: en unos casos se han concedido autorizaciones para 20 años adicionales, en otros, por un periodo determinado y, en otros casos, de forma indefinida. En Estados Unidos, seis unidades han recibido autorización para operar durante 80 años. En total, representan más del 30% de los reactores nucleares existentes en el mundo.

Argentina necesita al menos 20 más. Porque es una tecnología conveniente. Compartimos la afirmación de la fuente del artículo: “se vienen 429 [reactores] nuevos, casi todos PWR y PHWR, aunque empiezan a pintar otros entera pero cautelosamente nuevos, y en general más interesantes, sencillos, seguros y mejores. Como el CAREM, para volver a nuestro ejemplo”.

Fuente: AgendAr

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