Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. Lo que sigue viene bien para abrevar en el Pensamiento Nacional, tan necesario en estos tiempos. Compartimos un artículo de Juan Ezequiel Rogna titulado “Sobre la necesidad de conciliar sentimiento y pensamiento en ideas e ideales de Rodolfo Kusch, Raúl Scalabrini Ortiz, Evita y el Che”. El mismo fue escrito en 2022 como recordatorio a Roberto Kusch y su obra.
El Editor Federal
El próximo 25 de junio [NdelE: se refiere al 25 de junio de 2022] se cumplirán cien años del nacimiento de Rodolfo Kusch (1922-1979). Este artículo se anticipa a la efeméride con el objetivo de vindicar su trabajo teórico tendiente a definir un sujeto filosófico que coincidiera con el sujeto político de la doctrina peronista. En un recorrido a través de sus primeras obras, señalaremos el tácito influjo de Raúl Scalabrini Ortiz y algunos puntos que coinciden en lo fundamental con postulados de Eva Perón y Ernesto Guevara, para concluir en la perenne necesidad de conciliar sentimiento y pensamiento.
Primer paso: la seducción de la barbarie
Kusch emergió en el campo intelectual nacional como parte de la generación nucleada alrededor de la revista Contorno (1953-1959). Los senderos de su reflexión, sin embargo, no demoraron en abrirse paso por su cuenta. Su primer libro publicado, La seducción de la barbarie data de 1953 y puede alinearse con la extensa producción ensayística sobre la cuestión de lo nacional y su relación con lo popular que se desarrolló en nuestro país y gran parte de América Latina, especialmente a partir de la década del 30. En este sentido, La seducción es deudora directa de Radiografía de la pampa, ensayo de Ezequiel Martínez Estrada publicado veinte años antes. Comparte con él, sobre todo, el tono pesimista y el presupuesto de que puede pensarse el pasado, el presente y el destino de la Argentina e Hispanoamérica recurriendo a afirmaciones generales sobre la psicología profunda del ser humano que las habita. Como señala el título de la obra, la relación entre ambas otredades –la civilización y la barbarie– se daría en términos de seducción: como imposibilidad de asimilarse mutuamente desde una mentalidad mestiza escindida entre la formalidad jurídico-legal de la urbe civilizada –a la que Kusch denomina “ficción ciudadana”– y el llamado de lo propiamente americano, en torno al cual la cultura se establece no como una acumulación de datos y de bienes así llamados “culturales”, sino como la actitud vital de una comunidad históricamente situada. Dentro de esta dinámica de mera seducción queda abolida la posibilidad de una recíproca interpenetración. Y, si bien la civilización y la barbarie establecen contacto, el resultado es estéril.
Segundo paso: el pensamiento indígena
Kusch publicó América profunda (1962), el segundo de sus libros, nueve años más tarde. El tiempo transcurrido puede justificarse por el salto cualitativo que esta obra presenta en relación con su antecesora: allí comenzó a sentar las bases auténticamente americanas de su pensamiento, mostrándose más próximo a la ensayística de Raúl Scalabrini Ortiz que a la de Martínez Estrada. Sobre todo, se destaca la tácita influencia de El hombre que está solo y espera, libro emblema que Scalabrini publicó en 1931. Las líneas de continuidad se traman especialmente en torno a la negación de las interpretaciones cientificistas de la realidad y en la aproximación a los sujetos particulares que constituyen el objeto de la reflexión. Las diferencias, por su parte, se observan en las distintas caracterizaciones que ambos autores hicieron de dicho sujeto. En este sentido, Scalabrini (1931: 21) lo identificó con el porteño, en tanto Buenos Aires equivaldría a toda la República por “su facultad catalíptica de las corrientes sanguíneas”. Esta operación descartaba, según lo explicitó el propio autor, “otros ámbitos en donde la República se difumina”.
Kusch, en cambio, se dirigió justamente a esos ámbitos para indagar, de manera particular, la cosmovisión de los pueblos originarios del altiplano. De esta manera Kusch, un individuo proveniente de la polis porteña con formación filosófica académica, apeló a la interacción con esa otredad popular identificada en un punto geográfico algo lejano que, a la vez, compartía sus mismas coordenadas temporales. A partir de entonces hablará de “pueblo”, de “campesinos”, de “clase media” o de “ciudadanos”, buscando marcar las distinciones entre grupos humanos que habían sido abordados por el pensamiento “culto” desde consideraciones librescas que alejaban al filósofo del trato “cara a cara” con los demás seres humanos en tanto núcleos de su reflexión.
La propuesta metodológica de Kusch atada a este planteo fue el trabajo de campo en diferentes regiones geoculturales. De tal manera, fue escrutando diferentes modos de simbolizar que presentaban los seres humanos concretos de su tiempo. Éstos, identificados en principio como una otredad indígena y popular, daban muestras de sus peculiares maneras de simbolizar en prácticas culturales, como el canto, el habla, las formas de organización social y política, los ritos cotidianos. Sin embargo, el autor entendió que –como si fuese una resolución al dilema berkeleyano– tales muestras terminaban siendo árboles que caían por fuera del ejido de las mentalidades colonizadas. A contrapelo de esta operación, Kusch intentó rastrear pensamiento en aquellas sociedades que la antropología académica tradicional reconocía como “primitivas” –y extensivamente “perimidas”– frente al inexorable avance del progreso y la civilización. Esto resultaba subversivo en términos epistemológicos y, a la vez, respondía a su decisión de visibilizar y vindicar al sujeto indígena y popular en el contexto político de su tiempo.
El objetivo de Kusch, en este sentido, fue abrir el camino para una integración social que reconociera –e incluso aprovechase– su “estilo cultural específico” en la construcción sui generis de un Estado moderno en la Sudamérica del siglo XX. Su propuesta resultaba similar a las de otros pensadores contemporáneos, como Arturo Jauretche. Pero, a raíz del carácter filosófico, su reflexión tendió a trascender las motivaciones coyunturales para sostener que ese pensamiento –al que llamará “seminal”, “mandálico”, “mágico”– o capacidad de simbolizar del sujeto popular conlleva un problema universal “de existencia”, puesto que hace al ser humano concebido en su totalidad y no solo en relación con ciertas cualidades impulsadas por el afán sintetizador del pensamiento matematizado de la ciencia.
En este punto de su trabajo, la dinámica inicial sujeto de conocimiento–objeto a conocer se vio sustancialmente desplazada. En una primera instancia, a raíz de la entidad que Kusch le reconoció a la otredad popular en tanto portadora de saber. En una segunda instancia, a través de la idea de que ese pensamiento también puede identificarse en el propio sujeto letrado, más allá de que su estado larvario haya sido caracterizado por el autor como “seminalidad infantil”.
Tercer paso: indios y porteños
Indios, porteños y dioses (1966) constituye la siguiente parada en ese camino que Kusch fue haciendo con su propio andar. Se trata de una serie de textos que preparó entre 1963 y 1964 para ser leídos en Radio Nacional y en Radio Municipal de la ciudad de Buenos Aires. Esos textos fueron compilados posteriormente en un libro que puede leerse como un diario de viaje físico y espiritual que refleja el progresivo desplazamiento hacia la “psicología profunda” del propio investigador y los miembros de su equipo de trabajo. El altiplano es definido allí como “la parte oscura de nuestra personalidad” (Kusch, 2007: 174) que por lo tanto constituye al mismo tiempo una región geocultural y un símbolo de “lo nefasto”: de aquello que “la luz de la razón” propia de la civilización occidental ha rechazado con horror.
En El hombre que está solo y espera, Scalabrini Ortiz había ponderado a Buenos Aires por lo que no tenía de europea. Por su parte, Kusch la critica por lo que sí tiene de europea. Además Scalabrini, contemporáneo a la emergencia del radicalismo yrigoyenista, ponderó a esa chusma ultramarina vilipendiada por los intelectuales de la Generación del Centenario. Consideró entonces al hombre americano como un nuevo producto derivado principalmente de las corrientes inmigratorias europeas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que debía manejarse por “instinto” y “pálpito” a causa de su misma novedad. Kusch, contemporáneo a la emergencia del peronismo, ponderó a los cabecitas negras denigrados por las élites intelectuales. En este sentido, concibió a los migrantes internos como herederos del saber indígena y popular, es decir, como seres humanos profundamente americanos que portaban una forma milenaria de interactuar con el mundo. Esta forma, a su vez, encerraba una sabiduría que podía parecer promovida por la improvisación sólo para el ojo calculador de Occidente. Esa manera de vivir y percibir el mundo fue observada por Kusch a partir de sus experiencias en el Noroeste argentino y en recónditos parajes bolivianos, a través del contacto directo con los habitantes de la “América parda”.
De este modo, sus reflexiones se orientaron hacia el principio de observación de la partícula y hallaron sustento en la aproximación a sujetos y casos concretos. Así, como investigador buscaba franquear el afán cientificista de objetividad para reflexionar, por ejemplo, a partir de sus impresiones frente al vuelco de un camión en un caminito de precipicios; o ante la sabiduría que irradiaba un maestro de escuela a orillas del lago Titicaca; o la presencia de Julia, una niña andrajosa que cautivó a los miembros de su equipo en un rincón de la montaña.
Por otro lado, el Scalabrini Ortiz (1931: 75) de El hombre entendió que la prescindencia que el sujeto argentino –llamémosle, por extensión, “americano”– hace del cálculo y la razón es una consecuencia de la influencia del paisaje, argumentando que “este carácter se conforma a la naturaleza misma del país, pampa llana sin mojones para la inteligencia”. Sin embargo, Kusch, si bien asume esa característica, no se la atribuye al paisaje: por el contrario, intenta comprenderla a partir de su reflexión sobre la actitud vital del ser humano americano. Esta actitud se correspondería, para él, con la de todos los pueblos del mundo y adquiriría, por ello, carácter universal. Realizó entonces un giro epistemológico a través del pensamiento no-dialéctico propio de los pueblos originarios, adoptándolo para su propia investigación. Entonces se diluyó la antítesis entre indios y porteños, dando paso a una identificación trascendente entre ambos sujetos.
Cuarto paso: los dos vectores
A través de este recorrido por las primeras obras de Kusch hemos querido destacar el viraje dado entre sus iniciales reflexiones metafísicas, la posterior interacción con la otredad indígena-popular y la asunción final de esa misma alteridad popular en la propia constitución subjetiva del sujeto letrado. Podemos decir que el problema para Kusch radica en el hecho de que la subjetividad alienada no es la del proletariado –como reza el marxismo– sino la de los propios individuos “cultos”, “civilizados” o “letrados” que no toman conciencia de su propia seminalidad, y que tanto las causas como las consecuencias de este problema son de carácter político y cultural.
Llegados a este punto podemos arriesgar, sin temor a exagerar ni a deformarlo, que el pensamiento de Kusch estuvo volcado en buena medida a reflexionar sobre la constitución de un sujeto filosófico y político que se correspondiera con la conciliación de clases propuesta por el peronismo. En la doctrina peronista, capitalismo y comunismo eran las dos caras de una misma cultura imperial materialista. Consecuentemente, Perón descartó la lucha de clases y la dictadura del proletariado para habilitar una tercera posición asentada en una amalgama policlasista que tuviera como elemento aglutinante a la llamada conciencia nacional. Kusch, como muchos pensadores de su tiempo, vio allí una interesante apuesta que encerraba otro problema de primer orden, pues no solo la estructura económica del país se había constituido sobre un modelo agroexportador que acotaba el surgimiento y la consolidación de una burguesía con conciencia nacional, sino también porque la superestructura cultural se dedicaba a colonizar sus mentes para empujarlas, mediante el miedo insuflado, a abjurar del vector afectivo y renegar del Otro.
Para Kusch, el núcleo del problema radicaba en que esta abjuración cercenaba una cualidad profundamente humana: la de inteligir con el corazón. No es casual nuestra remisión a esta víscera, convertida por la anatomía mecanicista en mera bomba de sangre. Tradiciones diversas –desde el budismo hasta los “pensamientos” de Blas Pascal, pasando por el lunfardo tanguero que con cariñoso desdén lo apodó “bobo”– lo concibieron como el depositario de una forma de conocimiento que se relaciona con el mundo desde una matriz no-analítica. En este sentido, Kusch sostenía que si el único vector que cincelaba a una cultura resultaba ser el causal, quedaría abolida toda posibilidad de generar empatía y las comunidades humanas estarían condenadas a su extinción. Pero aquí se distanciaba de las tendencias hegemónicas en el pensamiento occidental y sus epifenómenos locales para advertir, en una primera instancia, que las sociedades del Sur de América no habían atravesado procesos de híper-tecnificación. Por este motivo, la negación del vector afectivo se correspondería con una pequeña porción poblacional reconocible en los civilizados sujetos urbanos. Pero luego observó que este vector afectivo también estaba “latente” en esos sectores minoritarios que corrían tras la “ficción ciudadana”. Entonces comprendió que el rechazo histórico de esos sectores a la bárbara otredad popular era la traducción política del simultáneo rechazo a su propia dimensión afectiva.
Sin embargo, tanto la presencia física de esa otredad popular como el vector afectivo en la constitución subjetiva de los sujetos civilizados se obstinaban en permanecer. Al constatarlo, Kusch propuso que para “ganar la salud” –equilibrio psíquico de sujeto social– y “simular naciones” –equilibrio político de la comunidad– era necesario conciliar el vector racional con el vector afectivo. Lo cual resultaba, ni más ni menos, una apuesta epistemológica que pretendía correr en provechoso paralelo con la conciliación de clases propuesta por el justicialismo. Los sectores medios, esos “terceros en discordia”, podían ser los artífices de la anhelada concordia si eran capaces de amigar sentimiento con pensamiento. Los sujetos identificados como pequeñoburgueses podían auto-adscribirse dentro de ese pueblo concebido como símbolo de lo masivo, de lo segregado, de la invalidez ontológica y de lo arraigado. Podían, siempre y cuando así lo sintieran.
Último paso: Evita, el Che y nosotros mismos
Curiosamente, o no tanto, si consideramos lo afirmado en el párrafo anterior, los dos individuos –gestores, diríamos con Kusch– de nuestra cultura política que alcanzaron la máxima trascendencia y se erigieron como símbolos universales apuntalaron al sentimiento como cualidad humana primordial. Por un lado, Eva Duarte de Perón, Evita, que en La razón de mi vida (1951: 17) dibujaba las primeras escenas de su semblanza biográfica diciendo: “Hasta los once años creí que había pobres como había pasto y que había ricos como había árboles. Un día oí por primera vez de labios de un hombre de trabajo que había pobres porque los ricos eran demasiados ricos; y aquella revelación me produjo una impresión muy fuerte. Relacioné aquella opinión con todas las cosas que había pensado sobre el tema… y casi de golpe me di cuenta que aquel hombre tenía razón. Más que creerlo por un razonamiento, ‘sentí’ que era verdad”. El párrafo señala, con singular claridad expositiva, la posibilidad de “sentir” una verdad como salto cualitativo en la aproximación y comprensión del mundo que nos rodea. Ese sentimiento, como vemos, no está reñido con el razonamiento. Por el contrario, es una “revelación” que lo lleva más allá y a la vez lo arraiga en el fondo de la conciencia: allí donde aflora la cultura como “actitud vital”.
Por otro lado, Ernesto Guevara planteaba algo similar en una breve carta a sus hijos con sabor a despedida. Fue escrita en marzo de 1965 y en ella el Che, el aguerrido guerrillero poco propenso a exponer públicamente sus emociones, los conminaba tiernamente a que crecieran “como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario” (Guevara, 1965).
Este pasaje condensa en sí la conciliación de los vectores racional y afectivo. La primera oración es la consigna fundamental que abre las puertas a lo que vendrá. La segunda resume las cualidades del vector racional o causal: el estudio permite adquirir la técnica para el dominio del mundo natural. La tercera es el nexo que conecta ambos vectores. En ella, Guevara reafirma la importancia de “la Revolución” y, abruptamente, incorpora al “nosotros” para resaltar la invalidez del individuo aislado. Esta frase, a la vez, se muestra como trampolín que impulsa al enunciado hacia el vector afectivo. Entonces les dice a sus hijos que “sobre todo” deben ser “capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”, porque esa es la “cualidad más linda de un revolucionario”. Como en el caso de Eva, la razón y el sentimiento no se muestran en litigio. Pero el texto del Che agrega, además, una distinción entre los campos de conocimiento que corresponde a cada uno de ellos. Mientras el primero se vuelca al mundo de los entes, el segundo apunta a otro tipo de saber, sentido en lo más “profundo”, que abre la posibilidad de empatizar con “cualquiera”: con un otro que pasa a ser un igual y que podría ser incluso uno mismo.
Tanto en la cita de Evita como en la del Che, la “injusticia” solo se comprende si se siente. Este sentimiento, alineado con el pensamiento, puede hacer de la clase media una “fuerza liberadora” antes que una “fuerza de control”. Así habría pasado con el Che, pequeñoburgués de nacimiento, y así también con Eva Perón, sujeto popular que, adoptando su contundente expresión vertida en Mi mensaje, “no se dejó arrancar el alma que trajo de la calle”. Ambos, más allá de sus diferencias ideológicas, segaron sus días tempranamente, incitados por el fuego de su propio fanatismo. Y en ambos casos se trató de un fanatismo consciente porque, parafraseando a la propia Eva, pudo conciliar las ideas –que tienen su raíz en la inteligencia– con los ideales –que tienen su pedestal en el corazón (Perón, 2012: 38).
Para finalizar, una moción que se deriva de todo lo anterior: no podemos dejar de sentir la injusticia, de dolernos e indignarnos cuando nuestros compatriotas hoy sumidos en la pobreza o en la indigencia se registran como un frío dato que ilustra la supuesta “pobreza estructural” del país. Son, como nosotros, parte del pueblo argentino: de lo mejor que tenemos en esta tierra. La Argentina no debe cejar en la misión de ofrendar a todos sus hijos e hijas la dignidad del trabajo y la felicidad de sus frutos.
BIBLIOGRAFÍA
Guevara E (1965): “Carta de Ernesto Guevara a sus hijos”. www.elhistoriador.com.ar.
Kusch R (2007): Obras completas. Rosario, Fundación Ross.
Perón E (1951): La razón de mi vida. Buenos Aires, Peuser.
Perón E (2012): Mi mensaje. Rosario, Fundación Ross.
Perón JD (1973): Latinoamérica ahora o nunca. Buenos Aires, Argentinas.
Perón JD (1982): La hora de los pueblos. Buenos Aires, Unidad.
Scalabrini Ortiz R (1931): El hombre que está solo y espera. Buenos Aires, Plus Ultra, 1983.
*Juan Ezequiel Rogna es doctor en Letras (UNC), profesor asistente de la cátedra Literatura Argentina II (FFH-UNC). Artículo publicado en junio de 2022 bajo el título “Sobre la necesidad de conciliar sentimiento y pensamiento en ideas e ideales de Rodolfo Kusch, Raúl Scalabrini Ortiz, Evita y el Che”.
Fuente: Revista Movimiento