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Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. Compartimos un breve texto de Arturo Jauretche que parece escrito ayer por la tarde, pero que en realidad sirvió de cierre a uno de los trabajos que más nos gustan en esta Redacción y que publicó en 1957. Nuestra versión del “Epílogo montevideano”*, es de una edición bastante posterior, realizada en homenaje a los cuarenta años de su publicación original.

El Editor Federal

Gusto sentarme, a la caída de la tarde, en el murallón de la Costanera, en la ciudad vieja de Montevideo. Hay un lugar que prefiero, a doscientos metros de donde vivo, y es la saliente que hace el antiguo asiento del Templo Inglés.
Los barcos que van y vienen de ultramar pasan al largo, los que vienen de Buenos Aires se perfilan al tomar la boya que tengo delante, a menos de una milla, río adentro.

Pienso entonces que este Montevideo es el puerto natural de la Confederación del Plata. El puerto natural de Bolivia y Paraguay, de Argentina y Uruguay. Si las cosas hubieran sido de otro modo y existiese la Confederación, éste habría sido el puerto de intercambio con ultramar y probablemente Montevideo, la gran ciudad comercial e industrial del Plata y el territorio Oriental, su granja abastecedora.

Buenos Aires, con un puerto que hemos tenido que cavar en el barro, y al que debemos defender, día por día del mismo barro, sería la Capital de la Provincia de Buenos Aires, o tal vez de la Nación, pero no la única gran ciudad del Plata. Una ciudad importante entre muchas, en las imaginaciones de ese posibilismo veo este País, con sus maravillosas playas y su equilibrado paisaje, elaborando gran parte de las materias primas de la cuenca platense, y al mismo tiempo sitio del ocio y del recreo, sin competencia posible. Esta gran ciudad del sur, a la que la naturaleza había fijado un destino de primera, tendida bajo la farola del Cerro.
Ella es además el contacto marítimo directo con la Patagonia, con la Antártida, con las Malvinas y con el Estrecho, que afluyen naturalmente a su seno.

Cuando analizo nuestras economías distorsionadas por una estructura política artificial y los grandes ríos y el mar esterilizados para su función, me duele nuestro destino marítimo frustrado, cuando el Plata dejó de ser el río interior de nuestra Confederación. Al perder ese carácter se cerraron las posibilidades de gran cabotaje, que era su consecuencia lógica y hubiera sido nuestro medio de transporte establecido por la naturaleza.

Al perder la unidad, perdimos el destino marinero, pues del cabotaje se pasa directamente a la marina de ultramar, por la que afortunadamente se hizo mucho en estos últimos años, como parte del proceso liberador, entre las sonrisas escépticas de la «intelligentzia», que quiso ridiculizar el esfuerzo, hablando de los «gauchos al timón». Seríamos hoy potencia en materia de marina mercante, y nuestra marina de guerra, potenciada sobre la misma base, sería Señora del Atlántico Sud. Señora de alianza buscada en razón de potencia, y no ofrecida en razón de debilidad.
Pero esto que imagino yo ahora, sobre el antiguo asiento del Templo Inglés, lo pensó con clara visión Canning, hace un siglo y cuarto, entre las brumas londinenses. Sus instrucciones a Ponsomby, cumpliendo con la política de balcanización del Río de la Plata y las finalidades económicas que siguen rigiendo, y que dieron por resultado la separación de la Banda Oriental de sus hermanas, atendieron expresamente, como está documentado, a impedir que el Río de la Plata fuera un río interior. Es inconveniente, decía, que una sola Nación posea las dos orillas del río, pues tendría gravitación decisiva en el Atlántico Sud.

Es un poco triste saltar de estas meditaciones a la política del mar que tenemos por delante y a la concepción de nuestro destino que parece regirla, es decir, como simple instrumento de intereses remotos. Y es curioso que quienes más se afanen por servir esos planes sean aquellos a quienes la política de Canning frustró un destino de grandezas ganado por nuestros ejércitos en los campos de Ituzaingó.

El posibilismo y la imaginación suelen ser deprimentes cuando se contrasta el sueño con la realidad. No es así en este caso. Porque nos reconforta todo lo que se ha podido salvar y todo lo que se ha hecho a pesar de una «intelligentzia» rectora que trabajó en contra del destino común y que hasta ha presentado nuestras derrotas como victorias.

Pues hubo otra inteligencia, esa sí argentina, que desmedrada y todo, salvó lo esencial. Fue ese oscuro instinto de los caudillos federales, la clara visión de un patrón de estancia, que aplicó al gobierno las normas del sentido común, no dejándose confundir por las añagazas de la «intelligentzia».

El país ha vencido, a pesar de todo, y lo ha salvado, permanentemente, el sentido realista de nuestros humildes y sus intérpretes. Pero, lo que fue intención es ahora inteligencia. Ahora los argentinos «saben» y tienen conciencia de su destino y cómo realizarlo.
Creo, sin embargo, que no está demás la labor que he intentado: poner al desnudo las finalidades de la llamada «intelligentzia».

* Arturo Jauretche, Los profetas del odio y la yapa, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1997

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