Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Lo que sigue es un trabajo que no es de nuestra autoría y que nos ha costado rastrear su origen. Puede ser de Turone y o puede ser de Castagnino dos laboriosos historiadores rosistas. El texto es muy interesante y vale la pena leerlo, más allá de alguna abundancia en la referencia a la necesidad de “orden”, o halagos edulcorados ha cia la figura de Juan Manuel de Rosas. Lo mejor, es que lo vean por ustedes mismos.
El Editor Federal
Es en 1820, en uno de los últimos días de junio. Un chasque, rumbo al sur, cabalga por las pampas. Desde hace horas atraviesa la estancia “Los Cerrillos”, inmensa como un feudo, en la que busca al propietario. Sabe que lo encontrará en el puesto “La Independencia”. ¡Leguas para llegar hasta allí, extremo límite de la civilización! Más allá viven los indios, con sus lanzas, sus boleadoras y la espantable amenaza de sus malones.
Frente al patrón. Si no lo conociera, el chasque sabría que es él. No por su vestimenta –chiripá de bayeta colorada y camisa ceñida al cuello con un pañuelo también colorado-, que es la de un paisano cualquiera, sino por su aspecto y su tipo. Es un hombre joven y rubio, de unos veintisiete años, de sólida y espléndida figura y de rostro afeitado y excepcionalmente bello: ojos azules, tez muy blanca y rosada, mirada penetrante, patillas de ancha base. Todo en él revela fuerza y virilidad.
El estanciero lee el pliego que le mandan con urgencia desde Buenos Aires. Es un llamado del brigadier Martín Rodríguez, flamante general en jefe del ejército de la Provincia. Le informa sobre la anarquía de la ciudad. Teme que horas luctuosas sobrevengan, y le pide ir allí, para defender al Gobierno con cuanta gente armada logre reunir. El joven estanciero no vacila. Dispone que sus gauchos le sigan, y abandona el puesto “La Independencia” para dirigirse a la casa de la estancia. Tiene ya muchos hombres apalabrados: desde fines de mayo comenzó, por encargo de la autoridad, a formar un regimiento con sus peones y los de las estancias vecinas. Es extraordinario lo que ha conseguido en un mes. Pero la gravedad de la hora exige un esfuerzo vehemente. Y se instala en su casa de “Los Cerrillos”, situada en la Guardia del Monte.
Desde allí, con rapidez, envía emisarios a los diversos puestos de su estancia y a las estancias próximas. Pronto y en grupos, algunos de los cuales son numerosos, comienzan a llegar los gauchos a “Los Cerrillos”: unos con su caballo y su apero, y a veces con un amigo en ancas; y otros a pie. La mayoría son milicianos y forman, aunque dispersos, un regimiento. Muchos de ellos –ciento ocho- son peones de su estancia y de otras que él administra. Los ha armado y les ha dado el caballo, el apero y la ropa. Reúne cerca de dos mil hombres en media semana. Elije quinientos, y el último día de junio se pone a su frente y, todos a caballo, vestidos de chaqueta y chiripá colorados, se dirigen a través de la pampa silenciosa, a salvar a la ciudad.
Este hombre de acción, este conductor de los gauchos, que no es militar y que sólo por cumplir su deber y defender el orden social se aleja de sus tierras y las desguarnece, dejándolas expuestas a los malones de los indios, se llama Juan Manuel de Rosas. El será, dentro de diez años, la más poderosa fuerza de la América Hispana.
Rosas y sus Colorados del Monte van hacia Buenos Aires
Mientras el frente de sus gauchos cabalga hacia Buenos Aires, Juan Manuel se pregunta qué ocurrirá allí. Aunque ha seguido con ansiedad los sucesos de los seis meses transcurrido de ese dramático año 20, y en su carta el general Rodríguez le comunica sus temores, no sospecha lo que en ese preciso instante acontece. Se han producido en lo que va del año tantos levantamientos militares y violentos cambios de autoridades que un día existieron cuatro gobiernos y muchas mañanas las gentes se preguntaban unas a otras: “¿Quién gobierna hoy?”.
Desde hace diez años el país ignora la tranquilidad. Juan Manuel tiene el convencimiento de que el 25 de Mayo de 1810 no estábamos maduros para independizarnos de España. En tiempo de los Virreyes, lo que son ahora las provincias se gobernaban autonómicamente; y he aquí que desde 1810 Buenos Aires pretende gobernar a las otras. Ni tampoco es Buenos Aires, sino un grupo de hombres que se creen los más inteligentes y los más sabios. Acaso lo son, pero sus espíritus están atestados de doctrinas extranjeras, lejos de nuestras realidades.
Ambiciosos, orgullosos, esos porteños han vivido combatiéndose entre ellos. Diez revoluciones, motines, sublevaciones y golpes de estado han habido exactamente desde el 25 de Mayo de 1810, sin contar la conspiración de los españoles. Sólo ha durado algo la paz durante los tres años del Directorio, desde 1816 hasta 1819. Una paz relativa, pues se vivió en continua agitación y descontento, si bien no llegó a estallar, porque fue descubierta, la revuelta que tramaban los enemigos del Gobierno en los años 16 y 17. Y paz sólo entre los porteños, porque con las provincias Buenos Aires no la tuvo en ese período del Directorio, que transcurrió en guerra con los caudillos de la Banda Oriental, de Santa Fe y de Entre Ríos.
Año de anarquía total
En este año 20, la crisis del orden ha llegado a la exasperación. Primeros días de enero: sublevación en Arequito del ejército que venía a defender al gobierno nacional contra los santafecinos. Febrero: las tropas nacionales, al mando del Supremo Director, son vencidas en Cepeda por Estanislao López, gobernador y caudillo de Santa Fe.
Pánico en Buenos Aires. “¡Se vienen los montoneros!”, exclama con terror la gente. Con esta palabra, los porteños califican de hordas sin disciplina, de bárbaros amontonados para el pillaje y el crimen, a los gauchos santafecinos y entrerrianos que siguen a Estanislao López y a Francisco Ramírez.
Cae, por la derrota, el régimen directorial, es decir, nacional, centralista y unitario. El jefe del ejército el general Soler, exige la disolución del Congreso y del Directorio. Las provincias recobran su autonomía absoluta. Pocos días después, elecciones para miembros de la Junta de Representantes –así es llamada la legislatura de Buenos Aires-, que designa gobernador a Manuel de Sarratea, dejando un gobernador interino, y el 28 de febrero firma, con López y Ramírez, el Tratado del Pilar.
Los caudillos, con sus escoltas de gauchos andrajosos y de indios, entran en Buenos Aires y atan sus caballos en la Pirámide de Mayo, y luego suben al Cabildo, donde se les ha preparado una recepción.
Primeros días de marzo: pronunciamiento del general Juan Ramón Balcarce, al frente de algunas tropas salvadas en Cepeda. Los caudillos se acercan de nuevo a Buenos Aires, y el entrerriano Pancho Ramírez exige a Balcarce que abandone la provincia. Balcarce huye, y el general Carlos de Alvear pretende apoderarse del gobierno. Cabildo abierto, en la plaza de la Victoria. El pueblo, al saber que está allí Alvear, el dictador de 1815, se amotina junto con la tropa. El Cabildo repone a Sarratea en la madrugada del 12 de marzo. Trece días después es descubierta la conjuración de Alvear.
Transcurren treinta y dos días de tranquilidad mientras gobierna Sarratea. Pero en las elecciones del 27 de abril triunfan los “directoriales”, que ya empiezan a ser llamados “unitarios”. Sarratea queda aislado y desprestigiado por obra de sus enemigos y, cuatro días más tarde, el 1º de mayo, el Cabildo le pide la renuncia.
Se nombra gobernador interino al presidente de la Junta, cargo que a principios de junio se le da en propiedad. Otro mes y medio de calma; pero muy relativa, pues se sabe que graves acontecimientos se preparan.
Junio 16: el general Soler se hace nombrar gobernador por algunos representantes de la campaña, reunidos en la Villa de Luján, y obtiene que el Cabildo de esa localidad lo reconozca. Comunica su designación al de Buenos Aires, que se somete –por temor, pues Soler es el dueño del ejército- a tamaña irregularidad. Renuncia el gobernador interino, y el 20, Soler entra en la ciudad y jura. Al otro día parte en campaña contra Estanislao López y deja en el mando militar de la ciudad a Manuel Dorrego, que acaba de llegar del destierro en los Estados Unidos que le impusieron en 1816 y que nombra Comandante General de la campaña al brigadier Martín Rodríguez.
Pero cuatro días después, Soler es derrotado por Estanislao López en la Cañada de la Cruz y el 30 huye a la Colonia, pueblo de la Banda Oriental, embarcándose ocultamente. La Provincia queda otra vez sin gobierno y el Cabildo asume el de la ciudad.
El balance de los seis primeros meses de ese año 20 no puede ser más lamentable. Los anarquistas – ha de pensar Juan Manuel – no son ahora los caudillos incultos del litoral, sino los porteños Alvear, Balcarce y Soler: los dos últimos, generales de la Independencia que combatieron junto a San Martín y a Bolívar.
Se han sucedido en esos meses con tanta facilidad los gobiernos; ha habido tantos atentados contra el orden, ese orden amado por Rosas tan fuertemente; de tal modo se ha apoderado de los porteños el espíritu anárquico, que mientras él galopaba a través de los campos, al frente de sus milicianos, no acertaría con lo que está pasando. El no es hombre de partido. No se interesa por la política sino en cuanto a su relación con el progreso del país y la tranquilidad pública. Hombre de disciplina y de hogar; hombre de negocios, que se ha enriquecido trabajando duramente en el campo y vendiendo al extranjero productos del país, estará siempre de parte del orden.
Por amarlo violentamente no quiso adherirse al movimiento de 1810. No creía en los que lo encabezaban, y estaba cierto de que traerían el caos. Aristócratas y europeizantes, no se interesaban por la campaña, y han pretendido, y pretenden, llamar a un príncipe europeo para que gobierne: proyecto que ha suscitado el levantamiento de los caudillos. Rosas no ha estado con ellos por considerarlos demócratas, sino por lo contrario. La Revolución nació oligárquica y aristocrática. La democracia estaba en el campo, pues la plebe de la ciudad era servil en 1810.
El gran demócrata era el gaucho, el hombre que amaba su libertad y respetaba la de los otros. Pero aunque Rosas no participara en la Revolución, él, hasta entonces, ha hecho mucho por el país. No ha contribuido a liberarlo de los españoles, pero lo ha librado de los indios. Sin él, la campaña de Buenos Aires hubiera sido arrasada por los salvajes y no hubiéramos podido independizarnos. Su obra, en cierto modo, ha hecho posible la de San Martín.
Juan Manuel, en su marcha hacia la ciudad, se detiene en las Lomas de Zamora. Es el 1º de julio. Allí lo encuentran el brigadier Martín Rodríguez, comandante general de la Campaña, y el coronel Manuel Dorrego, que es el gobernador militar de la ciudad. Ellos le enteran de los sucesos: mientras el ejército de Estanislao López se acercaba a Buenos Aires, el coronel Manuel Vicente Pagola, un barbarote, al mando de las tropas vencidas en la Cañada de la Cruz, ha entrado en la ciudad, se ha apoderado del Fuerte, y, desgreñado y sucio, con las botas granaderas embarradas, ha subido a zancos la escalera del Cabildo y se ha encarado con la corporación. No aspiraba Pagola a ser gobernador. Se contentaba con el cargo de Comandante de Armas, y el Cabildo, atemorizado, lo nombró.
Rodríguez, Dorrego y Rosas vuelven a la ciudad y reconquistan el Fuerte y el 2 de julio se recogen los votos para miembros de la Junta Electoral, la que, al día siguiente, designa gobernador interino al coronel Dorrego.
Mientras tanto, el general Carlos de Alvear, que, despechado, se había ido al ejército de Estanislao López, se ha hecho nombrar en Luján, por varios diputados de la campaña, que se titulan “representantes de los pueblos libres”, gobernador y capitán general interino. El 4 de julio son leídos en el Cabildo de Buenos Aires su oficio y el de los diputados. A los diputados les contesta el Cabildo que Alvear es resistido por todo el pueblo.
Campaña contra López y Alvear
Las tropas van a partir en campaña contra López y Alvear. Entre ellas las de Rosas. A todos ha producido gran impresión el joven estanciero de “Los Cerrillos” y sus disciplinados gauchos. Rodríguez lo felicita y pide para él –capitán desde 1817-, al gobernador delegado, pues también Dorrego ha salido a la guerra, el nombramiento de comandante del 5º regimiento de la Campaña, que recibe unos días después. Igualmente ha impresionado bien el coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid, el valiente guerrero de la Independencia, el de las famosas cargas de caballería.
Lamadrid, que manda una parte del ejército, ha llegado con sus hombres al puente de Márquez sin encontrar los caballos que Dorrego le había prometido en el Fuerte; y Rosas se los consigue con ejecutiva rapidez. Tampoco Lamadrid ha encontrado el baqueano que necesita, y Rosas se le ofrece: “No necesita de baqueano, general; yo basto para conducirle y soy mejor que cuantos pudieran darle”. Lamadrid también felicita a ese “joven tan diligente y resuelto”, al que toma simpatía.
Al comenzar las tropas la marcha, ya oscurece. Rosas, que conoce la comarca palmo a palmo, las va guiando. En una estancia se encuentra con Rodríguez, el general en jefe. Carnean y comen los soldados. Después de algunas andanzas, vuelven al puente de Barracas –inmediato a la ciudad- , por temor de que el enemigo la ataque por sorpresa. Dorrego también vuelve. El caudillo de Santa Fe se ha retirado con el grueso de su gente. Quedan Alvear y el chileno José Miguel Carrera en San Nicolás. Hacia allá van ahora las tropas de Buenos Aires.
En el monte del Durazno, Rosas y sus hombres dan una lección de orden y disciplina. Los soldados de Dorrego, delante del propio gobernador, incurren en desórdenes de diversa especie. Han robado durante la marcha y roban en aquel lugar, y han carneado cuantas reses encontraron. Pero los soldados de Rosas, los del 5º regimiento de Campaña, sólo toman la carne que estrictamente necesitan.
Combate de San Nicolás
El 2 de agosto llegan a San Nicolás. Dorrego manda a la infantería; y Rosas, Lamadrid y Rodríguez, la caballería. El pueblo es tomado por asalto; y sus defensores se rinden, salvo Alvear y Carrera, que huyen hacia Santa Fe.
Las tropas de Dorrego saquean el pueblo, y los Colorados de Rosas dan otra vez ejemplo de corrección y disciplina: ejemplo desconocido en nuestros ejércitos, donde el saqueo fue siempre ley. Hasta aquellos soldados que estuvieron bajo el mando de jefes cultos y decentes, saquearon y violaron.
¿Qué extraño poder hay en Juan Manuel, en ese muchacho de veintisiete años, para imponerse así a los soldados, simples gauchos? ¿Y qué rigidez de principios para inculcar a sus hombres que las vidas y los bienes deben ser respetados por los vencedores?
Dos meses después, en una proclama, él mismo lo explicará, atribuyéndolo a la “superioridad” que su espíritu reconoce al “orden y a la subordinación”; a que iban a salvar y no a destruir; y al poder que tienen “la justa severidad y el religioso ejemplo”.
Pocos días después del combate de San Nicolás, se concierta un armisticio. En las gestiones de paz, Rosas representa a Buenos Aires. El 7 de agosto, después de haberse hablado con el representante de López, celebra una entrevista con Dorrego.
No es fácil que estos hombres se entiendan. Manuel, espíritu culto, que ha pasado largo tiempo en los Estados Unidos, acaso no siente mucho aprecio por Rosas. Confía demasiado en sí mismo y carece de tacto. Rosas le pide que le deje arreglar con López una paz digna para Buenos Aires. Le asegura que si lo consigue, le hará nombrar gobernador, cosa que mucho desea Dorrego. En vez de acceder, Dorrego, fastidiado, se levanta de su asiento, se cruza de brazos y exclama: “¿Y de dónde dimana ese interés de usted por esa paz bochornosa con que me está repicando?”. Juan Manuel, que, por intermediarios, había prometido a López conseguir la paz, siempre que López se retirara a la provincia de Santa Fe, le habla de esas promesas. Y entonces Dorrego, fanfarrón y confiado, le contesta: “¡Pues yo le prometo, a mi vez, ser elegido gobernador, nada más que por la influencia de este pliego de papel!”. Es una nota al gobernador substituto, en donde le ordena convocar a la elección de los representantes que han de nombrar gobernador.
También Dorrego, en un intento hacia la paz, se entrevista con el gobernador de Santa Fe. Dorrego es federal como López, pero de un federalismo semejante al que ha visto en los Estados Unidos. López no le tiene simpatía: bajo su mando, las tropas de Buenos Aires, en 1815, saquearon y vejaron a la población de Santa Fe. López exige, con razón y justicia, que Buenos Aires indemnice a su provincia por esas y otras depredaciones que en ella causaron, arruinándola, los ejércitos porteños. Pero no se entienden los dos hombres, y ya no cabe dudar de que las hostilidades van a reanudarse pronto.
Encuentro de Rosas con Estanislao López
Dos días después, y ante las dificultades que opone Dorrego a la paz, Rosas, acaso también llevado por su instinto gaucho, sino por su destino, se dirige a entrevistarse con el general López. Su encuentro tiene honda trascendencia. De este encuentro, ocurrido el 9 de agosto, va a nacer, no solamente la paz futura entre Santa Fe y Buenos Aires, sino también el federalismo. Del conocimiento y comprensión mutua entre esos dos hombres surgirán los principios esenciales de nuestra actual forma de gobierno. Surgirá un sentido auténticamente argentino de la política, de la historia, y aun de la vida, que se opondrá a las ideas y a los sentimientos de los europeizantes y encorbatados partidarios de la unidad.
No se sabe lo que hablaron López y Rosas. Pero todo lo que desde ese día aconteció, demuestra que Rosas, indiferente hasta entonces a la política, hizo suyos los sentimientos federales que eran los de López desde tiempo atrás.
Estanislao López lleva a Juan Manuel siete años, y hace dos que gobierna Santa Fe. Su tipo físico –alta estatura, anchas espaldas, ademanes lentos, mirar bondadoso- acuérdase con su espíritu fuerte y sereno, ecuánime y patriarcal. Los presuntuosos porteños consideran como gaucho bruto y anarquista, como jefe de hordas, a ese hombre noble e inteligente, genial estratego y estadista por instinto.
Su federalismo no es exactamente el de hoy, sino más bien el que preconizarán los republicanos españoles años después: autonomía absoluta para cada provincia, con un gobierno central –el de Buenos Aires, en nuestro caso- encargado de las relaciones exteriores y de la guerra. Es la concepción de José Gervasio de Artigas, el caudillo de la provincia Oriental y verdadero padre y creador del federalismo y de la democracia entre nosotros.
El porteño Juan Manuel de Rosas ha debido convencerse, en esa noche del 9 de agosto, de que el federalismo de López, a quien él más tarde llamará “el patriarca de la Federación”, es la única forma de gobierno posible en estas tierras.
Tres días después de esta entrevista, los ejércitos combaten junto al arroyo Pavón. Rosas, hombre de disciplina, permanece al lado de Dorrego. Manda la caballería, y sus cargas, que dispersan la derecha de los santafecinos, contribuyen a la victoria. Los enemigos que más tarde Rosas tendrá en vida y después de muerto afirmarán que él no ha peleado nunca.
Batalla de Gamonal
Pero ahora Dorrego, que no es muy juicioso, quiere continuar la guerra, internarse en Santa Fe en persecución de López. Rosas y Rodríguez intentan disuadirlo de un error que le conducirá a la catástrofe. No lo consiguen, y se separan de Dorrego.
Resulta lo que previeron. Los ejércitos se encuentran el 2 de setiembre en las chacras de Gamonal, y las tropas de Dorrego son aniquiladas. Pero el vencedor no invade a Buenos Aires, y esto se debe a Rosas. Juan Manuel le envía con un emisario una carta en la que le pide no entrar en la Provincia, comprometiéndose él a que los porteños elijan gobernador al general Martín Rodríguez: partidario de la paz y de la alianza con Santa Fe contra el caudillo de Entre Ríos, Ramírez, que pretende su hegemonía sobre el litoral. A mediados de setiembre, López, que ha aceptado, se retirará al pueblo de Rosario.
En Buenos Aires, en la ciudad como en la campaña, se han realizado, mientras tanto, las elecciones de los representantes que deberán designar gobernador, y la Junta se ha instalado el 6 de setiembre. Rosas, sin que él lo pidiera ni supiera, ha sido elegido representante por San Vicente, pero él, que desdeña la política y no aspira a cargo alguno, renuncia.
La candidatura de Dorrego, después del desastre del Gamonal, está casi muerta. Por entonces, aún no se ha formado definitivamente el Partido Federal. La gente más culta –los antiguos directoriales y que ya son llamados unitarios, porque quieren un gobierno único en todo el país- pide a Rosas, dueño de la situación, que elija entre uno de los ex gobernadores y el general Rodríguez.
Rosas es ya el hombre de mayor poder en la campaña. El candidato que él quiera triunfará. Si deseara ser gobernador podría serlo. Pero a él sólo le interesa la paz y el orden. Y se dedica a trabajar en favor de la candidatura de Rodríguez. No porque sea su amigo. Ni le importa que figure entre los dictatoriales o unitarios. Rosas quiere sólo la paz con Santa Fe. Ha hablado con Estanislao López y ha comprendido que este hombre, si la guerra sigue, puede perjudicar enormemente a Buenos Aires. Hay que hacer la paz con él, y Rodríguez, cuyas ideas Rosas conoce, la convendrá en seguida.
Martín Rodríguez gobernador
Pero he aquí que algunos de los representantes parecen arrepentirse de su preferencia por Rodríguez. Alegan que el brigadier está bajo la influencia de Rosas. Se celebra una reunión. Rosas, presente allí –su renuncia es aceptada sólo el 18-, declara que si Rodríguez no es designado él no podrá mantener las seguridades de paz que ha dado a López y que así se lo escribirá al gobernador de Santa Fe, para dejarle en libertad de acción.
Estas palabras impresionan y casi todos resuélvanse a votar por Rodríguez. Entonces la Junta pide a Rosas que reorganice su regimiento, y lo traiga a las proximidades de la ciudad para asegurar con su presencia el triunfo del general Rodríguez. Rosas se va a la Guardia del Monte. El 12 de setiembre tiene ya reunida su gente en “Los Cerrillos”, y el 24, desde la Cañada de Gaete, pide al gobierno armamentos y víveres. En su nota, declara que ama al hombre y que esto le “hace conocer la obligación de respetar las propiedades y protegerlas”, para lo cual cree necesario que el miliciano “encuentre en el seno de su regimiento todos los recursos”. Impone entre sus soldados una subordinación y un orden que considera admirables, no menos que su entusiasmo, y así se lo ha comunicado al gobernador desde Cañuelas.
Juan Manuel – hay que insistir – nada ambiciona para sí. El servir a la Provincia y al orden no le reporta sino sacrificios. El trabajo está abandonado en su estancia, y sus pérdidas son considerables. Si desea imponer a Rodríguez no es por recompensas, sino porque Rodríguez hará la paz con Santa Fe y establecerá el orden. El resorte que mueve a Rosas es la pasión del orden. En una nota al gobernador, le dice que su conducta, en lo sucesivo, será “no pertenecer a otro que al bien de la provincia”.
El 26 de setiembre la Junta designa gobernador al general Martín Rodríguez. Y al promulgar esta elección en un bando terrible, en donde habla contra “los novadores”, los que abrazan “el espíritu de novedad, de falsa política, de crítica mordaz, de atentado y de insubordinación”, anuncia que ha autorizado al Gobierno para aplicar “todo el rigor de las penas, hasta la de muerte y expatriación, conforme al influjo que tuvieren”, a los que promuevan insurrecciones y discordias o perturben la tranquilidad pública. También le acuerda al gobernador facultades extraordinarias, pues le releva “de los trámites que prescriben las leyes para la formación de causas”. De este modo violento se inician los unitarios – anotémoslo – al retomar el poder que nueve meses atrás habían perdido.
Tres días después de elegido Rodríguez, Rosas le escribe. Elogia de nuevo a su columna y le declara que “sería un dolor” entregar su dirección a sus “ningunos conocimientos militares”. Agrega con modestia y franqueza: “El bien del país es para mi antes que todo; yo estoy en estado de aprender y no en el de enseñar”. Y fundado en que para actuar militarmente es necesario un jefe “que conozca lo que yo no entiendo” y que le enseñe al soldado lo que él no se cree capaz de enseñar, suplica que se ponga al frente de sus hombres al coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid. El gobernador no acepta su pedido, elogia los sentimientos que distinguen a Rosas “en obsequio del orden” y le manifiesta que la disposición de ánimo que él ha sabido inculcar a sus soldados es más valiosa que la mejor dirección técnica.
De este modo, Rosas va creándose prestigio moral. Se le sabe fuerte, organizador, enemigo del desorden y de la anarquía. ¿Hay estrategia en sus actos, como dirán sus enemigos? No, puesto que él propone a otro hombre para el mando de su columna y porque toda su conducta posterior, durante ocho años, revelará en él una ausencia absoluta de toda ambición política.
Rosas, aunque haya impuesto al unitario Rodríguez, no es unitario ni lo ha sido. Por el momento, no tiene color político. Simplemente es un hombre de orden y de trabajo. Si ha abandonado su estancia fue – repitámoslo – por defender el orden. Se ha sacrificado, en la exacta acepción de las palabras.
Ha perdido mucho dinero por sus andanzas militares. Su sueño es volver a los trabajos del campo. Mas para esto es necesario que haya orden y paz. Tan ajeno es Rosas a los partidos, que, en una proclama dirigida a su regimiento el 28 de setiembre, mientras acampa junto al río de la Matanza –documento de rigurosa importancia porque es el primero de esa índole que él escribe y publica- no hay una palabra en la que pueda advertirse un propósito partidista. En cambio, aconseja a sus Colorados del Monte ser “constantes en ejemplarizar”, le recuerda lo execrable que son la corrupción y la licencia y les dice que la Campaña comienza “desde hoy a ser la columna de la Provincia, el sostén de las autoridades”. Esto es lo único que le interesa: sostener a las autoridades legítimas, porque sin autoridad no hay orden ni paz.
Motín del 1º de octubre de 1820
Pero los enemigos del nuevo gobierno están resueltos a voltearlo. Entre ellos figuran los ex gobernadores Soler y Sarratea y el coronel Pagola. Son los federales, y cuentan con el pueblo y con las milicias ciudadanas llamadas “los cívicos”, especialmente con los oficiales y sargentos del segundo tercio, compuesto por pardos y negros.
Estos hombres detestan a los directoriales o unitarios, a los que consideran como una oligarquía de los ricos y de los abogados; y forman el partido que ellos llaman “cívico” y sus enemigos “plebeyo”. Este partido tiene por verdadero jefe a Dorrego, a quien desea ver como gobernador. Pero Dorrego no participa en los acontecimientos que vendrán.
De cara al motín militar del 1º de octubre, el coronel Pagola, a la noche, montado en un caballo blanco, se presenta en la plaza de la Victoria al mando del regimiento Fijo, al que acaba de sublevar, y del segundo tercio de los cívicos. Por otra calle, entra el tercer tercio.
Las tropas del gobierno, que ocupan el Fuerte y las plazas de la Victoria y del 25 de Mayo –hermanas siamesas unidas por la Recova-, se defienden, pero son vencidas y Pagola asume el mando militar de la ciudad. El gobernador, en la madrugada del 2, huye hacia el sur, en dirección a Santa Catalina, en donde piensa encontrar al teniente coronel Rosas, que manda los regimientos de milicias y que no tarda en llegar con novecientos hombres.
Mientras estas tropas avanzan, Juan Manuel, hombre de tretas, envía a uno de los peones a la ciudad con un recado para dos o tres de sus fieles – abastecedores de carne del barrio de la Concepción – , pidiéndoles que interrumpan la asamblea o cabildo abierto que van a celebrar los vencedores en la iglesia de San Ignacio. Es el 8 de octubre. Reunión harto herterogénea: partidarios de Sarratea, individuos de la facción de Soler, sujetos de puñal, algunas personas decentes y mucha chusma, y entre ellos los elementos de avería enviados por Rosas.
Uno de los jefes civiles de la revuelta propone a Dorrego como gobernador. Un amigo y pariente de Rosas le replica violentamente. El dorreguista pretende ocupar de nuevo la tribuna –el púlpito de la iglesia-, cuando se pone a vociferar un italiano, hombre culto pero chiflado, que padece de morbo anticlerical. Risas y chacota. Y la reunión se trunca.
Triunfo de Rosas
El golpe de astucia del comandante Rosas ha sido muy hábil y oportuno, porque ya las avanzadas de sus tropas vienen entrando en la ciudad. En los barrios del Sur, donde sostiene algunas guerrillas con los revolucionarios, aumenta su fuerza con la adhesión de numerosos grupos de pueblo. En la tarde de ese día 3, breves combates. Al siguiente, Rosas se apodera de las plazas de la Concepción y de Monserrat y a su derecha llega a cinco cuadras del Fuerte, donde está el grueso de las tropas de Pagola. Ese día, después de diversas tentativas de arreglo, va a reunirse la Junta de Representantes. Los revolucionarios han declarado que obedecerán al Cabildo, y el Cabildo asegura que cumplirá lo que disponga la Junta. La reunión de los Representantes se realiza en el convento de las Capuchinas. Tropas de Rosas vigilan las proximidades del convento. La reunión comienza a las once de la mañana y dura hasta la madrugada. La Junta se ratifica en el nombramiento del general Rodríguez, concede una amnistía general –con la que espera seducir a los revoltosos- y manda las tropas a sus cuarteles para que esperen órdenes del gobernador. Pero los revolucionarios no aceptan la resolución de la Junta y se preparan al combate.
Rosas, antes de atacar la plaza, en donde se han concentrado los revolucionarios, entra en casa de sus padres, y –anotemos el rasgo de ternura filial y de modestia- les pide la bendición. Sus padres viven en la calle de la Reconquista, actual Defensa, frente al paredón de San Francisco. Por esa calle, donde están formadas sus tropas, lleva el asalto a la plaza. El gobernador Rodríguez permanece a bastante distancia de allí, en el cuartel de la Residencia. Rosas, a la cabeza de tres escuadrones, ataca la trinchera de Pagola, frente a San Francisco. Los Colorados hacen callar a los cañones y, en un combate de arma blanca, derrotan a los cívicos. Otros soldados fieles al gobernador desalojan a los revolucionarios de las azoteas. Con el final de este entrevero termina esta parte el combate. Y a las cinco de la tarde, montado en su bello tordillo de patas negras, al frente de sus Colorados del Monte, entra en la plaza del 25 de Mayo el joven teniente coronel Rosas.
Pero todavía no ha triunfado totalmente el gobierno. Fuerzas de Pagola ocupan las proximidades de la plaza. A la cabeza de dos escuadrones, Rosas carga contra el cantón instalado en la Universidad y lo toma, mientras soldados del gobernador Rodríguez se apoderan de otros cantones, Juan Manuel reúne a sus Colorados en la plaza de la Victoria, pone guardias en ciertos sitios estratégicos, ordena buscar y recoger a los heridos de ambos bandos y organiza patrullas para que recorran la ciudad e impidan los desórdenes. Atardece, cuando llega el gobernador. Rodríguez, conmovido, se detiene frente a Juan Manuel, y, como un homenaje al triunfador, le quita la gorra militar que trae puesta y lo invita a colocarse a su izquierda y a entrar con él en el Fuerte.
Al otro día, la Junta de Representantes vuelve a acordar al gobernador la suma del poder público, “con todo el lleno de facultades y la mayor amplitud de ellas que sea necesario al logro de la única y suprema ley de los estados, que es la salud del pueblo”, como reza el oficio dirigido a Rodríguez. “Con todo el lleno de facultades”… No lo olvidemos.
Un mes después, dos pobres diablos serán ejecutados en la plaza de la Victoria como culpables del movimiento dominado por Rosas.
Honorable legión americana
En toda la población, cansada de tanta anarquía, no se habla sino de Rosas. Es el vencedor de los revoltosos, el héroe de la jornada. Se escriben versos en su elogio. Se distribuye, en una hoja suelta impresa en colores, en donde aparecen tres soldados suyos, el soneto que un fraile, uno de los mejores poetas de la época, ha compuesto en honor de los Colorados. Les llama a los milicianos del sur “honorable legión americana”, les dice que graben en sus corazones “la memoria y la grandeza” de Rosas y les anuncia a esos restauradores del orden que la Provincia y las instituciones serán salvas si hacen siempre de la ley su empresa y de la libertad su divisa. Otro poeta compara a Rosas con Washington. Y en serie de poemas breves se alaba a las milicias del Sur, que cubren las calles de camisas coloradas y de las que el pueblo dice que “no hacen mal a nadie”.
Porqué éste fue, en efecto, el mayor triunfo de Rosas. Aquí donde el vencedor siempre ha saqueado y robado, exigido contribuciones y violado a las mujeres, los Colorados se conducen con una corrección asombrosa. Nunca se ha visto nada semejante. La gente comenta absorta cómo los milicianos no han disparado un solo tiro que no fuese contra los sublevados, ni ejercido el menor acto de fuerza en perjuicio de nadie, ni aceptado bebida que no fuese agua pura. Azora el ver a esos gauchos, tan valerosos durante el combate, convertirse luego en hombres humildes, silenciosos, respetuosos. Ni los extranjeros ni los criollos encuentran palabras para elogiar la disciplina, la honradez, la sencillez de esos hombres de Rosas, de quienes nadie tiene la menor queja y a quienes nadie acusa ni siquiera de un simple acto de arrogancia.
Un escritor de ese tiempo, un fraile genial, inventor de palabras como Rabelais, y decidor de grandes verdades, el padre Castañeda, les llama en uno de sus periódicos “el batallón virtuoso de don Juan Manuel de Rosas”, y escribe que el ejército salvador traía “la moderación unida con el valor”, de tal modo que “antes y después de la victoria no se ha visto un solo voluntario ebrio, no se ha oído una sola expresión indecente, una sola acción indecorosa, nada que no respirase sinceridad y honradez”.
¿A qué se debe la conducta, acaso única en América, de estos soldados? Es la obra exclusiva de su jefe, que, como nadie, sabe imponerse y educar en la disciplina y que tiene, como nadie, la pasión del orden. Es indispensable recordar siempre estos sucesos del año 20 para comprender a Rosas. Más tarde veremos cómo esta pasión del orden, que llega en él al fanatismo, le empujará, en el gobierno, a actos de dura justicia, de cruel justicia a veces, contra los hombres de la anarquía.
Manifiesto al pueblo
Cinco días después del último combate, el ya coronel Juan Manuel de Rosas, ascendido por su coraje y sus méritos militares, en los que por entonces nadie duda, dirige un manifiesto al pueblo. Declara cómo estaba fatigado de contemplar la repetición de tantos actos anárquicos durante ese año y cómo “lamentaba en silencio la disolución de todos los vínculos que ligan al ciudadano con la autoridad”. No pudo soportar “los efectos de la inseguridad pública” que iban a venir e hizo “un esfuerzo superior a la oscuridad de su destino”.
Historia, en pocas palabras, cómo tres meses atrás, ha venido en auxilio del orden y combatido en San Nicolás y en Pavón. Se lisonjea –recordemos de nuevo estas palabras y las siguientes- de “la superioridad que en él reconocen el orden y la subordinación”. Sus hombres demostraron que “iban a salvar, no a destruir”, porque “tanto es el influjo que comunica la justa severidad y el religioso ejemplo”. Y recuerda cómo sus tropas han respetado “al hombre y sus derechos”.
Todo este documento, aunque escrito en prosa algo barroca, es admirable. El padre Castañeda lo juzga “un virtuoso ramillete pensamientos magnánimos”, y agrega: “Ved aquí, americanos, unos Catones con espada en mano. Ved aquí unos Cicerones armados; éstos son los que, mejor que César, vinieron, vieron y vencieron”.
La revuelta, según el coronel Rosas, la han hecho “los insubordinados del funesto germen de las rivalidades”, los que han alucinado a unos pocos e impreso en ellos “el furor del encono”, que –él lo jura- no ha existido en los vencedores. Señala a la división del sur como brava para defender a las autoridades y “humilde, subordinada y ejemplar después del triunfo”. La división, que va a partir, renueva sus juramentos de fidelidad y subordinación. “¡Ojalá –exclama en una elocuente frase- que la sangre vertida sirva para restituirnos el bien que nos han arrebatado las pasiones!” Luego pide la unión, “la santa unión”. Sin ella no hay patria. Sin ella todo es desgracia, “todo son fatalidades, miseria”. Pero es preciso –aconseja a sus compatriotas- ser precavidos, sobre todo con “los innovadores, tumultuarios y enemigos de la autoridad”. Y prorrumpe en estas palabras significativas: “¡Odio eterno a los tumultos, amor al orden, fidelidad a los juramentos, obediencia a las autoridades constituidas!”.
En esta frase, como en las anteriores, está todo Rosas. Nadie tiene como él la pasión del orden. Para imponerlo, ha venido con sus gauchos a Buenos Aires; y ahora, una vez restablecidas las autoridades, él, que a nada aspira, se vuelve a su estancia y a su trabajo. Ha venido a luchar contra la anarquía, y la ha vencido. Se ha sacrificado, sólo por destruirla. Recordémoslo siempre si queremos comprender a Rosas. Ahora se va a su campo, a seguir “la oscuridad de su destino”. Y sólo volverá con sus gauchos ocho años más tarde, cuando la anarquía, más terrible y desolada que nunca, más cruel e injusta que nunca, reaparezca en la ciudad y en los campos.
Bibliografía
Gálvez, Manuel. Vida de don Juan Manuel de Rosas. Ed. Altor. Buenos Aires (1954).
Irazusta, Julio. Vida Política de Juan Manuel de Rosas.
Castagnino, Leonardo. Juan Manuel de Rosas. La ley y el orden
La Gazeta Federal
Fuente: Portal Revisionistas.