El paquete tecnológico agro extractivista avanza territorialmente sin detenerse. Los análisis al respecto son buenos pero la resistencia es poco efectiva, dado que a medida que el primero crece geométricamente en extensión, la segunda se queda en debates en torno al cómo sería. Compartimos un artículo titulado “¿Otro laboratorio más para los transgénicos?”, en referencia a la instalación del modelo productivo en Bolivia.
Redacción*
“Buscamos pan que nos cure, no que nos enferme”, afirma Ignacio Fontclara, panadero paraguayo. Su sector ha lanzado la campaña “Pan sin veneno”, conjuntamente con organizaciones indígenas y campesinas. Se oponen a la resolución de mayo de este año que liberó el trigo transgénico HB4 en el más completo sigilo. La movilización paraguaya se ha articulado con la resistencia popular desplegada en Argentina y Brasil. Del otro lado del Atlántico, bajo el lema “Trigo transgénico fuera de África”, otros movimientos denuncian que la importación por Sudáfrica de trigo HB4 argentino expone además a Botsuana, Zimbabue, Lesoto, Zambia y Namibia.
Entre las múltiples razones para rechazar este cultivo, provenientes de organizaciones sociales pero también del mundo científico, se destacan: los riesgos para la salud, la alimentación y el medio ambiente asociados al uso del herbicida glufosinato de amonio, más tóxico que el controvertido glifosato, y la rápida contaminación de otras variedades de trigo. A pesar de ello, en tres años, el trigo transgénico se ha ido expandiendo. Tras la confirmación de la producción y comercialización en Argentina, Brasil aceptó no sólo la importación de harina de trigo HB4, sino también la siembra, en el marco de un proceso pleno de irregularidades. A partir de ahí, algunos países continuaron con aprobaciones de consumo humano y animal en Australia, Colombia, Nueva Zelanda, Nigeria, Sudáfrica, e Indonesia. La aceptación en este último país preocupa, puesto que se encuentra entre los principales importadores de trigo a nivel global.
El efecto dominó amenaza también a Bolivia, un país donde la movilización popular anti-transgénicos había hecho lo posible por plasmar candados en la propia Constitución. En 2019, incluso antes de la aprobación en Argentina, Bioceres, la empresa que desarrolló el trigo HB4, se reunió con la Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo (ANAPO) de Bolivia planteando una “alianza tecnológica”. El año siguiente, las autoridades generaron una gran controversia al dar la vía libre a semillas transgénicas de maíz, caña de azúcar, algodón, trigo y soya por procesos abreviados, pero esta medida fue revertida con el cambio de gobierno.
La presión por parte de la ANAPO no se detuvo ahí. Presentó en 2022 una solicitud de evaluación y aprobación del trigo HB4 al Comité de Bioseguridad Alimentaria, que aún no ha tomado una decisión. “Esta innovación tecnológica nos brindará la oportunidad de asegurar nuestras cosechas, y aumentar la superficie de siembra y la producción para alcanzar la ansiada soberanía alimentaria del país”, afirma el presidente de la asociación. Un punto de vista optimista, si recordamos que tras la siembra de la campaña 2023/2024 en Argentina, incluso empresas agropecuarias han expresado dudas sobre la generación de mayores rendimientos en comparación con las variedades no transgénicas.
Las principales justificaciones de la agro-industria boliviana son: la dependencia de las importaciones de trigo, la existencia de contrabando, y la sequía —frente a la cual el trigo HB4 supuestamente sería eficaz. Como un pez que se muerde la cola, el avance de la agricultura industrial, donde se destacan otros cultivos transgénicos, tiene una estrecha relación con estos fenómenos.
La estrategia de los hechos consumados
Bolivia tiene ciertamente un problema de abastecimiento de trigo. En 2022, se produjeron 310 mil toneladas. Al no poder suplir una demanda nacional de cerca de 800 mil toneladas, se importaron harina y semillas sobre todo desde Argentina. Miguel Ángel Crespo, de Probioma explica que se ha ido dejando de lado este alimento básico desde mediados de los años 80, conforme se priorizaban otros cultivos de exportación. Según las estadísticas nacionales, 210 mil hectáreas son destinadas a este cultivo, el 65% de las cuales se concentran en el departamento de Santa Cruz. En comparación, la soya, esencialmente destinada a los mercados colombianos, peruanos y chilenos, ocupa 1,5 millones de hectáreas. Se trata de nada menos que un tercio de toda la superficie cultivada en el país.
En 2019, el gobierno creó el Programa Multisectorial de Fomento a la Producción de Trigo, con el objetivo de subvencionar hasta 15% el precio de semillas certificadas, y asegurar la compra de grano a precios competitivos por la Empresa de Apoyo a la Producción de Alimentos (EMAPA). Dos años después, durante el gobierno de Jeanine Áñez, se denunció que esta empresa había pactado con la empresa estadounidense Duron LLC la adquisición de 30 mil toneladas de trigo transgénico. La compra no se concretó por irregularidades por parte de Duron, la cual inició un laudo arbitral internacional contra Bolivia, que acabó perdiendo en 2022. Sea por medio de EMAPA o no, el contrabando de otros granos transgénicos desde Argentina ha cobrado evidencia desde hace varios años. El gran riesgo en el caso del trigo HB4, es que siga el modelo que permitió la introducción de la soya y el maíz transgénicos.
Según la Fundación Solón, prácticamente la totalidad de la soya cultivada en Bolivia es la semilla transgénica evento 40-3-2 (tolerante al glifosato). El 80% de la producción se ubica en Santa Cruz. La expansión ha seguido el mismo patrón que en Brasil y Paraguay: ingreso clandestino de semillas de Monsanto desde Argentina en los años 90 hasta alcanzar dimensiones que justifiquen su legalización. En el caso boliviano, esta última tuvo lugar en 2005, a pesar de la fuerte oposición de las organizaciones campesinas y ecologistas. En la actualidad, existen presiones por parte de los empresarios soyeros para la aprobación de la variedad resistente a la sequía, bajo el argumento de que sus cultivos se están “estancando”. Este proceso inició en 2019 con la autorización de procedimientos abreviados para la evaluación de dos tipos (HB4 e Intacta) destinados a la producción de agrocombustibles, y podría culminar con éxito en 2024.
El caso del maíz transgénico es similar, si bien su incursión es más reciente y enfrenta fuertes resistencias al ser Bolivia el centro de origen de una gran diversidad de variedades nativas. El riesgo de contaminación genética preocupa en particular porque es un cultivo profundamente arraigado en las culturas bolivianas, y cada variedad tiene un uso específico en la cocina tradicional. En 2015 comenzaron las denuncias de cultivos ilegales, explicables por el contrabando de semillas y la aprobación gubernamental de importación temporal de granos argentinos, sin aranceles ni análisis genéticos. Un año después, más de 60 mil hectáreas de maíz BT y RR fueron detectadas en Santa Cruz. El propio Instituto Nacional de Innovación Agropecuaria y Forestal admitió recientemente ensayos de soya y maíz transgénicos. Según el investigador Gonzalo Colque, hoy en día, “casi toda la producción de maíz amarillo es transgénica”. En Santa Cruz, estos cultivos representarían de hecho entre 70 y 80% del total del maíz producido.
La argumentación de la agro-industria es idéntica a la de la soya: ANAPO admite abiertamente la existencia de cultivos ilegales y pretende aplicar la lógica de hechos consumados para exigir la legalización. Es más, la Cámara Agropecuaria del Oriente pide la liberalización de aún más variedades de maíz transgénico: resistente al glifosato, BT, y HB4. Los agro-industriales soyeros en particular, afirman la utilidad del maíz en la rotación de los cultivos, pues dicen que permite aplicar los mismos métodos de labranza mínima y los agroquímicos usados para la leguminosa. Por cierto, este rubro resulta de particular interés para la Asociación de Proveedores de Insumos Agropecuarios (APIA), una agrupación boliviana que integra a transnacionales del agronegocio, como Yara, ADM, Bayer, Syngenta, BASF y UPL. Las cuatro últimas se encuentran entre las principales empresas a nivel global en la comercialización de glufosinato de amonio. En 2021 y 2022, de acuerdo con los registros aduaneros, UPL India envió muestras de esta sustancia a su subsidiaria boliviana.
Otra razón detrás de la presión agro-industrial a favor de los transgénicos se explica por la especulación sobre la tierra. Para los grandes terratenientes de Santa Cruz, “la libertad de usar más transgénicos y agrotóxicos es sinónimo de precios más altos para vender las tierras tituladas a su favor […], para capitalizar sus empresas importadoras de insumos agrícolas, para mejorar sus rentas por el alquiler de tierras”, afirma Gonzalo Colque.
Las transnacionales forman parte de la ecuación. La Fundación Tierra rastreó en 2017 la presencia de gigantes del agronegocio como ADM, Cargill, Bunge y Louis Dreyfus en el capital de empresas del agro boliviano.
Apagando la hoguera con gasolina
Trase ha reportado que la intensidad de la pérdida de bosque para el cultivo de la soya en Bolivia es treinta veces superior a la de Argentina y siete veces a la de Brasil. Si las colonias menonitas son responsables de un tercio de esta deforestación, grandes empresas como Cargill también están involucradas. En veinte años la leguminosa ha causado la pérdida de más de 900 mil hectáreas de bosques amazónicos, cobrando más visibilidad con los dramáticos incendios forestales que azotan al país.
En 2019, el Tribunal Internacional por los Derechos de la Naturaleza determinó que los incendios forestales en Bolivia constituían un caso de ecocidio. El año siguiente, la situación empeoró y 26 territorios indígenas fueron severamente afectados. El gobierno explica que la causa del fuego provocado es el chaqueo (quema del monte) realizado por grandes y medianos empresarios agro-industriales, ganaderos, y comunarios, así como personas de mala fe. Otras voces vinculan la degradación de los bosques con el actual marco legislativo destinado en principio a ampliar la producción de alimentos. De acuerdo con la Fundación Tierra, las leyes vigentes no sólo no han conseguido ese objetivo, sino que además, el desmonte y los incendios tienen lugar crecientemente en nuevas zonas priorizadas para los monocultivos de exportación.
“Es un horror ver esta situación, después de cuatro meses de sequía ahora viene el incendio” se lamenta Josefina Suárez, una campesina del norte amazónico de Bolivia. Mucho más al sur, en el Pantanal, la llanura inundable más extensa del planeta compartida con Brasil y Paraguay, más de un millón de hectáreas se ha quemado, y siguen activos 3 mil focos de incendio. A nivel nacional, cerca de tres millones de hectáreas han sido arrasadas por las llamas este año.
Lo que queda claro es que el fuego está devastando territorios de comunidades enteras y zonas de alta biodiversidad. Tal y como lo apunta Agro é Fogo, es un círculo vicioso donde se articulan el empuje de la frontera agrícola asociado al acaparamiento de tierras y la sequía provocada por la crisis climática. Un estudio reciente ha demostrado que, en comparación con los registros de los años 80, la temperatura promedio de Santa Cruz se ha incrementado en 1,1º C, casi el doble de la media global. Se han multiplicado también los eventos extremos y llueve 27% menos que hace 40 años. La conclusión es clara: la crisis climática es a la vez una consecuencia y una causa de la expansión descontrolada de la agricultura y la deforestación. Ante este panorama, promover más transgénicos HB4 como respuesta a la sequía es similar a pretender apagar una hoguera con gasolina.
Manos que sí alimentan
A pesar del avance de los transgénicos y de la presión por parte de la agro-industria, la agricultura campesina sigue preservando e innovando de forma colectiva las semillas. En el Sur global, se estima que entre 70 y 90% de lo que se siembra cada año procede de semillas campesinas. Además, la principal fuente de alimentación del 70% de la población mundial proviene de pequeñas producciones campesinas, de la pesca artesanal, del pastoreo, la recolección y los huertos urbanos.
En Bolivia, de acuerdo con CIPCA, el 96% de las unidades productivas agropecuarias (UPAs) son de agricultura familiar, que opera en menos de la mitad de las tierras cultivables. Se distinguen tres tipos: de subsistencia, transición y consolidada. Los dos primeros, que concentran 70% de las UPAs, destinan sus productos al auto-consumo y al mercado doméstico, mientras que el tercero también provee productos de exportación. En total, la agricultura familiar provee hasta 87,6% de los cultivos alimentarios y 98,5% de los 39 productos de la canasta básica alimentaria (excluyendo el trigo y el arroz).
Quizás uno de los recursos más preciosos que tiene el país se ubica en la capacidad de movilización de la gente. Esto se hace evidente desde plataformas sociales enfocadas en la resistencia a los transgénicos, la proliferación de redes de producción y distribución agroecológica, hasta organizaciones como la CONTIOCAP [1], por ejemplo. Por eso, aún se puede esperar que Bolivia no siga siendo otro laboratorio más para los transgénicos.
NOTA
[1] Coordinadora Nacional de Defensa de Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas de Bolivia.
* Publicado originalmente en el portal de la Fundación Grain, una ONG internacional financiada con aportes de entidades fundamentalmente suizas y estadounidenses.
Fuente: Rebelión