Paciencia con esta nota. Habla de lo climático porque debe hablar de trabajo y producción. Pero lea con confianza de que no se trata de un manual de jardinería. Además, revalorizamos a Maradona como estandarte, ché…
Por Pablo Casals
Recreamos en esta oportunidad el debate no saldado entre labranza tradicional y siembra directa. Los lectores ya conocen nuestra postura editorial al respecto: ninguno de los dos métodos es malo en sí mismo. La clave es dónde, cuándo y cómo se instrumentan.
Sintéticamente diremos dos o tres cosas de cada una para poner en frecuencia al lector no familiarizado con el asunto. No la haremos lunga porque la nota va “de otra cosa”.
La labranza tradicional – arado que da vuelta la tierra -, airea el suelo, combate plagas, permite una mejor capilaridad y agregado de materia orgánica al lecho; tiene como contra que es factible de mayor erosión, y – ahora muy renombrada – liberación de carbono a la atmósfera, contribuyendo al efecto invernadero.
Este último es una trampa de estos tiempos. Yanquis, ingleses, europeos, rusos, chinos, hindúes y coreanos queman combustible a mansalva todos los días, pero la culpa del calentamiento global parece ser de los países regresados a palos, invasiones, sangre y muertes, a matrices productivas agropastoriles como Argentina. Que cosas como estas las digan los yanquis o ingleses nos tienen sin cuidado. Lo preocupante es el ejército de boludos que repite sin reflexionar sobre el tema, ni asomar la cabeza por la ventana.
Pero sigamos con lo que veníamos…
La siembra directa, no “fractura” la tierra, sino que hace un pequeño surco, donde al mismo tiempo de planta, se fertiliza y se riega; dejando grandes franjas de materia orgánica en descomposición que impedirían el crecimiento de otras plantas que compitan contra el cultivo – llamadas erróneamente “malezas” – y por ende colaboraría en el control de plagas, además de “favorecer” la captura de humedad.
Una y otra metodología no son malas en sí mismas. Ocurre que la segunda es muy favorable para el cultivo en zonas semidesérticas. Sin embargo, la siembra directa en Argentina – y en el mundo – vino de la mano de un paquete tecnológico integral (semillas, fertilizantes, agroquímicos, maquinaria, organización del espacio y comercialización) que elevó los rindes en zona núcleo en forma extraordinaria, bajando los costos de forma significativa.
La erosión provocada por la labranza tradicional es relativamente real. No tanto por el método, sino por el desmonte asociado a la extensión de la frontera agropecuaria. Desmonte que la siembra directa alienta y contribuye.
Lo real es que más allá de lo meramente ambiental – y acá estamos dispuestos al tsunami de puteadas por venir -, lo determinante son los rindes obtenidos, a bajo costo y con mercado internacional asegurado. Argentina, Brasil, Paraguay y Bolivia – por nombrar a los propios – están supeditados a la cadena de valor internacional sin alternativa ni solución de continuidad aparente.
Lo dijimos párrafos arriba: a palos, sangre, invasiones y muertes para nuestros pueblos, pasamos de países con franca dirección industrial a economías agropastoriles como las de la primera mitad del Siglo XIX. Eso es verdaderamente la “geopolítica del ambiente”, y no la jardinería a gran escala que suele enunciarse desde organismos oficiales y ONG’s.
Pero el objetivo de esta nota es otro. Ocurre que si no se hacía esa introducción lo que sigue iba a quedar en anécdota.
Recientemente, en el marco de un ciclo de capacitación para productores y profesionales del sector agrícola denominado “Aaprender”, organizado por la Asociación de Productores en Siembra Directa (AAPRESID), se afirmó que para el año 2050, la demanda internacional de alimentos crecerá un 47% respecto de lo que se consumía en 2018.
Por lo tanto, en ese ámbito, la consigna que se motorizó fue que los países deberán elevar significativamente el volumen de producción en granos y carnes, sin perder de vista el impacto ambiental del proceso.
Según se dijo en el ciclo, a partir del crecimiento poblacional y “el aumento del poder adquisitivo de amplias franjas de la población” (SIC), en los próximos años se registrará un fuerte aumento de la demanda sobre la producción de granos como de carnes. Además – dijeron -, en los últimos años los consumidores “se han vuelto cada vez más exigentes y además de demandar mayor información sobre cómo se produce la comida que llega a sus platos, exigen que se reduzca el impacto en el medio ambiente”.
Claramente, tales “exigencias” se están dando en algunos sectores de las sociedades con mayor poder adquisitivo del mundo, que no supera el 5% de la población mundial siendo extremadamente generosos. El resto, se divide entre los que pugnan por comer nutritivamente y los que sólo demandan comer.
Entendemos el juego de las empresas que participan del sector agroexportador. No son cadenas con gran proporción de valor agregado ni demasiada diversificación de oferta. Cultivos hay muchos, pero las variantes internas de cada uno no son tantas.
Ejemplo: Diego Maradona mediante, usted puede comprar – si tiene la guita – una Ferrari roja tradicional o verde a lunares naranjas. Lo mismo pasa con los pantalones, camisas, aparadores, cubiertas de teléfonos, termos y cortinas de baño. Sin embargo, con el trigo, el maíz o la soja eso no es posible. Existen múltiples variedades de cada uno de esos granos, pero la diversidad no hace diferencia sustancial de fondo. Cuando Diego hizo pintar la “Testarosa” de negro, eso sí que fue un golpe de mercado.
Pero volvamos al tema central…
En el mencionado ciclo, también se expusieron cosas un tanto más interesantes, que sin olvidar el ámbito donde se desarrollaban, son muy importantes.
Haciendo referencia al sistema productivo argentino, uno de los disertantes sostuvo que, para “equilibrar el sistema”, lo que se produce en términos de biomasa debe estar en sintonía con lo que posteriormente se consume, sean granos, frutas, forrajes o carnes.
Por lo tanto, si las circunstancias de las próximas décadas son las que se vaticinan, los criterios productivos deber ser eficientes, suficientes y respetar los tiempos biológicos sin perder rentabilidad económica.
Entonces, dado que la tierra productiva es limitada y el crecimiento poblacional aumenta en ritmos geométricos, se deben reformular una serie de paradigmas tradicionales, empezando por los indicadores de referencia para evaluar resultados.
En criollo, casi desde que el mundo es mundo el rinde se mide tomando en cuenta la cantidad de hectáreas sembradas comparadas con la producción obtenida tras la cosecha. Eso nos da un número promedio de toneladas o quintales por cada hectárea.
Lo que se propuso en el ciclo de AAPRESID fue cambiar el factor de referencia, y en lugar de medirlo en superficie utilizada en el proceso de producción, se propone medirlo en kilos por milímetros de agua recibidos por el cultivo (sea por lluvias o riego asistido); o bien por unidades de nitrógeno consumidas por kilo de producción.
Se esforzaron en aclarar que esos dos parámetros, eran sólo ejemplos posibles. Y no están mal. Nos vienen muy bien. Tengamos en cuenta el conflicto hídrico-territorial que nuestro país está viviendo desde hace décadas, un poco más visibilizado en estos tiempos a causa de la reciente sequía y de la “contratación” de la empresa israelita Mekorot por parte del Gobierno Nacional, para que revele la integridad de las cuencas hídricas en 14 provincias, mensure caudales, evalúe calidad del agua, y “sugiera” obras de infraestructura de variado signo.
Lógicamente, en el ciclo de AAPRESID, se habló de inversiones en tecnología en función de las necesidades del nuevo paradigma productivo, con «espíritu sustentable» y siempre masivamente exportador de materias primas en bruto.
Pero a nosotros nos confirma que hay “otra cosa”; otra manera de trabajar, producir y agregar valor. En definitiva, crear trabajo y por ende vida digna.
Vida digna: la única variable de sustentabilidad con importancia.
Si eso no está resuelto, el cuento de que lo perjudicial para el mundo está en los pedos de las vacas, es una tomada de pelo para el pueblo argentino.
Fuente: INTA / AAPRESID / InfoCampo / Archivo Chasqui Federal