Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. Compartimos el siguiente artículo con el único objetivo de que el lector pueda tener un panorama resumido de varias de las propuestas que viene impulsando la social democracia en América Latina (o “el progresismo”). Se trata de el texto titulado “Económicamente útiles, políticamente potentes”, cuyo autor es Lucas Aguilera*. Leanlo; viene bien. Dice cosas sobre las que se va a hablar durante el resto del año y en la futura campaña electoral. Siempre es conveniente avisar.
El Editor Federal
Hace unos días escuchamos al analista estrella del Foro de Davos, Yuval Harari, vaticinar que la mayoría de los humanos se volverán “económicamente inútiles y políticamente impotentes”, con toda la potencia instituyente que le da la nueva aristocracia financiera y tecnológica a sus declaraciones. Se hace necesario criticar éticamente sus intenciones, superando la impotencia de la indignación que despierta la fatalidad contenida en sus afirmaciones.
En primer lugar, si tomamos lo que podemos denominar la base objetiva de su planteo, nos preguntamos si con “inutilidad económica”, el analista vulgar hace referencia al fenómeno por el cual en la actualidad se produce en una hora y media lo que en 1970 se producía en ocho horas, sumado a que el sistema capitalista funciona hoy con 3.300 millones de trabajadores/as (de los cuales sólo 1.300 millones son estables), sobre una población mundial de ocho mil millones de trabajadoras y trabajadores, es decir, personas (valor) que son expulsadas del proceso de producción.
La comprensión de los procesos que subyacen a los fenómenos que aparecen en la superficie permite entender sus causas y superar la ingenuidad intelectual. El analista explica la situación actual a partir de la irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) en el proceso productivo, como parte de un aparente desarrollo “natural”. Lo que no se explicita es la materialización de dichos avances tecnológicos como capital fijo.
Estos medios de producción, como la inteligencia artificial, el 5G y el internet de las cosas, son producto del saber social extraído de la elaboración de científicos, matemáticos, programadores, y también de las actividades de los miles de millones de usuarios y usuarias. Es decir, de todo aquel sujeto productor que entra en relación con los instrumentos a partir de su pertenencia al cuerpo social.
En su análisis de la maquinaria y la gran industria, Marx nos diría por un lado que en la moderna economía burguesa, la que se presenta realmente como productora es la conjunción y combinación de la actividad social y que, en tendencia, el trabajo inmediato deja de ser base en cuanto tal de la producción.
Por otro lado, señala que en el desarrollo de la gran industria “el enriquecimiento del obrero colectivo y por ende, del capital” es decir, de la fuerza productiva, se encuentra condicionado por el empobrecimiento de las fuerzas productivas individuales de cada trabajador: para el sistema lo que se vuelve trascendente en el proceso de valoración es el “taller colectivo”.
En ese proceso de división del trabajo, proceso organizativo de producción colectiva y de apropiación privada, es donde los “conocimientos, la inteligencia y la voluntad” particulares quedan subsumidos a la lógica del capital.
Estos dos elementos permiten al menos cuestionar la supuesta inutilidad económica de una clase emergente, ya que si bien esas 4.700 millones de almas pueden no estar en contacto con el trabajo inmediato por un lado, o propiamente físico por el otro, forman parte de un complejo sistema interrelacionado e interconectado de producción nunca antes visto en el devenir de la humanidad.
Inteligencia colectiva
Los cambios acelerados que trajo aparejada la “cuarta revolución industrial”, parecen materializarse en un nuevo territorio virtual-digital, con el desarrollo de plataformas que comienzan a imponerse como mediación de las relaciones sociales. Allí, los seres humanos interactuamos como usuarios, en una infraestructura web, aportando “contenido” en la medida que alimentamos dicha interacción.
Ello significa que, quienes controlan este territorio de plataforma, hacen un aprovechamiento de la “inteligencia colectiva”: mediante la actividad interconectada de los usuarios, crece orgánicamente la red de conexiones, lo que puede compararse al desarrollo de las sinapsis del cerebro.
Tras la promoción del “trabajo colaborativo” que pregonan quienes conducen el salto tecnológico, se oculta el hecho de que los efectos de red de las contribuciones de los usuarios son la clave para el dominio del mercado.
Los usuarios son llamados “co-desarrolladores”, agentes centrales del agregado de valor en el proceso que acontece en el territorio virtual-digital. Esto provoca un cambio profundo en la arquitectura de la web, tal como la conocíamos desde la crisis de las Punto Com. Significa que el producto de nuestra actividad social interconectada en las plataformas, lo que llaman el “enlace permanente”, es utilizado en tiempos cada vez más acelerados, para desarrollar las tecnologías de punta.
El producto de dichas interacciones, donde se genera gran cantidad de información, es elaborado y traducido en nuevos proyectos científicos y tecnológicos, gracias a desarrolladores que van introduciendo cambios en tiempo real, basado en la “sabiduría de las mayorías”, que de esta manera es apropiada y objetivada en nuevos medios de producción o en su mejoramiento.
Y es en esta sabiduría de las mayorías donde el conocimiento o el saber social se vuelven fuerza productiva inmediata, se vuelve fuerza vital real. Podría relacionarse con el concepto de Marx de “intelecto general” como proceso social y mundial de innovación permanente que motoriza las fuerzas productivas, no solo como conocimiento sino como “órganos inmediatos de la práctica social”.
Por ejemplo, Google es una de las empresas que encabeza la tendencia. Google debe rastrear continuamente la web y actualizar sus índices, filtrar continuamente el spam de enlaces y otros intentos de influir en sus resultados, responder de forma continua y dinámica a cientos de millones de consultas asíncronas de usuarios, comparándolas simultáneamente con anuncios apropiados para el contexto.
No es casualidad que la administración del sistema, las redes y las técnicas de balanceo de carga de Google sean quizás incluso secretos mejor guardados que sus algoritmos de búsqueda. El éxito de Google en la automatización de estos procesos es una parte clave de su ventaja de costos sobre la competencia.
Un editorial reciente de ZDnet concluyó que Microsoft no podrá vencer a Google: «El modelo de negocios de Microsoft depende de que todos actualicen su entorno informático cada dos o tres años. El de Google depende de que todos exploren las novedades en su entorno informático. Todos los días.»
Aquí parece residir hoy la lucha intercapitalista por acelerar los tiempos de producción de los medios de producción, factor del que dependerá quien domine la nueva fase del capital basado en la financiarización y la digitalización, el salto del mundo real-material-mecanizado-informatizado, basado en la energía fósil, a un mundo virtual-inmaterial-digital-biológico, basado en la energía renovable, la nanotecnología, la bigdata, el blockchain y la robótica.
Un proceso que oculta una disposición de tiempo de trabajo de millones de personas para el desarrollo del capital, por fuera del empleo concebido de manera tradicional.
De esto hablamos cuando nos referimos a las plataformas digitales como “nuevas fábricas”. Nuevamente la capacidad del capital de asociar “brazos e instrumentos” -ahora sería quizás más preciso hablar de “cerebros e instrumentos”-, su verdadera capacidad de acumulación. Una nueva estructura de poder que pone en cuestión las categorías clásicas de trabajo, jornada laboral y salario, pero que sigue respondiendo a las leyes de producción, extracción y apropiación de valor, donde lo único que produce dicho valor sigue siendo el trabajo humano.
Lo que debe ponerse en evidencia es la tendencia del capital a invertir en tecnología para automatizar los procesos productivos, tendencia que libera un excedente de energía y tiempo, generando un exceso de capacidad productiva. Pero como es sabido, en la economía capitalista ese excedente de tiempo y energía es reabsorbido constantemente en el ciclo de producción de valor de cambio, lo que conduce a la creciente acumulación de riqueza y de tiempo de no-trabajo para unos pocos.
En el desarrollo de las fuerzas productivas sociales, el avance de la ciencia y la técnica fue permitiendo que la producción orientada a la satisfacción de las necesidades inmediatas del ser humano sea más productiva, dirigiendo así una mayor parte de la producción a satisfacer las necesidades mismas de la producción, en otras palabras: la producción de medios de producción. (Marx).
Si dicho desarrollo lo trasladamos al plano temporal, lo que se observa es que el tiempo de trabajo se fue transformando en tiempo de no-trabajo o tiempo disponible, en “poder productivo”. Lo que “libera” el avance de las fuerzas productivas es, entonces, tiempo social. Ese tiempo social que hoy está dispuesto en relación a nuestra permanencia en las plataformas digitales, donde como órgano social, los millones de seres humanos generamos conocimiento que se objetiva en el desarrollo tecnológico subsumido al capital.
Veamos este ejemplo comparativo. China se ha propuesto recientemente un nuevo desafío, construir una presa hidroeléctrica de 590 pies de altura, valiéndose de Inteligencia Artificial (IA), con materiales producidos por impresoras 3D y sin la necesidad de tener que emplear a ningún ser humano en todo el proceso.
En contraposición, y hace casi un siglo, Estados Unidos emprendió la construcción de la presa Hoover, considerada en su tiempo el mayor proyecto de represas del mundo, que supuso la utilización de técnicas no probadas hasta ese momento y el trabajo de 7000 personas durante cinco años, de 1931 a 1936. Surgen entonces algunas grandes preguntas: ¿dónde está puesto el tiempo de trabajo? ¿Dónde son valorizadas esas 7.000 personas, hoy consideradas “inútiles”, y por ende, sobrantes?
Ante el fatalismo que se intenta imponer desde esta concepción de “inutilidad” de millones de seres humanos, anteponemos la visión opuesta. La creación de este tiempo disponible, es decir, tiempo de no trabajo para algunos bajo la iniciativa del capital, es condición de “posibilidad” para que se vuelva tiempo libre para todos.
Al ser el capital una contradicción en proceso histórico, se vuelve posible una transformación estructural y con ello, una existencia ética, si se logra imponer la disposición de este tiempo en reducir el dedicado al trabajo necesario de toda la sociedad y así volver libre el tiempo de todos para el desarrollo de la humanidad, en términos físicos y espirituales.
El plustrabajo
Ahora bien, esta posibilidad reside en el máximo desarrollo de la contradicción inherente del sistema capitalista, entre tiempo disponible y la necesidad de convertir ese tiempo en plustrabajo. Mientras no acontezca dicha transformación estructural, el capital llevará al máximo su tendencia a transformar el tiempo disponible social en plustrabajo, es decir, tiempo de trabajo más allá del trabajo necesario, del que se apropia valorizándolo y haciéndolo entrar nuevamente en el proceso productivo como capital.
Tiempo de trabajo ajeno que se transforma en plusvalía y que se objetiva en nuevos medios de producción, bajo la apariencia de “autovalorización”. La capacidad de llevar a un mínimo el tiempo de trabajo necesario, es posible gracias al aumento de la productividad del trabajo, pero que en este sistema, se convierte en productividad del dueño de las condiciones de trabajo, como ya planteaba Jacques Necker en 1784.
Entonces, cabe preguntarse: ¿dónde se produce el valor? Cuando creemos que estamos haciendo uso de nuestro tiempo de ocio en las plataformas, o consumiendo en ese territorio virtual que se constituye, ¿no se está en realidad generando plustrabajo que, tomado por el capital, produce plusvalía que se valoriza en nuevos medios de producción?
En este sentido, y teniendo en cuenta los profundos cambios que acontecen, una categoría a analizar es la de jornada de trabajo. Cuando hablamos de extensión de jornada laboral, dicha extensión está relacionada con los límites físicos y morales. El primer límite hace referencia a la cantidad de energía vital que puede consumir el trabajador en el proceso productivo y su respectiva reposición.
El segundo límite contempla otro tipo de necesidades, las espirituales y sociales, que están directamente relacionadas con el nivel alcanzado por la sociedad en su conjunto. Estas barreras son elásticas y fueron variando a lo largo de la historia capitalista de producción, entre las 8 y 18 horas diarias.
En la actualidad existen algunos experimentos corporativos de reducción de la jornada laboral a cuatro horas por día. Es necesario poder pensar qué proceso subyace a este fenómeno, tomando en consideración los límites mínimos de dicha jornada y sus dos partes constitutivas: el tiempo de trabajo necesario y el tiempo de plustrabajo, a lo que se le suma el tiempo disponible. Lo novedoso de esta fase actual es el trastocamiento y la conjunción de los límites máximos y mínimos, en una convivencia inédita.
Una primera aproximación nos diría que al reducirse al mínimo el tiempo de trabajo necesario, el capital puede permitirse reducir la jornada, posible gracias al avance del poder productivo.
Ahora bien, al sumarse el tiempo disponible absorbido por el capital por fuera del proceso directo de producción, pero a su vez, convertido en éste, es muy difícil distinguir en qué momento nos encontramos trabajando para satisfacer nuestras necesidades vitales o si en realidad, cuando estamos satisfaciendo las necesidades espirituales o sociales, estamos entregando nuestro tiempo disponible al proceso de valorización del capital.
Es decir, hasta qué punto cuando pensamos que se tiende al límite mínimo, en realidad lo que se tiende es a extender los límites morales y físicos como nunca antes en la historia. Lo que aparece es la necesidad de revisar la categoría misma de jornada laboral, para preguntarse dónde el capital se está valorizando gracias a la expropiación del tiempo de trabajo ajeno.
Renta básica
Estos interrogantes se conectan con el debate sobre otro elemento que aparece en la coyuntura mundial: el llamado salario universal o renta básica universal. Implementado en territorios tan disímiles como algunas aldeas rurales de Kenia, un pueblo de EEUU, pasando por países como Finlandia, Irán o Alaska.
Este fenómeno se presenta como “un mecanismo de redistribución de la riqueza” que no sólo aporta al bienestar físico y psicológico de la población, sino también a las arcas fiscales. Ahora bien, este ingreso que recibe o recibirá sin ninguna aparente contraprestación la supuesta “clase inútil”, amerita un análisis de fondo.
Si consideramos el concepto de salario, en el sistema capitalista constituye la parte que percibe el trabajador para mantener y reproducir su fuerza de trabajo, es decir, es lo que percibe por el tiempo de trabajo necesario. Que se habilite sistémicamente la posibilidad de contemplar un salario universal para toda la población está directamente relacionado, por un lado, a la concepción de la producción como la conjunción y combinación de la actividad social.
El avance del poder productivo redujo a una fracción de tiempo mínimo la producción destinada a las necesidades, y abarató significativamente las mercancías que el trabajador necesita para sobrevivir. Por otro lado, es posible porque esa fuerza de trabajo está puesta en seguir alimentando el complejo entramado de producción de riqueza basado en las plataformas virtuales como “las nuevas fábricas”.
Si llevamos el análisis a las necesidades de la humanidad en términos históricos, éstas pueden considerarse el motor por el cual el hombre ha buscado (y encontrado) los medios para satisfacerlas. En otras palabras, existe una codeterminación de las esferas de producción y consumo.
Una de las contradicciones mismas del sistema reside en que “al proceso de producción material inmediato se le quita la forma de la necesidad apremiante”, es decir, las necesidades que podríamos denominar básicas de la población son cubiertas rápidamente (por lo menos en potencia), por medio del desarrollo de las fuerzas productivas, lo que disminuye el tiempo de trabajo necesario.
Por un proceso de inmediatez, mediación y negación, las esferas de producción y consumo no solamente van creando un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto, un material a la necesidad tanto como una necesidad al material (Marx).
En pocas palabras, el sistema va creando nuevas necesidades que pueden ir asumiendo la categoría de apremiantes. Igualmente, si las necesidades básicas se resuelven rápidamente, el tiempo de trabajo puede disponerse a producir medios de producción, lo que acelera aún más el desarrollo de las fuerzas productivas, y con ello, de todas las contradicciones inherentes al sistema mismo.
Prosumidores
La producción determina al consumo, y éste transforma la producción. Hoy más que nunca, ambos procesos se transforman vertiginosamente, y en términos espaciales y temporales, además, hasta se vuelven casi simultáneos; ello puede verse reflejado en el concepto de “prosumidores” que utilizan para referirse a los usuarios.
El desarrollo productivo ha generado la tendencia a cero del tiempo de circulación, tiempo de desvalorización del capital, por lo que tiende a abolirlo. ¿Se produce y se consume en un mismo tiempo y espacio? ¿Cómo se transforman ambas esferas, y por ende, cómo se ordena la sociedad en relación a dicha transformación?
Ahora bien, mientras sigamos discutiendo salario para cubrir necesidades, nuestro tiempo disponible seguirá siendo subsumido al capital. Seguiremos discutiendo pobreza y las bases del sistema seguirán intactas, alimentado por el “robo” del tiempo de trabajo ajeno, hoy combinado y transformado en conocimiento colectivo expropiado, verdadera fuente de la riqueza social.
Bajo esta premisa, puede pensarse el salario universal como el pago por el tiempo de trabajo necesario – equivalente a cubrir las necesidades de supervivencia -, para lograr el objetivo último de apropiarse de la plusvalía generada durante “el tiempo disponible”, transformado éste en plustrabajo y destinado así a valorizarse y objetivarse en la creación de capital constante. Es lo que parece estar sucediendo, como dijimos, con el tiempo que le dedicamos a nuestra vida frente a las múltiples pantallas y en interacción con las tecnologías.
Este mecanismo de mayor explotación basado en el robo del tiempo de trabajo ajeno, necesita dispositivos de disciplinamiento aún más sofisticados, construyendo una superestructura ideológica de legitimación, que logra, paradójicamente, una apariencia de “mayor libertad” para la clase trabajadora. Desde el látigo negrero del amo que debía empuñar el capataz con un ritmo condicionado por la biología, al ritmo incansable de la máquinas del siglo XIX que obligaban a sus operadores sin necesidad del látigo a ceder sus fuerzas vitales a límites impensados, hoy la caricatura de coerción se vuelve mucho más perversa, diría Foucault.
Así como la explotación económica tiene el objetivo de separar la fuerza de trabajo de su producto, la coerción disciplinaria afianza en esos cuerpos el vínculo de coacción entre una aptitud aumentada y una dominación acrecentada, es decir, utilidad en términos económicos, y obediencia en términos políticos (Foucault).
La conjunción de las esferas de producción, distribución, cambio y consumo en un mismo plano espacio-temporal de inmediatez permite un nuevo andamiaje de coerción y subyugamiento como nunca antes visto, donde el panóptico virtual cumple un rol central en la sociedad disciplinaria del siglo XXI, imponiendo comportamientos al conjunto de la población global.
No sólo a partir de la idea de que estamos siendo vigilados, sino también bajo la coerción directa que permiten las nuevas tecnologías en mano de los explotadores. Las plataformas se constituyen en una especie de “amo anónimo”, midiendo desde nuestro índice de productividad hasta nuestra aceptación social. Abundan los ejemplos del “vigilar y castigar” 3.0, como es el caso de los pasaportes sanitarios, con los que los poderes concentrados están bloqueando protestas, poniendo en “código rojo” a los que se atreven a pensar diferente.
Lo que se pretende con los argumentos hasta aquí esgrimidos, es demostrar la base de una concepción totalmente opuesta al determinismo fatalista contenido en la afirmación del intelectual: “políticamente impotentes”, que constituye el aspecto subjetivo de su planteo.
Traeremos aquí el hecho, con sobrada evidencia histórica, de que las grandes revoluciones fueron obra de un sujeto que se erige en el ejercicio práctico de la toma de conciencia, es decir, el sujeto de la revolución es quien hace la revolución y la caracterización a priori de su impotencia política no depende de su objetividad muerta, si no de su subjetividad viva, de su despliegue y de su práctica política.
Pero advirtiendo, como lo hacía Perón (1949), que “el progreso se acentúa en la técnica y en el movimiento social”, pero que el sentido liberador de esa técnica no es adquirido per se, sino que se asienta en el empoderamiento de la comunidad organizada.
Lo que podríamos pensar es que nos encontramos en los albores de los que León Trotsky visualizaba como el valor límite del desarrollo técnico en este sistema, una de las condiciones previas del socialismo: el ideal de un “único mecanismo robot que extrajese materias primas del seno de la naturaleza y depositase los bienes de consumo terminados ante los pies de los hombres”-
Ello debe conjugarse con otras dos condiciones, la concentración de la producción y la elevación de la conciencia de las mayorías, condiciones que, además, se limitan mutuamente. Es decir, la tendencia a la proletarización de la población entera, convertida en un “ejército de reserva recluido en viviendas similares a cárceles”, podrá interrumpirse mediante un cambio revolucionario. Es decir, pensar la supresión automática del sistema de concentración y competencia como tendencia evolutiva es absurdo.
En este sentido, en 1918 Lenin le contestaba a los eseristas de izquierda que “es imposible crear o implantar el socialismo sin aprender de los organizadores de los trusts. Porque el socialismo no es una invención, sino la asimilación y la aplicación por la vanguardia proletaria, después de conquistar el poder, de todo lo creado por los trusts”. En otras palabras, asumir el desarrollo tecnológico como el producto de nuestro propio trabajo y tomar el control bajo iniciativa de la clase trabajadora para la construcción de otras relaciones sociales de producción.
En tiempos de máximo desarrollo de las fuerzas productivas, la disputa está en función del tiempo disponible social que potencialmente se libera. Resulta fundamental así centrar el debate sobre la producción de riqueza y no en la reproducción de la pobreza. Estas bases materiales hoy son condición de posibilidad histórica, siempre considerando la ley del desarrollo desigual y combinado, según Trotsky, ley general del proceso histórico, donde los territorios atrasados se ven obligados a avanzar por saltos y donde la confusión de distintas fases conjuga formas retrasadas y modernas.
Más allá de esta conjugación, el mayor desarrollo de la contradicción lograda al interior del sistema es la que conducirá el desenvolvimiento del resto de las contradicciones y tensionará hacia adelante, marcando el paso de los acontecimientos.
Todo ello significa poner en evidencia los miles de años de esfuerzo social que la humanidad toda ha instrumentado para saldar sus necesidades, producto de la disciplina de un sujeto que se transforma, del ejercicio y de la ciencia materialmente creadora de un sujeto que se constituye como tal en tanto sujeto social, en cuyo intelecto se encuentra presente todo el saber acumulado de la humanidad, donde reside el poder de liberarnos colectivamente del yugo de la necesidad inmediata. Saber del que se ha apropiado una clase, en base a la expropiación del tiempo disponible, que subsumido bajo el capital, se vuelve plustrabajo objetivado en medios de producción.
Supone hacer referencia a nuestra capacidad de crear y disputar la cultura, de hegemonía y contrahegemonía en términos gramscianos; del “paso de la utopía a la ciencia y de la ciencia a la acción”. La disputa es por el espíritu de la humanidad, por la creación histórica.
En este sentido, solo es impotente una clase si no median los niveles de unidad, organización, heterogeneidad y toma de conciencia, elementos que se conquistan en el enfrentamiento, allí donde justamente radica la potencia de la voluntad colectiva. La “impotencia política” que pronostica Harari será tal si las clases subalternas son incapaces de organizar su tiempo disponible en su propio nombre.
*Integrante del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
Fuente: CLAE / Nodal