Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. Reproducimos en forma total, sin cortes ni acotaciones, un viejo artículo firmado por Mauricio Birabent titulado “La cabeza de Goliat” que fuera publicado en la revista “Esto Es” en 1956. Todo un testimonio de época que sirve para dimensionar que cosas como la “grieta” o el “odio” son ancestrales en Argentina; lo mismo que las “fake news” y el “lawfare”.
El Editor Federal
LA CABEZA DE GOLIAT. El Gran Buenos Aires problema número uno – Por Mauricio Birabent*
El ingeniero Mauricio Birabent, que responde ahora a la encuesta abierta por ESTO ES acerca del problema que presenta al país el monstruoso crecimiento de Buenos Aires y sus aledaños, o Gran Buenos Aires, es un hombre que conoce el campo y la ciudad: es estanciero e industrial. Destacose como historiador, actuó en funciones del Estado, como director del Banco Industrial, y fue periodista (fundó con el doctor Manuel Antonio Molinari el diario «Democracia», que luego pasó a engrosar la cadena de prensa del peronismo). Actualmente es secretario técnico-económico del partido Laborista.
La República Argentina (2.800.000 kilómetros cuadrados y 18 millones de habitantes, a la fecha) soporta en su flanco un peligroso tumor palpitante: la Capital Federal y sus alrededores: el «Gran Buenos Aires». En un sector de suelo de apenas 3.000 kilómetros cuadrados se acumulan en increíble promiscuidad cerca de siete millones de personas, el 40 % de la población total.
¿Qué hace tanta gente amontonada en un solo lugar del vasto territorio? ¿Acaso explotan las salidas de una inmensa mina de antracita, como en el Ruhr; pozos de petróleo como en Maracaibo; están allí para transformar los productos del interior, mediante avanzada técnica, a los efectos de exportar mano de obra, como lo hacen en Suiza, Bélgica u Holanda; o con su presencia catalizadora cristalizan procesos pendientes o resuelven problemas o prestan ciertos servicios que el país o el mundo necesitan?
No. Nada de eso. 1º En el subsuelo bonaerense no hay minerales, sino arcillas contaminadas. 2º Las plantas fabriles que allí existen usan técnicas, en general, superadas; trabajan para una parte del mercado local y son consumidoras, no productoras, de divisas. 3º La gran masa humana del monstruoso maremágnum la forman burócratas: estatales, municipales y sindicales, y no se hallan allí para resolver problemas sino para eludirlos. Posiblemente, el 30 % de los actuales habitantes del Gran Buenos Aires son desocupados potenciales que consumen más riqueza que la que producen.
Buenos Aires no es, como París, una Meca del turismo, del arte, de la ciencia o de la frivolidad; ni, como Londres, cabeza gigantesca de un gigantesco imperio; ni, como Nueva York, centro comercial, industrial y político de alcances planetarios. Sin embargo, se exhibe tan voluminoso como esos colosos y tiene detrás, como telón de fondo, un país desértico empobrecido y desorganizado.
YRIGOYEN SE ENCONTRÓ YA CON EL PROBLEMA
Ya en 1914 la macrocefalia argentina era un tema que empezaba a preocupar a los observadores. El país tenia 8 millones de almas, y la Capital y aledaños, 1.700.000; es decir, el 20% Es en esas épocas que se producen en los suburbios bonaerenses, los primeros movimientos de masas urbanas proletarizadas. El campo argén tino, ocupado físicamente en su totalidad o reservado jurídicamente, había empezado a expulsar a sus parias, que poco a poco se acumulaban en los bañados de Lanús y Villa Soldati. Estas primeras evidencias de una enfermedad nacional no fueron comprendidas por los hombres de Estado contemporáneos. Al contrario, sus toxinas sirvieron para capitalizar movimientos pasionales de resentidos. Al terminar la primera guerra mundial (1918), que enriqueció a algunos industriales y, en especial, a la clase terrateniente, los gobiernos de la plebe, que llegaron al poder empujados por la ola de insatisfacción de un pueblo vejado e inquieto, no supieron comprender el sentido del reclamo popular. Al compás de un pintoresco palabrerío casi esotérico, aceptaron, en lo económico, los lineamientos de una típica política conservadora, es decir, de respeto a los privilegios de tipo monopolistico y financiación de los gastos públicos con impuestos al consumo, al trabajo y al capital. Resultado: la tierra fué repeliendo con renovados bríos, hacia la ciudad, a los hijos de los campesinos, transformándolos en titulados y burócratas parasitarios. Si en esos tiempos —primera oportunidad— se hubiera iniciado una gran operación de reforma agraria, moderna y dinámica, adecuada a la modalidad nativa, con planificación rural y urbana, seguida de una política de grandes obras públicas reproductivas, de servicio rural (costeadas por la «plusvalía» del suelo) —carreteras troncales, hidro-electrificación, telecomunicaciones, etcétera—, el país tendría hoy, posiblemente, 30 millones de pobladores, con una sólida mayoría de ciudadanos, económicamente libres, dignos, ideológicamente equilibrados, y racionalmente distribuidos en toda la República. La naciente industria nacional hubiera empezado a contar con un mercado interno permanente, que aún no tiene, y Buenos Aires no sería lo que es.
EL GRAN BUENOS AIRES SE DEVORA A SUS HIJOS
Un cuarto de siglo después, en 1945, al terminar la segunda guerra mundial, que enriqueció otra vez al país y, en particular, a los terratenientes, el «Gran Buenos Aires» se presenta con 4.500.000 residentes: el 30 % del total nacional. Era ya un Moloch que se había devorado, como Saturno, a sus hijos, las villas de los alrededores, las quintas de hortalizas y los tambos; que absorbía el 90 % de todos los sueldos administrativos nacionales; que consumía el 60 % de la energía eléctrica total producida: que radicaba más del 60 % de las industrias; que se beneficiaba con el 75 % de las créditos, y que disipaba en lujos lo mejor de las riquezas y divisas producidas por el trabajo de la comunidad. No obstante la presencia de esta tremenda realidad —salvo contadas y persistentes voces, que insistirían sobre la necesidad de atacar el mal en sus fuentes—, nadie se preocupó seriamente por el aspecto excesivamente floreciente del cáncer bonaerense. El país estaba rico como nunca (más bien dicho, el Estado, que, a partir de 1946, se apoderó del oro y la moneda), y la postguerra se anunciaba próspera y poblada de nuevos ruidos bélicos. Acababa de instalarse en el «sillón de Rivadavia», apoyado por los «sans culottes» de los suburbios porteños «los descamisados», en su gran mayoría ex campesinos sin tierra), un personaje de contornos teatrales, representante de la Providencia, anunciando al orbe, en sonoros períodos, que por fin el sufrido pueblo iba a poder —en lo político— ejercitar sus derechos sin fraude y en lo económico lograr acceso libre a sus bienes.
Desgraciadamente, como sabemos, los hechos bien pronto dieron un rotundo mentís a la palabrería tropical. El caudillo «revolucionario» adoptaría una política económica crudamente conservadora, aunque esta vez, munida de un rótulo fantasista y apuntalada por la caridad, la limosna, suministrada por el Estado paternal, en dosis nunca vistas, desde los tiempos de la Roma Imperial (panem et circenses). Resultado: en diez años de este sistema, con el monopolio de la moneda (medida del valor) que le es consubstancial, la tierra se infló desmesuradamente en su precio especulativo, sirvió de fuente de robo para especuladores, muchos de ellos provenientes de las cloacas europeas, y expelió, ahora a un ritmo acelerado, a los últimos grupos campesinos que se aferraban , todavía a su terrón de gleba.
Inflación, autarquía, régimen de permisos, manipuleo sin control —por los burócratas— de la riqueza agraria, provocaron una industrialización explosiva y desarmoniosa, que agrandó aún más el tamaño de la megalópolis y la despoblación y desmoralización del campo.
Ahora, es decir, hoy, a comienzos del año 1956, el país, en «estado de asamblea», bajo un gobierno de «salvación nacional», nos hallamos frente al tumor insoportable del «Gran Buenos Aires», con sus mil problemas, todos insolubles o de muy difícil solución para los menguados medios que le han quedado al pueblo al Gobierno, tal como Edipo ante la Esfinge en el camino de Tebas. ¿Qué contestar ante el requerimiento mortal y perentorio del gran monstruo, mitad humano, mitad bestia?
Agregar a lo dicho recientes datos estadísticos, que ennegrecen aún más el cuadro, seria fastidiosa reiteración. En estas mismas páginas civilizadoras, que pugnan por buscar la verdad argentina, aunque sea amarga, ya ha sido hecho por avezados especialistas, en forma exhaustiva. En efecto, ¿para qué hablar más del drama actual de la energía eléctrica; del de la vivienda, que está enloqueciendo a medio mundo: del transporte urbano de pasajeros, de ritmo zoológico; de la alimentación: del agua, etc., etc.? ¿Para qué destacar, por ejemplo, que en estos momentos, en que el país necesita desesperadamente hacerse de divisas, el insaciable parásito bonaerense se devora él solo, en carne, cuatro veces más tonelaje de lo que se exporta? (Exportación: 270.000 toneladas anuales: consumo: Gran Buenos Aires, 1.300.000 toneladas.) Callemos, pues, en la crítica y tratemos, de pobre o de rica manera, de ofrecer salidas al país, en esta tercera y tal vez, última oportunidad.
PROPOSICIONES
Juzgamos que toda operación, cualquiera sea el nombre con que se la caratule, que tienda o acepte mantener el «Gran Buenos Aires» tal cual está, en cuanto a estructura y dotación humana, y a perpetuar el sistema económico-institucional que ha hecho posible o inevitable tan monstruosa excrecencia, debe ser terminantemente rechazada. Hay una cuestión de preterición en este gran drama y, si se lo admite, todos seremos responsables, cuando se produzca el desastre. No hay que hinchar más a Buenos Aires. Hay que desinflarlo. Lo primero deberá ser: descongestionar la ciudad sitiada de sus sobrantes humanos evidentes. ¿Cómo hacerlo?
Para ello se debe: a) Provocarse «repulsión económica» en la ciudad y «atracción» en el campo (la tierra). b) Determinar, por censo y en forma pública, quiénes y cuántos grupos familiares de ex campesinos están en condiciones o desean reinstalarse en la tierra, bajo nuevas normas de vida y trabajo, que les serán dadas a conocer, c) Preparar alojamiento e inmediata ocupación útil, en sus nuevos lugares de residencia, para estos «refugiados o inmigrantes». ¿Cómo lograrlo y ejecutar este programa?
Punto a). Este objetivo podrá alcanzarse actuando desde el Ministerio de Hacienda. Para ello, habría que empezar por despedirse de los ministros tenedores de libros y buscarse un señor ministro. El país necesita con mortal urgencia llenar este cargo con un ciudadano que una al carácter y la autoridad de Pellegrini las ideas de Bernardino Rivadavia. ¿Se negará la matriz fecunda de la raza a ofrecernos un ejemplar humano de estos quilates? La acción consistiría, concretamente, en desinflar el valor especulativo de la tierra, rural y urbana. ¿El medio? Por el momento, un adicional progresivo al impuesto inmobiliario, en todo el país, pero, excluyendo expresamente las mejoras. Esto solo provocaría auspiciosos efectos de alivio. La especulación en tierras quedaría anulada; su precio bajaría: aparecerían tierras libres y baratas, o sea, oportunidades para el trabajo, la producción, la edificación. Luego o casi simultáneamente, aliviar o liberar de gravámenes y de controles burocráticos el trabajo, el consumo y, en especial, las ganancias del verdadero capital productivo.
Puntos b) y c). Esta tarea sería confiada al Consejo Agrario Nacional, aligerado de tutelas bancarias y reincorporado al Ministerio de Agricultura. En 3 ó 4 años de acción acelerada podrían crearse, en 100 lugares estratégicos, grandes colonias planificadas dinámicamente. La tierra sería entregada en propiedad individual, con pago al Estado de un canon anual variable, determinado por el valor de productividad del suelo en cuestión. Los servicios generales y mecánicos de las colonias podrían ser cooperativos.
Allí podrían ubicarse, en condiciones atractivas y dignas, 100 a 200.000 familias de ex campesinos, actualmente hacinados en la metrópoli, disipando divisas y esperando, como es lógico, un amo que los arree.
Al mismo tiempo, podría intentarse remodelar el cuerpo informe de la metrópoli, reestructurando su cinturón verde (quintas) y racionalizando la zona central con la erección de modernos rascacielos, rodeados de espacios abiertos. Incluso, afrontar la tarea histórica de trasladar la sede de la Capital a Río Tercero, servida por una carretera dorsal de norte a sur del país: o haciendo de La Plata una Oxford criolla, exclusivamente; o declarando a Mar del Plata capital provincial, etc. Todo es interesante, pero, repetimos, lo primero debería ser: descongestionar la cabeza de Goliat.
* Extraído de la Revista “Esto Es” del 23 de febrero de 1956. Cinco meses después del Golpe de Estado contra el Gobierno de Juan Domingo Perón.
Fuente: Mágicas Ruinas