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Sin ofensa ni temor 78: Escarbando el mantra tilingo

Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. Seguidamente, reproducimos un artículo del historiador Ezequiel Adamovsky* propone revisar la construcción histórica del “nosotros” nacional, aquello que se considera dentro y fuera de lo argentino, como disparador de las disputas por la identidad y como plataforma para el nacimiento de antagonismos que se remontan a los inicios mismos de Argentina. El texto fue publicado originalmente en la revista “Haroldo” y posteriormente en el portal Socompa.

El Editor Federal

Empiezo por una proposición simple: la sociedad argentina no ha conseguido construir una visión compartida acerca de quiénes somos. No sabemos quiénes somos, ni cómo somos, ni estamos de acuerdo en cómo ha sido la historia que nos trajo hasta aquí. Y no es que no tengamos respuestas para todas esas preguntas: el problema es que hay varias respuestas contrapuestas y ninguna de ellas ha conseguido ser lo suficientemente convincente como para que todos las demos por válida [1].

Hay un concepto que suelo usar en mi trabajo para pensar este problema, “etnogénesis”, que alude el proceso por el cual un grupo determinado de seres humanos construye un sentido de distintividad grupal, el sentido de ser un “nosotros”. El concepto suele ser utilizado por los antropólogos para describir los diversos caminos por los que se crea un ethnos, un pueblo con una identidad definida. También los historiadores lo han encontrado útil, especialmente para entender la formación y la transformación de las naciones a través del tiempo. Porque tal como los grupos étnicos, también las naciones se forman y transforman trazando límites entre un “nosotros” y los otros, abrazando nombres y símbolos que las definen y construyendo narrativas que explican sus orígenes y su itinerario a través del tiempo. También las naciones deben definir su perfil étnico, que no es otra cosa que responder a la pregunta sobre el origen, el aspecto y las cualidades de los cuerpos humanos que las conforman.

Los historiadores que investigan los orígenes de las naciones han llamado la atención sobre el hecho de que en los procesos de definición de ese “nosotros” a veces se producen tensiones que tienen que ver con las diferencias de clase, o con la diversidad de los orígenes étnicos o de los fenotipos de los habitantes, o con sus variadas disposiciones políticas o religiosas. Es que, inevitablemente, el modo en que una nación recorta sus límites, la manera en que se imagina, puede afectar de manera diferencial y asimétrica a sus habitantes, beneficiando a algunos a costa de otros. En algunas ocasiones, tales tensiones pueden traducirse en la aparición de dos o más visiones sobre la nación y sobre cómo son los “nosotros” que compiten por el predominio. En los casos más contenciosos, esas tensiones se reproducen como una lucha recurrente e irresuelta. Este último es el caso de la Argentina, una nación cuyas élites no han conseguido afirmarse en una visión del “nosotros” que sea hegemónica.

II

¿De dónde viene esta dificultad? Para empezar, de un hecho demográfico. Cuando las Provincias Unidas del Río de la Plata declararon su independencia en 1816 no existía un “nosotros” argentino. No había identidad nacional en 1816 ni mucho menos la idea de que todos los habitantes compartían una misma etnicidad. El orden colonial dividía la población en dos, los blancos y las “castas”, mestizos, indios, negros, mulatos, separados por su origen étnico y por su apariencia. Ni siquiera existía un sentido étnicamente distintivo entre los blancos. Cuando se le preguntaba a un habitante de 1830 cuál era su “patria”, respondía con lo que hoy llamaríamos el “pago chico”: decían “soy correntino”, “cordobés”, “mendocino”. Esa era la única “patria” entonces. También existía una identidad más englobadora, que era la de ser “americanos”. Pero no había todavía un sentido de pertenencia propiamente nacional. Los argentinos fuimos construyendo un sentido de nación después de la independencia y al mismo tiempo que intentábamos construir un Estado. No antes. De hecho, muchos historiadores sostienen que fue el Estado el que construyó el sentido de nación en la segunda mitad del siglo XIX, a través de la invención de símbolos y emblemas, como la bandera o el himno, y a través de narrativas de la historia enseñadas a los niños y jóvenes en la escuela y en el servicio militar.

Pero justamente en la segunda mitad del siglo XIX Argentina experimentó un recambio demográfico dramático, con la llegada de cientos de miles de inmigrantes. A comienzos del siglo XX un tercio de la población del país era de origen extranjero (la mitad de los habitantes de Buenos Aires había nacido en otro país). Argentina fue, de todos los países del mundo, el que mayor proporción de inmigrantes recibió en relación con su población nativa. Además, de los que eran nacidos en Argentina una buena parte eran hijos de inmigrantes, que se criaban en las costumbres de sus padres. La mitad de esos recién llegados venían de países en los que ni siquiera se hablaba el castellano. Es decir, la Argentina recién empezaba a construir un sentido de nacionalidad cuando se vio inundada por un flujo masivo de personas que arribaban con otros sentidos de pertenencia étnica. A cien años de la Independencia los sentidos de pertenencia nacional de este país estaban todavía muy débilmente enraizados en una población cambiante y muy heterogénea.

 III

En el siglo XIX y a comienzos del XX las élites de este país eligieron una particular visión del “nosotros” y la propusieron como narrativa maestra para concitar adhesiones para ellas mismas como élites, para el proyecto de nación que buscaban promover y para el Estado nacional en formación. Esa narrativa maestra tuvo dos partes fundamentales. La primera nació durante las guerras civiles entre unitarios y federales. Los unitarios propusieron entonces una interpretación peculiar del conflicto, pronto popularizada por Sarmiento en su libro Facundo, el libro más influyente de la historia argentina. Como ya lo habían hecho los unitarios, Sarmiento invitó a interpretar las luchas de partidos como si fuesen un enfrentamiento dramático entre dos tendencias históricas. Se trataba de “la civilización” tratando de abrirse camino en un terreno todavía dominado por “la barbarie”. Los unitarios eran los representantes de la primera, mientras que los federales lo eran de la segunda. Pero ambos partidos expresaban a su vez realidades más profundas. La civilización venía de la mano de las clases letradas de las ciudades (especialmente de Buenos Aires), que representaban una avanzada de la cultura y de las costumbres europeas, portadoras del progreso. La barbarie, por el contrario, se hacía fuerte en el espacio rural, especialmente en el interior del país, y entre los pobladores criollos mestizados de clase baja. No era, en fin, el combate de dos partidos sino de dos países diferentes y contrapuestos. Bartolomé Mitre le dio densidad historiográfica a esta narrativa maestra en su Historia de Belgrano, también enormemente influyente, en la que presentó una historia del progreso argentino en la que todo lo bueno venía de la burguesía porteña, baluarte de la cultura europea, y todo lo malo de los caudillos del interior.

La segunda parte de esta narrativa maestra se agregó a comienzos del siglo XX y añadía que la extraordinaria marea de inmigrantes ya se había fundido con la población local en el famoso “crisol de razas” y habían dado lugar a una “raza argentina” cuyo rasgo distintivo era que era blanca y europea. Esta narrativa era muy diferente de la que al mismo tiempo estaban proponiendo las élites de casi toda América Latina, que invitaron a sus respectivos pueblos a imaginarse unidos en el mestizaje, en la idea de que lo característicamente local era la mezcla y lo híbrido. En cambio, las de la Argentina eligieron pensar a la nación como exclusivamente blanca y de orígenes solamente europeos. Se trataba de una elección tremendamente difícil de conciliar con la evidencia de la heterogeneidad étnica de los habitantes a los que pretendía así hermanar.

No es del todo caprichoso que fuese Argentina el país que desentonara en el subcontinente por declararse orgullosamente blanco: de todos, fue por lejos el que mayor cantidad de inmigrantes europeos recibió como proporción de su población nativa. Si el mito que propusieron las élites del siglo XIX tuvo éxito, fue porque una porción muy importante de la población, de origen inmigratorio reciente y asentada en la pampa “gringa”, tenía motivos propios para adoptarlo (después de todo, el orgullo de nación sin mácula mestiza les daba preeminencia frente a los pobladores originarios). El mito de la Argentina blanca, europea y con sede prioritariamente porteña funcionó sobre esas bases. No fue un mero constructo intelectual de las élites: también él se quiso parte de un proceso de etnogénesis.

IV

Pero ese mismo arraigo que tuvo esa narrativa maestra significó que la Argentina elegía pensarse a sí misma a través de una imagen con la que muchos otros argentinos encontraban imposible o indeseable identificarse. Provincianos, pueblos originarios, personas de rasgos mestizos o piel morena o simplemente aquellos de cualquier origen o aspecto que no podían reconocerse en visiones y narrativas que glorificaban a la burguesía porteña y denigraban al bajo pueblo. En parte, la dificultad de las clases altas para lograr una hegemonía cultural y política se deriva de ese desacople.

Pero también deriva del temprano protagonismo que las clases plebeyas se ganaron en la vida política, en tiempos de la independencia, y que ya nunca perdieron. Si hay un rasgo distintivo de la historia de la Argentina es ese. El desacople entre las visiones de la nación que proponía la élite y la realidad demográfica del país abrió una brecha a través de la cual se filtraron voces disidentes, a veces en conexión con el protagonismo plebeyo, que fueron planteando visiones alternativas acerca del “nosotros”. Lo fueron haciendo de manera larvada ya desde el siglo XIX y de manera más visible en el siglo siguiente. Eran visiones que imaginaban lo argentino a través de otros cuerpos y de otras historias. Lo imaginaban a veces mestizo, gaucho, criollo, moreno, incluso indígena. Lo imaginaban con sede en el interior profundo, más que en el puerto que nos conectaba con Europa. Y lo imaginaban sobre todo plebeyo, más que parecido a los cuerpos y a los valores de la élite. En general estas visiones alternativas no negaban el componente europeo, pero preferían integrarlo con otros aportes culturales y biológicos no-europeos, con lo amerindio y a veces incluso con lo africano. Con esas visiones se vincularon también los diversos “revisionismos” que tuvimos desde fines del siglo XIX, que intentaron contar la historia de modos contrarios a lo que imaginó Mitre.
Estas visiones contrapuestas acerca del “nosotros” se han conjugado políticamente con diversos partidos o movimientos a lo largo de nuestra historia. La visión que imaginaba una lucha entre “civilización” y “barbarie” nació integrada a la política de los unitarios y luego de los liberales que la propusieron en primera instancia. Más adelante sirvió como parte del herramental retórico de diversas fuerzas. En el siglo XX, de los liberales, de los socialistas, del antifascismo, del antiperonismo. Junto con la narrativa de la civilización y la barbarie, también la idea de la Argentina blanca fue políticamente movilizada con intensidad. Los que se opusieron al sufragio universal en tiempos de Yrigoyen trataron de desacreditar a los votantes de clases bajas llamándolos “negritos” y lo mismo sucedió con los “cabecitas negras” en tiempos de Perón. En todos los casos, quien profiere el insulto racista se niega a aceptar que una parte del electorado forme verdaderamente parte de ese “nosotros” argentino que supuestamente debía ser civilizado, de costumbres europeas, blanco, moderno. Es una parte de la Argentina que sin embargo no puede integrarse en el “nosotros” tal como se lo imagina.
También las visiones alternativas del “nosotros” argentino tuvieron sus expresiones políticas. Las movilizaron tímidamente algunos anarquistas, unos pocos radicales y algunos nacionalistas antes de 1945. Y no caben dudas de que el peronismo se entrelazó con las disputas larvadas de la etnogénesis argentina que ya venían desde antes. Luego del derrocamiento de Perón en 1955 quedó expuesto como nunca antes un hecho que sin embargo era muy precedente: que existían visiones contrapuestas, antagónicas, irreconciliables, acerca de cómo era el “nosotros” argentino. La lucha entre peronismo y antiperonismo desde entonces con frecuencia canalizó una puja que es más profunda y que tiene que ver con el modo en que nos imaginamos como nación, el modo en que imaginamos el “nosotros” y los cuerpos e historias que lo componen.

Las prédicas de autodenigración nacional, el odio de sí, tan frecuentes en estos días, entroncan con esas disputas políticas y, lo que es más importante, con desacuerdos más profundos acerca de quiénes somos y quiénes desearíamos ser.

* Historiador. Profesor UBA e investigador CONICET. Autor de “Historia de la clase media argentina” (2009).

Notas

[1] Este texto es un fragmento de una conferencia dictada como parte de La Noche de la Filosofía, Buenos Aires, 30 de junio de 2018.

FUENTE: Revista Haroldo bajo el título “El odio de sí”; y portal Socompa, titulado “La argentinidad a los palazos”.

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