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Sin ofensa ni temor 79: De negras, rosas, supremacistas y leones sin melena

Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. “De siglo en siglo, en realidad, la cuestión tiende a formularse de diversas maneras. De un modo u otro, los argumentos se modifican y modernizan, pero no cambian su íntima esencia”. El entrecomillado pertenece a Jorge Abelardo Ramos; es un pasaje de una de sus más reconocidas obras, que ya tiene una punta larga de años, y verdaderamente no ha sido superada. Compartimos un fragmento de su “Historia de la Nación Latinoamericana”.

El Editor Federal

La leyenda negra y la leyenda rosaPor Jorge Abelardo Ramos*

La violencia de la conquista y colonización españolas en América originó dos tesis antagónicas: aquélla que condena esa conquista en nombre de los principios humanitarios y la que elogia su misión evangelizadora. En cuanto a la primera, fundada sobre todo en la denuncia del Padre Las Casas y su famoso debate con Juan Ginés de Sepúlveda, fue utilizada por los competidores políticos y comerciales de España para desacreditarla, en particular por Inglaterra y Holanda. Parecería redundante explicar las piadosas razones británicas para asumir la defensa de los indios americanos.

De las 66 factorías de esclavos establecidas en las costas de África en esa época, 40 eran propiedad de los ingleses, cuya experimentada venalidad y feroz dominio en las colonias sólo admiten un paralelo con el demostrado por los holandeses. Ni Las Casas ni los indios necesitaban ese tipo de defensores.
El juicio objetivo que merecen los métodos de colonización española en América debe incluirse en todo el proceso sangriento de expansión del capitalismo moderno en el mundo colonial, cuyo centro fue justamente Inglaterra. Sólo así es posible considerar el problema.

La leyenda rosa pretende, por el contrario, envolver la colonización en una niebla místico-imperial. Sus sostenedores son los mismos apologistas de la funesta dinastía de los Habsburgo, cuando no los refinados admiradores de la legislación de Indias, cuya realidad no pasó nunca del papel apergaminado de la época. Esta versión curialesca de la colonización abstrae todo el proceso social de España, su estructura económica, las causas de su decadencia interna y la particularidad de la penetración y arraigo en América. Así, un autor justifica la expoliación y defiende a los conquistadores contra el rey, «frente a la legislación defensora del indio, poco menos que despojados de riquezas que habían conquistado con su esfuerzo, con su sangre y sin apoyo alguno de la Corona».

Aristóteles auxilia a los encomenderos

Un gran debate se desenvuelve desde el descubrimiento de América hasta la Ilustración. Este debate sirve de prólogo, por decir así, al sistema de valores que Europa y Estados Unidos opondrán luego desde su altura imperial al pueblo de América Latina. Es revelador recordarlo.

Al día siguiente del descubrimiento, el Padre Bartolomé de Las Casas asombra a Europa con su denuncia elocuente de la conquista española. Ya sabemos el empleo que de su protesta harán los habilidosos británicos, seguidos de cerca por holandeses y franceses. La acusación de Las Casas ponía en tela de juicio, en la metrópoli, la naturaleza y los fines de la conquista. Esta tormenta doctrinaria divide a los mejores espíritus españoles y esconde, en realidad, el mismo antagonismo que enfrentará históricamente a las dos Españas.
No resulta ocioso anotar que no apareció en Inglaterra un Padre Las Casas inglés, ni en Holanda un Padre Las Casas holandés. En su “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, y luego en su “Historia General de las Indias”, el Padre Las Casas ofreció una versión, exagerada por su pasión y frecuentemente plagada de inexactitudes dictadas por los peores recursos polémicos, de la crueldad española en la Conquista. La destrucción crítica de su “Brevísima…” es sencilla y los hispanófilos ya la han realizado.

Pero la esencia de su acusación es indesmentible. Importa reiterar aquí que los rivales europeos de España, famosos genocidas y vampiros de pueblos enteros, como los ingleses y holandeses, se lanzaron sobre la obra de Las Casas como moscas sobre la miel. En las prensas de Alemania, Holanda y Gran Bretaña, se difundieron enseguida las traducciones.

Al parecer, España en sus conquistas empleaba métodos sangrientos. Sus rivales, en cambio, eran filántropos rebosantes de piedad. La refinada perversidad inglesa en Irlanda, la India o los mercados de esclavos, para no hablar de los esquilmadores holandeses en las Indias Orientales, vuelve inútil hoy toda disgresión sobre el tema.

En cuanto a la «intolerancia católica» de los españoles y la «tolerancia protestante» de sus rivales, es justo señalar que toda Europa pasaba por un período de caza de brujas, inmolaciones, persecuciones religiosas y hogueras que envuelven en sus llamas siniestras a unos y a otros. Un apologista de la España imperial ofrece interesantes testimonios de la persecución religiosa anticatólica en la democrática Inglaterra, para no mencionar el suplicio de Miguel Servet en manos de los pulcros calvinistas de Suiza.
El propio clero se divide ante el problema. Juan Ginés de Sepúlveda, teórico de los encomenderos, sale al encuentro de la denuncia de Las Casas. Sepúlveda eleva a las alturas del pensamiento aristotélico el dilema de si los españoles en América debían o no considerar a los indios como seres humanos. Con su recta mano puesta sobre los textos del Estagirita, reformula la teoría aristotélica de la «esclavitud natural».

El griego había sostenido la existencia de esclavos por naturaleza: «Todos aquéllos que difieren de los demás tanto como el cuerpo del alma o el animal del hombre (y tienen esta disposición todos aquéllos cuyo rendimiento es el uso del cuerpo, y esto es lo mejor que pueden aportar) son esclavos por naturaleza».
A pesar de ser casi una herejía, Las Casas se atrevió a cuestionar la inmaculada autoridad de Aristóteles que «no era sino un pagano que se estaba asando en el infierno«.
El Padre Oviedo, historiador de las Indias y adversario de Las Casas, argüía despreciativamente que los españoles debían cuidarse en sus escaramuzas con los indios, pues éstos tenían una cabeza tan dura que podían mellárseles las espadas. Sepúlveda sentenciaba: «Los que sobresalen por su prudencia y por su ingenio, pero no por sus fuerzas corporales, éstos son señores por naturaleza; al contrario, los tardos y torpes de entendimiento, pero corporalmente robustos para llevar a cabo las tareas necesarias, éstos son siervos por naturaleza».
¡Peligrosa distinción, si se considera el hato de soldados cerriles y hercúleos delincuentes que derramó España por sus puertos atlánticos hacia el continente de los astrónomos mayas y de los ingenieros incaicos! Sea como fuere, la polémica discurrió sobre un mar de equívocos.

Las Casas, para rebatir a Sepúlveda y sus tesis aristotélicas, contribuyó a crear en Europa la idea del indio débil, apocado y digno de protección, lo que por una vía humanitaria conducía a la generalizada convicción de su inferioridad. Sepúlveda, el famoso defensor de los encomenderos y de la esclavitud indígena fundaba en Aristóteles, no sólo tenía preocupaciones filosóficas, como podría suponerse.

Según su biógrafo, Sepúlveda era «un hombre entregado con alma y vida a los negocios». De acuerdo a las constancias que obran en el Archivo de Protocolos de Córdoba, los esclavistas tenían el mejor abogado posible: «no hizo otra cosa en su vida que comprar, vender, arrendar y acumular sobre sí beneficios eclesiásticos».
La marcha de la colonización y la integración parcial de los indios al sistema económico-social creado por los españoles, si debilita el ardor inicial de la polémica, no la concluye. La supuesta inferioridad de América y del indio americano habrá de rebrotar en el siglo XVIII. Pero el debate ya no se entablará entre teólogos e invocando la autoridad de los antiguos, sino entre los filósofos de la Ilustración bajo el solemne amparo de las Ciencias Naturales.

La época de la calumnia científica

De siglo en siglo, en realidad, la cuestión tiende a formularse de diversas maneras. De un modo u otro, los argumentos se modifican y modernizan, pero no cambian su íntima esencia. La España que recién abandona el Medioevo, la Francia, Alemania o Inglaterra de la Ilustración, la Europa burguesa del siglo XIX y los Estados Unidos del siglo XX, manejarán la idea de la inferioridad de América Latina con análogo designio político al que perseguían los caballeros del viejo Sur cuando juzgaban inferiores a los negros de Virginia. Esclavo de plantación, jornalero del tabaco o guarda de tren, ese negro del Norte constituye para sus explotadores, la viva prueba de la idea aristotélica.
La tradición del «buen salvaje» americano permanecía para Europa fijada en aquel Sur desdeñado por Hegel y que carecía de historia. Buffon abrirá el fuego contra los naturales de América: «El salvaje es dócil y pequeño por los órganos de la generación; no tiene pelo ni barba, y ningún ardor para con su hembra, quitadle el hambre y la sed, y habréis destruido al mismo tiempo el principio activo de todos sus movimientos; se quedará estúpidamente descansando en sus piernas o echado durante días enteros».

Por lo demás, todo en América es monstruoso. Los grandes animales feroces son de pequeña talla; en cambio, los reptiles son enormes, los insectos descomunales, lo mismo que gigantescas las ranas y los sapos. Los pantanos y la humedad cubren todo el continente; así, esa tierra lúgubre no puede sino engendrar «hombres fríos y anímales endebles».
América es un inundo de aguas putrescentes, donde las especies europeas degeneran y se corrompen. Dice Gerbi que «con Buffon se afirma el europeocentrismo en la nueva ciencia de la naturaleza viva. Y no es ciertamente mera casualidad que esto haya ocurrido en los momentos mismos en que la idea de Europa se estaba haciendo más plena, más concreta y orgullosa«.

El continente de los leones calvos


Pero, detrás de Buffon, avanza el abate De Paw, un ambiguo alsaciano de lengua acida y de soberbia ingenua. Va mucho más allá que Buffon. Afirma sin cautela que en el clima americano muchos animales pierden la cola, que los perros ya no saben ladrar, que la carne de vaca es incomible y, sobre todo, que el camello se vuelve impotente. Este ejemplo lo transporta de júbilo analógico, pues le impulsa a añadir que lo mismo ocurre con los peruanos, que son impúberes, «muestra de su degeneración, como ocurre con los eunucos».
El tema de los Incas lo muestra igualmente certero. Rechaza las aserciones del Inca Garcilaso sobre el papel desempeñado por los «amautas». Dice que en Cuzco había una casucha «donde ciertos ignorantes titulados, que no sabían leer ni escribir, enseñaban filosofía a otros ignorantes que no sabían hablar». Este abate divagador era célebre en Europa, es preciso decirlo, y sus obras aún se comentan.
Voltaire, por su parte, es tributario de la teoría climática de Hume: «Hay alguna razón para pensar que todas las naciones que viven más allá de los círculos polares o entre los trópicos son inferiores al resto de la especie», cuando afirma que «los pueblos alejados de los trópicos han sido siempre invencibles, y que los pueblos más cercanos a los trópicos han estado sometidos a monarcas».
También para Voltaire, con su volubilidad característica, en América hay pocos habitantes, en virtud de los pantanos que hacen malsano el aire y porque sus naturales son perezosos y estúpidos. No le asombraría, dice, enterarse que en América hay más monos que hombres.

Su indignación es patética cuando informa al mundo que en América no se ha encontrado sino un solo pueblo dotado de barba. Su ciencia aún sorprende: en México, los puercos tenían el ombligo en el espinazo. Aunque cuenta con corderos grandes y robustos, los leones de América en cambio son enclenques, cobardes y calvos.

De este modo, Voltaire presenta una América fantástica, pero cuyo mínimo común múltiplo será la regla de oro de la ignorante fatuidad europea en los dos siglos próximos. Al escéptico Voltaire, sucede el piadoso abate Raynal: «La ruina de este mundo está grabada todavía en la frente de sus habitantes. Es una especie de hombres degradada y degenerada en su constitución física, en su estatura, en su género de vida, en su ingenio poco avanzado para todas las artes de la civilización».
La lista es interminable: Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume, Bodin, también se «negaron a reconocer como semejantes a los hombres degradados que poblaron el Nuevo Mundo».
Para resumir este debate con una frase concluyente, que sólo podía provenir de un abate como el abate Galiani, he aquí lo que en sustancia se discutía, según Galiani se lo hace saber a su amante, Madame D’Epinay: «Mi opinión es que prosigamos nuestros estragos en las Indias mientras esto nos resulte bien, a reserva de retirarnos cuando nos peguen».
Los teólogos católicos del siglo XVI o los naturalistas escépticos del siglo XVIII, todos ellos veían en el hijo de América un útil objeto de dominio. Esa gran tradición intelectual de los países opresores ha dejado en ellos hondas huellas.

Aunque esas huellas no pueden registrarse en la estadística, poseen una persistente fuerza y actúan como un estereotipo psicológico que ha sobrevivido siglos en la conciencia de los dominadores europeos. En definitiva, la cuestión se resolverá como decía el abate Galiani. Todos los conquistadores de la historia desaparecieron cuando los pueblos sometidos resolvieron terminar con su prehistoria.

* Jorge Abelardo Ramos fue un prolífico historiador argentino, que se dedicó a desarrollar no sólo una corriente historiográfica, sino una línea de pensamiento federal, anclada en las provincias y de corte popular que hoy denominamos “izquierda nacional”, a la cual esta Redacción adscribe (suponemos que a esta altura ya se han dado cuenta). Entre las obras que recomendamos de ramos, están la citada “Historia de la Nación Latinoamericana”; y los cinco tomas de “Las masas y las lanzas”.

Fuente: Historia de la Nación Latinoamericana de Jorge Abelardo Ramos.

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