Columna destinada a mover la cabeza. Si temes hacerlo, no la leas. “¿Es realmente tan restrictiva la restricción externa?” se pregunta Facundo Frattini en el artículo que compartimos a continuación. El texto viene a cuento porque se trata de un enigma que liberales conservadores y progresistas no paran de mencionar cada vez que tienen oportunidad. Sin embargo, ¿alguien sabe de qué se trata? ¿Es para tanto o es una excusa?
El Editor Federal
En estos tiempos que atraviesa la humanidad en general, y la República Argentina en particular, tenemos –en función del sector ideológico que se esté expresando– un diagnóstico macroeconómico acerca de cuáles son los problemas que nuestro país debe enfrentar. Desde los sectores que suelen englobarse en lo que se conoce como ortodoxias, liberalismo, neoliberalismo e inclusive conservadorismo, el discurso es el mismo hace décadas: los problemas son el Estado y sus servicios asociados; el gasto público en general; la intervención del Estado en política fiscal; el posible déficit fiscal asociado; y las supuestas consecuencias que de todo ello se desprenden. Esos sectores fuerzan las relaciones de causalidad a niveles realmente fantásticos.
Hay que bajar el déficit. Hay que bajar el gasto público. Hay que ajustar. Son un mantra que resuena constantemente, sin importar tiempo y espacio. Básicamente, los problemas del país se arreglarían con menos intervención y control del Estado, hecho que atraería inversiones y que, sumado al menor gasto público, evitaría el déficit y la supuesta inflación asociada. La autorregulación del mercado –la mano invisible– se encargaría de subsanar todas las falencias y carencias. Las inversiones extranjeras serían en esta línea argumental donaciones. No son bajo ningún punto de vista aportes de un capital que se pretende recuperar y que generará ganancias que también se quiere extraer.
El análisis del balance positivo de divisas que generen las inversiones que se radiquen –cuyo fin será pura y exclusivamente exportar– brilla por su ausencia. En esta línea de razonamiento infantilizada nunca es muy claro por qué empresas que se dedican –por ejemplo– a salud o educación privada invertirían en infraestructura y personal para brindar esos servicios a personas que no pueden pagarlo. Tampoco es claro por qué azaroso o esotérico mecanismo las leyes del mercado y su autorregulación no tenderían más a la concentración y propenderían a la progresividad distributiva.
Desde los sectores heterodoxos o nacional-populares, en cambio, en países como el nuestro se enfatiza en que el problema está centrado en la brecha tecnológica y la restricción externa: no disponemos de la tecnología necesaria para mantener un sendero sostenido de desarrollo y, dada la estructura de nuestro sector industrial, su crecimiento más el del sector primario son incapaces de generar las divisas que demandan el crecimiento económico y la mejora de la calidad de vida que el desarrollo creciente impone.
Esta situación es la que nos mantiene estancados y trunca cíclicamente el proceso de desarrollo potencial esperado. Para este último sector, sostener un crecimiento moderado a través del tiempo sin crisis de balanza de pagos sería el modo de garantizar el desarrollo: superar la restricción externa para garantizar el crecimiento sostenido. Implícita en este razonamiento se encuentra la idea de que los países de nuestro nivel de ingreso per cápita no pueden alcanzar elevados niveles de desarrollo. Se concluye que no generamos suficiente riqueza como para vivir bien.
Para superar la restricción externa es necesario una responsable y adecuada gestión de la deuda, una moderación de los consumos de bienes y servicios importados innecesarios, y un aumento de las exportaciones de aquellos recursos renovables y no renovables de los que disponemos en abundancia, básicamente hoy: productos agropecuarios e hidrocarburos, con posibilidad de incluir en el mediano plazo todos los bienes asociados al complejo mundo del litio. La conclusión es sencilla: con divisas suficientes hay orden macroeconómico y ese orden garantiza crecimiento, y por extensión, si existe la decisión política en función de quien gobierne, distribución progresiva del ingreso generado. Sin divisas suficientes no hay orden macroeconómico, y por lo tanto sostener un sendero de crecimiento económico y disputar la distribución del ingreso generado es prácticamente imposible.
En la actualidad nos encontramos a menos de cuatro meses del 84° aniversario de un luctuoso hecho para la humanidad que está –nunca más que ahora– por desgracia a nada de repetirse. Ese hito histórico lamentable fue el inicio de la segunda guerra mundial (SGM). El hecho actual que emula el de ese entonces es el actual conflicto entre Ucrania –aliada a la OTAN– y Rusia, que amaga con extenderse con el mismo tipo de irresponsables excusas a China, mediante las provocaciones que Estados Unidos y otros países asociados –principalmente Inglaterra, pero no excluyentemente– están llevando adelante con relación a la isla de Taiwán.
Pero la pregunta fundante del presente es: ¿qué ocurrió en el inicio y durante la SGM? ¿Y por qué es importante en el marco de lo que aquí se pretende desarrollar? Lo cierto es que durante la SGM ocurrieron básicamente cuatro grandes hechos no relacionados directamente con lo bélico que cambiaron sustancialmente la realidad de todos los países del globo, y especialmente de aquellos que no entraron en la conflagración, como es el caso de Argentina: se interrumpieron los flujos de capital; se interrumpieron los flujos de comercio; se reconvirtió una parte importante de la industria civil de las potencias beligerantes a industria de guerra; y las potencias que asiduamente nos cambiaban sus manufacturas por materias primas se vieron imposibilitadas de pagar por ellas, pero siguieron demandándolas.
Esto generó en muchos países –en general, y en Argentina en particular– que no llegaran inversiones extranjeras ni bienes intermedios y finales, ya sean de consumo o de capital, que hasta ese entonces consumíamos asiduamente. Esto ocurrió porque el comercio estaba interrumpido, por los riesgos que implicaba la navegación de ultramar, por la poca disponibilidad de capacidad instalada y por la reconversión de la industria. El punto es que en el caso particular de nuestro país dejamos de recibir una gran cantidad de bienes intermedios y finales.
A la República Argentina se le presentaron cuatro grandes problemas que generaban infinidad de otros problemas conexos:
a) Dejaron de llegarle las famosas inversiones que –más allá de todas las trapisondas que dicho proceso tan venerado por el liberalismo y que tan arteramente denunciaron los compañeros de FORJA de ese entonces– implicaban el ingreso de algunas divisas y grandes bienes de capital, como el caso de los ferrocarriles. Las potencias beligerantes y principalmente Inglaterra –que nos mantenía hasta ese entonces en un estatus de semicolonia– necesitaban esos capitales para las actividades de logística de sostenimiento de su industria bélica.
b) Las potencias beligerantes debieron interrumpir el envío de barcos. En el caso de Inglaterra, era clara la hegemonía marítima en el comercio, porque pesaba sobre los barcos comerciales la amenaza de hundimiento por parte de los países del Eje, sumado a que también debían destinar esos barcos a los esfuerzos de logística de las actividades bélicas.
c) Dejaron de llegar bienes intermedios y finales de consumo y maquinarias elementales. Nuevamente, el principal proveedor internacional de manufacturas de consumo o industriales de nuestro país debió dedicar esa capacidad productiva también a su industria bélica.
d) La imposibilidad de enviar manufacturas a cambio de materias primas –en un modelo consolidado de lo que se dio en denominar relación adversa de los términos del intercambio más de una década después– generaría y generó saldos comerciales favorables para nuestro país que no podrían saldarse con manufacturas, por lo desarrollado en los puntos anteriores, ni con divisas duras, porque su destino fue el sostenimiento de la guerra y luego la reconstrucción de los países beligerantes.
Nuestro país se vio entonces en una disyuntiva de hierro: a) comenzaba a vivir sin “inversiones extranjeras” ni el desarrollo que ellas proveían; sin exportar para obtener manufacturas a cambio y para pagar la espuria y centenaria deuda externa que en ese entonces teníamos; y sin muchos bienes de consumo e intermedios que nuestra sociedad necesitaba –desde un cinturón de cuero, un tenedor, un martillo, o algún tipo de lubricante industrial, por solo mencionar bienes que podían haber estado siendo provistos por la industria británica–; b) o bien encontraba otra forma de ordenar nuestra economía para que resultara factible producir todo eso en nuestro país.
Cabe destacar dos cuestiones más: a) conocimientos y vestigios de conocimientos que permitieran tal desarrollo ya existían en nuestro país, en diferentes emprendimientos industriales y en gran parte de la migración de principios de siglo que brindó Europa con la primera gran guerra; b) nuestra sociedad tenía precarios niveles de desarrollo de su sistema educativo: los niveles de analfabetismo y desescolarización eran muy superiores a los actuales; no existía la cantidad de escuelas técnicas que hoy existen; la escuela secundaria no era obligatoria; no existían grandes industrias de todos los rubros como hoy sí existen en nuestro país; no existían ni habían existido las grandes industrias estatales; no existía la cantidad y variedad de universidades nacionales; esas escuelas técnicas y esas universidades no habían estado durante décadas brindando a la sociedad decenas de miles de técnicos y cientos de ingenieros y otros profesionales anualmente, como viene pasando en los últimos 50 años o más.
En ese contexto de interrupción de inversiones extranjeras, flujos comerciales y exportaciones, y de muy menor nivel de desarrollo relativo de nuestro país –eran las condiciones imperantes en el periodo 1939-1955– nuestro país desarrolló toda su industria liviana y gran parte de su industria pesada. Aquí cabe un conjunto de preguntas retóricas, de las cuales las que siguen son solo una minúscula selección discrecional: ¿cómo hicimos para desarrollar un aparato industrial que nos proveyera de todo lo relacionado con bienes de consumo sin inversiones extranjeras? ¿Cómo hicimos para alimentar a una parte de Europa –además de alimentarnos nosotros– y exportar a terceros países durante un lustro o más sin que nos pagaran? ¿Cómo hicimos para desarrollar parte de la industria pesada –siderurgia, naval y ferroviaria– y otras industrias complejas, como la aeronáutica, sin inversiones extranjeras y solo a partir de nuestras capacidades?
Para alcanzar grados crecientes de desarrollo los pueblos necesitan cuatro factores: poner el conocimiento y el trabajo de todos sus integrantes al servicio de ese modelo de desarrollo; disponer de materias primas, alimentos y las necesarias para manufacturas en general, en cantidad suficiente; que no se drene constantemente riqueza mediante un comercio colonial, o con otros mecanismos tales como la extranjerización productiva o una deuda odiosa, espuria y fraudulenta; capitalizar el trabajo nacional y una parte de la renta generada para consolidar el proceso de desarrollo.
El actual abordaje macroeconómico del desarrollo nacional –sin importar su vertiente ideológica– nos condena a pensar que solo podremos desarrollarnos en función de cuánto vengan a invertir, o cuánto decidan comprarnos los países desarrollados. La realidad es que solo lograremos desarrollarnos si ponemos a nuestro pueblo a trabajar, si capitalizamos nuestro conocimiento y nuestro trabajo, y si lo hacemos cuidando y haciendo el mejor uso posible de nuestros recursos. Parafraseando a Aldo Ferrer, podríamos decir: “vivir cuidando lo nuestro y cuidando a los nuestros”.
Fuente: Revista Movimiento