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La clase obrera combatió la dictadura militar desde el principio

En Argentina, la última dictadura militar está bien presente en el debate público y académico. No ocurre lo mismo con la resistencia de la clase trabajadora al terrorismo de Estado, una historia prácticamente desconocida y escasamente evocada, incluso por las propias organizaciones obreras.

Por Andrés Carminati*

Se cumplieron 40 años de la recuperación de la democracia y estamos cerca de las cinco décadas desde que se produjo el más sangriento golpe de Estado en Argentina. El paso del tiempo ha dado resultados bien contradictorios. Desde el punto de vista de las ciencias sociales, hoy conocemos con muchísima más precisión lo que ocurrió en dictadura, tanto en lo social como en lo económico o lo político, desde una mirada regional y nacional, incluso desde una perspectiva transnacional y conosureña.

Sin embargo, el desarrollo acelerado de las nuevas redes sociales, la explosión de las fake news y las formas pedagógicas del neoliberalismo de la posverdad han abierto las puertas a todo un espectro discursivo que va desde el cuestionamiento a las organizaciones de derechos humanos hasta la reivindicación abierta y explícita de la dictadura y sus crímenes. Muchos debates que creíamos saldados se han reabierto, y los argumentos más rancios y falaces han vuelto a hacer sentido para muchos y muchas. 

Si esto parecía ser un fenómeno circunscripto únicamente a las redes sociales o producto exclusivo de comentarios de trolls levantados por los portales periodísticos, el triunfo electoral del ultraderechista Javier Milei lo ha dotado de una entidad distinta. Y es que por primera vez, desde la vuelta a la democracia en 1983, un gobierno elegido democráticamente reivindica abiertamente la dictadura y a sus perpetradores.

En este sentido, se abre un nuevo capítulo en las luchas ideológicas, sociales y políticas en torno al significado de los años del terrorismo de Estado. En tanto historiador especializado en el tema, estos debates me movilizan particularmente y me impulsan a seguir aportando elementos para pensar el período. Tanto en ámbitos académicos como públicos, la última dictadura ha sido motivo de intensos debates en torno a diversos asuntos: la magnitud del terrorismo de Estado, sus perpetradores, las víctimas, los organismos de derechos humanos, los vínculos civiles o eclesiásticos, el plan económico, la Guerra de Malvinas, etc.

Sin embargo, no ocurre lo mismo con las resistencias de la clase trabajadora, que son prácticamente desconocidas y en general poco evocadas socialmente (ni siquiera por las organizaciones de trabajadores). De hecho —y esto no es casualidad— en los últimos años se ha puesto «de moda» entre la historiografía especializada la idea del «consentimiento» obrero a la dictadura. Las escasas referencias que suelen hacerse destacan el primer paro nacional de abril de 1979, la marcha a San Cayetano de 1981 o la movilización del 30 de marzo de 1982.

Visto de esta manera, pareciera que la clase trabajadora se tomó tres años para responder la afrenta dictatorial. La realidad fue bien distinta: ya en 1976, en el primer año de la dictadura y en el más adverso de los contextos, hubo grandes e importantes luchas obreras que le plantaron cara al gobierno militar. En 1977 la historia fue la misma. Lejos de un silencio cómplice o una desorientación paralizante, las organizaciones de la clase trabajadora presentaron batalla desde un principio. Reconocer esas luchas resulta vital a la hora de analizar las respuestas sociales a la dictadura y aporta a la reflexión sobre este presente adverso que atravesamos.

Un plan contra la clase trabajadora

Lo primero que hay que decir —y esto es algo que no siempre está del todo claro— es que la dictadura tenía entre sus principales adversarios a la clase trabajadora. El plan del gobierno de facto a este respecto se puede sintetizar en dos objetivos principales: desactivar la intensa movilización social y política abierta a partir de 1969, en cuyo desarrollo los trabajadores y trabajadoras habían jugado un papel protagónico, y producir una transformación radical en las organizaciones obreras.

Esto se traducía en la intención de reducir a su mínima expresión el poder de delegados gremiales y las comisiones internas en los lugares de trabajo, y de reestructurar profundamente las organizaciones sindicales. Se trataba de un conjunto de acciones que corrían por dos canales distintos: unas dentro de los marcos de la legalidad de facto, a partir de la modificación de leyes, normativas y regulaciones, y otras al margen, integradas en la denominada «guerra contra la subversión».

Dentro del conjunto «legal», se puede enumerar la intervención de la CGT junto a las principales organizaciones sindicales de segundo grado, la ilegalización de la huelga y toda medida de acción directa, el despido sumario de más de 200.000 agentes públicos, la modificación de la Ley de Contratos de Trabajo, etc. La otra modalidad estuvo signada por la aplicación sistemática del terrorismo de Estado, que alcanzó a aquellos trabajadores catalogados como «delincuentes subversivos». Diferentes estudios muestran que alrededor del 60% de las personas que figuran en los archivos como detenidas-desaparecidas pertenecían a la clase trabajadora.

Pero la ofensiva del capital contra el trabajo se evidencia también en cifras como la de la caída del salario real, que en 1982 había perdido 56,2 puntos comparado con el de 1974. La participación asalariada en el ingreso, por su parte, cayó de 49,7% a 29,3% en el mismo lapso temporal. Los efectos del programa económico generaron una fuerte crisis en algunas ramas industriales, sobre todo hacia los años 80, lo que produjo un reguero de despidos y suspensiones.

Resistencias

En un contexto signado por el fenomenal despliegue militar sobre el territorio, con cientos de secuestros y detenciones diarias, con retenes en los accesos a las zonas fabriles, con sindicatos intervenidos y huelgas militarizadas, la conflictividad social tendió a expresarse de otra manera. Durante los tres primeros años de dictadura militar predominaron formas que, en su conjunto, han sido denominadas como de «resistencia molecular».

Modalidades de enfrentamiento centradas fundamentalmente en los lugares de trabajo y acciones de diverso tenor (como la huelga de brazos caídos, el trabajo a reglamento, el quite de colaboración o diversos hechos de sabotaje) configuraban formas de protesta que buscaban tener cierto efecto sobre la producción o la disciplina fabril pero manteniendo a resguardo a los manifestantes. Estas acciones de resistencia molecular, sin embargo, se combinaron también con estallidos de conflictividad u olas de huelgas, en las que varios sectores se lanzaron de manera más o menos simultánea al conflicto. También durante este primer trienio de gobierno de facto hubo conflictos importantes y abiertos en sectores de carácter estratégico, como el de la energía eléctrica, los puertos o los ferrocarriles.

Ahora bien, desde fines de 1978 comenzó una paulatina reorganización al interior del sindicalismo, y en abril de 1979 se produjo el primer paro nacional. El escenario posterior será de progresivo «descongelamiento» sindical y de una conflictividad social y política cada vez más abierta. La huelga y movilización del 30 de marzo de 1982 es uno de los episodios más significativos y conocidos.

La resistencia molecular de 1976

El golpe de Estado recibió un fuerte apoyo de las patronales. Un breve repaso por las declaraciones de las más diversas organizaciones empresarias arroja diversas manifestaciones de adhesión o de expectación favorable. El restablecimiento de la disciplina y la pax laboral son dos de los aspectos más subrayados. Con la nueva situación favorable se produjo un revanchismo de clase extendido. Las personas despedidas sin causa se contaron por miles, así como también las amenazas o los amedrentamientos.

Por otro lado, y en particular en las grandes compañías, las fuerzas represivas actuaron en conjunto con las cúpulas empresariales para detener o secuestrar trabajadores y trabajadoras. Y en algunos casos, como en las siderúrgicas Acindar y Dálmine, se instalaron centros clandestinos de detención al interior de las plantas.

A nivel general, durante los primeros seis meses de la dictadura se produjo un reflujo de la conflictividad en todo el país. Si bien hubo conflictos, fueron en su mayoría aislados, con escasa o nula capacidad para obtener reivindicaciones y mayormente reprimidos. Sin embargo, la aguda inflación, la clausura de las paritarias, los despidos, las suspensiones, la persecución política y la represión estaban generando las condiciones para el primer estallido de conflictividad en dictadura.

Era septiembre de 1976, la maquinaria represiva funcionaba en pleno, los grandes medios de comunicación lanzaban loas al régimen y los partidos tradicionales continuaban sumidos en el más absoluto silencio. La inflación acumulada desde marzo rondaba el 106%, y la interanual de septiembre era del 395%. Mientras tanto, el gobierno aprobaba por decreto un aumento general de salarios del 12%, que incluía la autorización a las empresas privadas para conceder una «gratificación adicional» a su personal en función de la productividad.

Lógicamente disconformes con esa cifra —apenas superaba la décima parte de la inflación—, la pelea por las «gratificaciones» disparó una ola de huelgas en la mayor parte de las plantas automotrices de Argentina, que además estaban suspendiendo personal todos los días. Hubo conflictos en Renault, Fiat, Thompson Ranco, Perkins e IME en la provincia de Córdoba, mientras que en Buenos Aires la ola se extendió por Ford, Fiat, Mercedes Benz, Chrysler, Peugeot, Citroën y General Motors.

Fue un movimiento que se prolongó a lo largo de veinte días. Culminaba un conflicto e iniciaba otro. En la mayoría de las fábricas se habían despedido a los delegados gremiales e incluso había desaparecidos. Para no exponer a nadie empezaron a circular petitorios firmados por todo el personal, o la elección de los delegados se hacía siempre a título provisorio. La forma predominante que adoptaron estas jornadas de protesta fue el quite de colaboración o la huelga de brazos caídos en los lugares de trabajo.

El gobierno y la prensa denunciaron un «Plan de agitación en ámbitos gremiales» pergeñado por la «subversión». Varias plantas fueron militarizadas y hubo numerosos secuestros. El 8 de septiembre, el Ministro de Trabajo desembarcó personalmente en la sucursal del barrio porteño de Barracas de General Motors, que llevaba un par de días en huelga. Ese mismo día se sancionó la Ley 21.400, que volvía a prohibir lo que ya estaba prohibido desde el 24 de marzo: la huelga y toda medida de acción directa. ¿La diferencia? En esta nueva versión, las penas podían ser de hasta 10 años de cárcel.

Este suceso plantea un punto a considerar. La legalidad de facto estaba sostenida por un despliegue represivo (legal e ilegal) brutal. Pero, aun así, el régimen se vio en la necesidad de incrementar las penas para las y los huelguistas. Este episodio tan resonante como poco conocido resulta interesante para reflexionar acerca de las hipótesis —en boga últimamente— sobre el «consenso obrero» durante la dictadura que se han divulgado en los últimos años. Resulta claro que Videla, Massera y Agosti, todo el régimen de facto, no consideraban que tal cosa existiera.

En octubre se inició un conflicto aún más visible, que dejó sin luz a ciudades enteras: la huelga del sindicato de Luz y Fuerza. Este conflicto estuvo íntimamente relacionado con la ofensiva del régimen contra las conquistas particulares del gremio de la energía eléctrica que la dictadura definía como «cláusulas de privilegio». La lucha se expresó a través de huelgas de brazos caídos, diversas formas de sabotaje y cortes intempestivos del suministro.

El régimen respondió con dureza. El 13 de octubre, los periódicos informaron la «desaparición» de tres militantes de Luz y Fuerza desde el día 8, agregando que habían sido «sacados de sus domicilios por desconocidos que vestían de civil» (textuales de Noticias Argentinas). La conflictividad se intensificó, e incluso se produjeron manifestaciones en la vía pública que fueron reprimidas por la Policía. Durante varios días hubo numerosos inconvenientes técnicos y cortes en el suministro de energía, mientras se tiraban pastillas de humo insecticida en los locales para impedir el trabajo. 

Finalmente, el 14 de octubre los tres sindicalistas fueron liberados, con señales evidentes de haber sufrido golpes y torturas. De manera excepcional, aunque no por última vez, las trabajadoras y trabajadores en conflicto lograban arrebatar a sus compañeros de las garras del terrorismo de Estado. La huelga, además, había sacado a la luz los métodos represivos. De forma intermitente, el diferendo se sostuvo hasta febrero de 1977. Ese mes la dictadura secuestró Oscar Smith, secretario general de Luz y Fuerza de la Ciudad de Buenos Aires, quien permanece aún desaparecido.

Las olas de huelgas de 1977

Durante 1977, las formas de resistencia molecular estuvieron acompañadas por nuevos y mayores estallidos huelguísticos. Uno de ellos tuvo carácter regional. Entre el 8 y el 21 de junio se produjeron varios conflictos obreros simultáneos en el Gran Rosario. Alrededor de 10.000 trabajadores de diez plantas industriales de la región manifestaron su descontento de diversas maneras. Durante dos semanas se registraron diversas acciones: a las dos grandes huelgas de las fábricas de tractores John Deere y Massey Ferguson se sumaron una serie de medidas de diverso tenor en distintas plantas industriales y lugares de trabajo de la región.

El movimiento tuvo un fuerte impacto en las noticias locales y nacionales. No obstante, el mayor estallido de conflictividad del primer trienio dictatorial ocurrió entre octubre y noviembre de 1977. Se trató de una ola de huelgas que sacudió a casi todo el país y que algunos autores han caracterizado como una «huelga general no declarada». El estallido huelguístico tuvo como epicentro un conflicto en el gremio ferroviario pero se extendió como un reguero de pólvora por diversos sectores de la industria y los servicios.

Desde mediados de octubre las huelgas y conflictos se extendieron a los trabajadores y trabajadoras de los subterráneos, el personal aéreo, el hipódromo, luz y fuerza, bancarios, municipales, portuarios, petroleros, transporte de corta, media y larga distancia, aguas gaseosas, textiles, cerámicos, frigoríficos, metalúrgicos, mecánicos y petroquímicos en diferentes puntos del país. Tal fue la magnitud de las confrontaciones que en los medios de prensa se empezó a debatir si tenía o no semejanzas con el Cordobazo. Varias editoriales aseguraban que se trataba de «los días más difíciles» o de «un duro traspié para el proceso de reorganización». El movimiento incluso trascendió las fronteras del país, y periódicos como El País de España o el New York Times le dieron cobertura.

Como había ocurrido en el conflicto de Luz y Fuerza el año anterior, durante el movimiento de octubre y noviembre se filtraron en la prensa las noticias sobre secuestros de trabajadores. El diario Clarín del 1 de noviembre informaba que, además de los reclamos salariales, «los trabajadores de los subterráneos habían puesto como condición para continuar con la prestación del servicio la liberación de dos dirigentes que habrían desaparecido». Días más tarde se hacía público el secuestro de otro delegado de Luz y Fuerza. Felizmente, en esta ocasión también pudo revertirse el secuestro.

La huelga ferroviaria culminó el 5 de noviembre, tras once días de protestas. Pero la conflictividad no culminó allí. Aunque no con el impacto garantizado por el carácter estratégico del transporte de pasajeros, los conflictos siguieron extendiéndose hacia otros sectores hasta fines de diciembre. Entre los más destacados aparecen los puertos, YPF de Ensenada, Peugeot, Alpargatas de Florencio Varela y la cerámica Lozadur. 

Una de las cuestiones más llamativas de este ciclo de protestas es el hecho de que es prácticamente desconocido. ¡Cómo cambia la imagen que tenemos de la dictadura insertando esta pieza en el relato histórico! Hablamos de 1977, con la maquinaria del terrorismo de Estado en pleno funcionamiento, con la censura y la complicidad mediática, con todo el apoyo de las cámaras empresarias, con el silencio prácticamente total de los partidos políticos tradicionales. Y la clase trabajadora, sin su central obrera, con la mayor parte de los sindicatos intervenidos, con miles de desaparecidxs, asesinadxs, exiliadxs, depedidxs, protagoniza este ciclo de confrontación frontal con el régimen genocida.

Memoria activa

De este primer trienio de gobierno de facto en la Argentina, solo el conflicto protagonizado por Luz y Fuerza es un poco más conocido. La ola de huelgas de las automotrices es bastante ignorada, y el estallido en el Gran Rosario no se conoce ni recuerda ni siquiera en la propia ciudad.

En los últimos años se ha debatido mucho sobre la figura de las personas detenidas-desaparecidas. Cuando en Argentina se habla de resistencia, el ejemplo inmediato es el de las heroicas Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Pero las resistencias de la clase trabajadora, en la mayoría de los casos, continúan en la oscuridad. Nadie puede apropiarse de una historia que no conoce, y es por ello que reconocernos en aquellas luchas contra el mayor régimen de terror que ha conocido nuestro pueblo resulta central. No solo para iluminar un pasado silenciado, sino para alumbrar un presente sumamente difícil, que plantea enormes desafíos a quienes trabajamos para vivir.

Fuente: Revista Jacobin

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