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Tiemblen los Tiranos 148: Que el hijo del barrendero muera barrendero

Columna que existe para difundir y divulgar hechos y reflexiones sobre la historia, desde una visión, federal, popular y latinoamericana. Ayer, 16 de septiembre, se cumplieron 68 años del golpe de estado recordado como “La Fusiladora” y autodenominado como la “Revolución Libertadora”. Hágase el tiempo para leer atentamente. Lo que estos tipos afirmaron hace casi setenta años, está más vivo que nunca en Argentina.

El Editor Federal

La síntesis de lo que venía a hacer el golpe de Estado de 1955, la expresó uno de los principales cuadros militares de la época. El contraalmirante Arturo Rial dijo a trabajadores municipales: “Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este bendito país el hijo del barrendero muera barrendero”.

Exactamente 90 días antes, los altos mandos de la Armada y su división aérea habían bombardeado Plaza de Mayo, dejando miles de muertos, heridos y una rúbrica que llega hasta nuestros días: los cipayos de todo signo jamás escatimarán en gastos para imponer los deseos de sus mandantes foráneos. Lo que menos importa son los métodos y las consecuencias, lo que importa son los objetivos.

La Fusiladora, o la “Revolución Libertadora” como ellos la denominaban, tomó el poder el 16 de septiembre de 1955, volteando al gobierno de Juan Perón. El 20 de septiembre, uno de los líderes del golpe, el general de división Eduardo Lonardi, asumió el mando superior del Estado en forma provisional. Poco después – el 13 de noviembre -, ese lugar lo ocuparía el General Pedro Eugenio Aramburu. Ambos cuadros, fueron secundados por el Almirante Isaac Rojas que ocupó el cargo de “vicepresidente” de la Nación conjuntamente con la Junta Consultiva, integrada por representantes de los partidos opositores al peronismo.

Son heridas sin reparación; no existe el consuelo en estos casos. Nunca será suficiente escribir sobre los días más dolorosos de la historia del pueblo argentino.

La “Fusiladora” dejó documentos por doquier. Tanto en actos de gobierno, proclamas, discursos, leyes, obras literarias, ensayos y reflexiones. Compartiremos dos de esos documentos, que tal vez sean hartamente conocidos pero que nunca viene mal volver a leerlos y publicarlos.

El primero, es la proclama de Lonardi mientras encabezaba el golpe. La segunda, es una carta de Ernesto Sábato, quién con cola de paja, reflexionaba sobre los posibles “excesos” acontecidos.

Respectivamente, compartimos una declaración de los principios más rancios y segregacionistas que ha dado nuestra historia. Luego, el “ensayo”, el banco de pruebas, de lo que casi 30 años más tarde se consolidaría como la “Teoría de los dos demonios”.

Hágase el tiempo para leer atentamente. Lo que estos tipos afirmaron hace casi setenta años, está más vivo que nunca en Argentina.

No todo da lo mismo, muchachos.

***

Proclama: “Dios es justo” – Eduardo Lonardi

“Al pueblo argentino y a los soldados de la patria:

En mi carácter de jefe de la Revolución Libertadora, me dirijo al pueblo y en especial a mis camaradas de todas las armas para pedir su colaboración en nuestro movimiento. La Armada, la Aeronáutica y el Ejército de la patria abandonan otra vez sus bases y cuarteles para intervenir en la vida cívica de la Nación. Lo hacemos impulsados por el imperativo del amor a la libertad y al honor de un pueblo sojuzgado que quiere vivir de acuerdo con sus tradiciones y que no se resigna a seguir indefinidamente los caprichos de un dictador que abusa de la fuerza del gobierno para humillar a sus conciudadanos.

Con el pretexto de afianzar los postulados de una justicia social que nadie discute, porque en la hora presente es el anhelo común de todos los argentinos, ha aniquilado los derechos y garantías de la Constitución y sustituido el orden jurídico por su voluntad avasalladora y despótica.

Esa opresión innoble sólo ha servido para el auge de la corrupción y para la destrucción de la cultura y de la economía, de todo lo cual es símbolo tremendo el incendio de los templos y de los sacrosantos archivos de la patria, el avasallamiento de los jueces, la reducción de la Universidad a una burocracia deshonesta y la trágica encrucijada que compromete el porvenir de la República con la entrega de sus fuentes de riqueza.

Si este cuadro pavoroso promueve la inquietud de los argentinos, el dictador -después del simulacro de su renuncia- nos ofrece la perspectiva de la guerra civil y de la matanza fratricida, complaciéndose con la posibilidad de dar muerte a cinco opositores inermes por cada uno de sus secuaces y torturadores.

No es extraño que fuera capaz de complicarse en la profanación de la bandera para imputar el sacrilegio a sus opositores. Ante los conciudadanos y la posterioridad lo acusamos de esa incalificable villanía, plenamente comprobada en las actuaciones labradas por el Consejo Supremo de Guerra y Marina. La preocupación por el honor y la libertad, vulnerados por la tiranía, halló ancho cauce en el corazón de la oficialidad joven, que con rara unanimidad despreció las dádivas y el soborno y puso su limpia espalda al servicio de los ideales ciudadanos.

Poco ha costado a quien firma esta proclama y a tantos jefes que en toda la extensión de la República la rubrican con su nombre y con su sangre, secundar ese esfuerzo juvenil que reivindica para siempre el prestigio de las armas nacionales y a todos nos coloca en la misma línea de los inmortales precursores: los que orlaron los templos con los trofeos tomados al enemigo, los que hicieron flamear nuestra enseña en las batallas que fundaron la patria y los que dieron la lección insuperada de su desinterés y sacrificio.

Ningún escrúpulo deben abrigar los miembros de las fuerzas armadas por la supuesta legitimidad del mandato que ostenta el dictador. Ninguna democracia es legítima si no existen los presupuestos esenciales: libertad y garantía de los derechos personales; si se falsea el empadronamiento, o en los comicios se desconoce la expresión de la voluntad ciudadana. En cambio, sí tiene toda su fuerza el artículo de la Constitución vigente que ordena a los argentinos armarse en defensa de la Constitución y de las leyes. O aquel otro que marca con el dictado de infames traidores a la patria a los que conceden facultades extraordinarias o toleran su ejercicio.

Sepan los hermanos trabajadores que comprometemos nuestro honor de soldados en la solemne promesa de que jamás consentiremos que sus derechos sean cercenados. Las legítimas conquistas que los amparan, no sólo serán mantenidas sino superadas por el espíritu de solidaridad cristiana y libertad que impregnará la legislación y porque el orden y la honradez administrativa a todos beneficiarán.

La revolución no se hace en provecho de partidos, clases o tendencias, sino para restablecer el imperio del derecho.

Postrados a los pies de la Virgen Capitana, invocamos la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia, hacemos este llamamiento a todos los que integran las fuerzas armadas de la Nación, oficiales, suboficiales y soldados, para que se pongan con nosotros en la línea que señala la trayectoria del Gran Capitán. Lo decimos sencillamente, con plena y reflexiva deliberación: la espada que hemos desenvainado para defender la entraña de la patria no se guardará sin honor. No nos interesa la vida sin honra y empeñamos en la demanda el porvenir de nuestros hijos y la dignidad de nuestras familias.”

***

 “El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo” (fragmento) – Ernesto Sábato

“Aquella noche de setiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas.

Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora.

Pues ¿qué más nítida caracterización del drama de nuestra patria que aquella doble escena casi ejemplar? Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban lágrimas en aquellos instantes, para ellos duros y sombríos. Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizadas en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una cocina de Salta.

La mayor parte de los partidos y de la intelligentsia, en vez de intentar una comprensión del problema nacional y de desentrañar lo que en aquel movimiento confuso había de genuino, de inevitable y de justo, nos habíamos entregado al escarnio, a la mofa, al bon mot de sociedad. Subestimación que en absoluto correspondía al hecho real, ya que si en el peronismo había mucho motivo de menosprecio o de burla, había también mucho de histórico y de justiciero.

Se me dirá que no debemos ahora incurrir en el sentimentalismo de considerar la situación de las masas desposeídas, olvidando las persecuciones que el peronismo llevó contra sus adversarios: las torturas a estudiantes, los exilios, el sitio por hambre a la mayor parte de los funcionarios y profesores, el insulto cotidiano, los robos, los crímenes, las exacciones.

Nadie pretende semejante injusticia al revés. Lo que aquí se intenta demostrar es que si Perón congregó en torno de sí a criminales mercenarios croatas y polacos, a ladrones como Duarte, a aventureros como Jorge Antonio, a amorales como Méndez San Martín, junto a miles de resentidos y canallas, también es verdad que no podemos identificar todo el inmenso movimiento con crímenes, robos y aventurerismo. Y que si es cierto que Perón despertó en el pueblo el rencor que estaba latente, también es cierto que los antiperonistas hicimos todo lo posible por justificarlo y multiplicarlo, con nuestras burlas y nuestros insultos. No seamos excesivamente parciales, no lleguemos a afirmar que el resentimiento –en este país tan propenso a él–– ha sido un atributo exclusivo de la multitud: también fue y sigue siendo un atributo de sus detractores. Con ciertos líderes de la izquierda ha pasado algo tan grotesco como con ciertos médicos, que se enojan cuando sus enfermos no se curan con los remedios que recetaron.

Estos líderes han cobrado un resentimiento casi cómico ––si no fuera trágico para el porvenir del país–– hacia las masas que no han progresado después de tantas décadas de tratamiento marxista. Y entonces las han insultado, las han calificado de chusma, de cabecitas negras, de descamisados; ya que todos estos calificativos fueron inventados por la izquierda antes de que maquiavélicamente el demagogo los empleara con simulado cariño.

Para esos teóricos de la lucha de clases hay por lo visto dos proletariados muy diferentes, que se diferencian entre sí como la Virtud tal como es definida por Sócrates en los diálogos, y la imperfecta y mezclada virtud del propio maestro de la juventud ateniense: un proletariado platónico, que se encuentra en los libros de Marx, y un proletariado grosero, impuro y mal educado que desfilaba en alpargatas tocando el bombo.

Por supuesto, esta doble visión de la historia no es exclusiva de los dirigentes de izquierda, pues tampoco las damas que encuentran romántica a la multitud que en 1793 cantaba la Marsellesa comprenden que esa multitud se parecía extrañamente a la que en nuestras calles vivaba a Perón; pero la diferencia estriba en que esas señoras ––que conocen la Revolución Francesa a través del cuadro de Delacroix y de los hermosos afiches que la embajada distribuye para el 14 de julio–– no tienen el deber de entender el problema de la multitud, y los jefes de los partidos populares sí.

Pero de ningún modo lo han entendido. Despechados y ciegos sostuvieron y siguen sosteniendo que los trabajadores siguieron a Perón por mendrugos, por un peso más, por una botella de sidra y un pan dulce. Ciertamente, el lema panem et circenses, que despreciativamente Juvenal adjudica al pueblo romano en la decadencia, ha sido siempre eficaz cada vez que un demagogo ha querido ganarse el afecto de las masas.

Pero no olvidemos que también los grandes movimientos espirituales contaron con el pueblo y hasta con el pueblo más bajo: eran esclavos y descamisados los que en buena medida   siguieron a Cristo primero y luego a sus Apóstoles, mucho antes que los doctores de la sinagoga y las damas del patriciado romano lo hicieran. Tengamos cuidado, pues, con el paralogismo de que las multitudes populares sólo pueden seguir a los demagogos, y únicamente por apetitos materiales: también con grandes principios y con nobles consignas se puede despertar el fervor del pueblo. Más aún: en el movimiento peronista no sólo hubo bajas pasiones y apetitos puramente materiales; hubo un genuino fervor espiritual, una fe pararreligiosa en un conductor que les hablaba como a seres humanos y no como a parias.

Había en ese complejo movimiento ––y lo sigue habiendo––  algo mucho más potente y profundo que un mero deseo de bienes materiales: había una justificada ansia de justicia y de reconocimiento, frente a una sociedad egoísta y fría, que siempre los había tenido olvidados.

Esto fue lo que fundamentalmente vio y movilizó Perón. Lo demás es detalle. Y es también lo que nuestros partidos, con la excepción del partido radical y alguno que otro grupo aislado, sigue no viendo y, lo que es peor, no queriendo ver.

Doctores y pueblo
Es que aquí nacimos a la libertad cuando en Europa triunfaban las doctrinas racionalistas. Y nuestros doctores no solamente han intentado desde entonces interpretar la historia argentina a la luz del racionalismo sino, lo que es más grave, han intentado hacerla.

Así se explica que nuestra historia hasta hoy haya sido dilemática: o esto, o aquello, o civilización o barbarie. Nuestros ideólogos han estado desdichada e históricamente separados del pueblo, en la misma forma, y con las mismas consecuencias, en que el racionalismo pretendió separar el espíritu puro de las pasiones del alma. Esta postura nos ha impedido comprender no solamente el fenómeno peronista sino también el sentido de nuestros grandes caudillos del pasado.

Tal como la verdad de un hombre no es sólo su vida diurna sino también sus sueños nocturnos, sus ansiedades profundas e inconscientes; no únicamente su parte razonable sino también, y en grado sumo, sus sentimientos y pasiones, sus amores y odios; del mismo modo como sería gravísimo pretender que aquella criatura tenebrosa que despierta y vive en las inciertas regiones del sueño no tiene importancia o debe ser brutalmente repudiada, así también los pueblos no pueden ser juzgados unilateralmente desde el solo lado de sus virtudes racionales, de su parte luminosa y pura, de sus ideales platónicos, pues entonces dejaríamos fuera el lado tal vez más profundo de la realidad, el que tiene que ver con sus mitos, con su alma, su sangre y sus instintos. No desdeñemos ese costado de la realidad, no pidamos demasiado el ángel al hombre. En ese continente de las sombras, en ese enigmático mundo de los espectros de la especie, allí se gestan las fuerzas más potentes de la nación y es necesario atenderlas, escucharlas con el oído adherido a la tierra. Esos rumores telúricos son verdaderos e inalienables, porque nos vienen de los más recónditos reductos del alma colectiva.

Un pueblo no puede resolverse por el dilema civilización o barbarie. Un pueblo será siempre civilización y barbarie, por la misma causa que Dios domina en el cielo pero el Demonio en la tierra.

Nuestros ideólogos, fervorosos creyentes de la Razón y de la Justicia abstracta, no vieron y no podían ver que nuestra incipiente patria no podía ajustarse a aquellos cánones mentales creados por una cultura archirracionalista. Si aquellos cánones iban a fracasar brutalmente en países tan avanzados como Alemania e Italia, ¿cómo no iban a fracasar  sangrientamente en estos bárbaros territorios de la América del Sur, donde hasta ayer el salvaje ímpetu de sus caballadas no encontraba límite ni frontera a sus correrías?

Y así se explican tantos desgraciados desencuentros en esta patria. Aun con las mejores intenciones, aquellos doctores de Buenos Aires, creyendo como creían en la supremacía absoluta de la civilización europea, intentaron sacrificar a las fuerzas oscuras, lucharon a sangre y fuego contra los Artigas, los López y los Facundos, sin advertir que aquellos poderosos caudillos tenían también parte de la verdad. Y que la visión concreta de su tierra, de sus montañas, de sus pueblos, les confería a veces la clarividencia que la razón pura raramente posee.

O las fuerzas oscuras son admitidas legítimamente o insurgen a sangre y fuego. El patético intento de nuestros ideólogos de Mayo de crear una patria a base de razón pura trajo el resultado natural: las potencias tenebrosas cobraron su precio, el precio sangriento y secreto que siempre cobran a los que pretenden ignorarlas o repudiarlas. Como en la cúspide de la civilización helénica, cuando Sócrates pretende instaurar el reinado del espíritu puro sobre el deplorable cuerpo, Eurípides lanza sobre la escena sus bacanales, pues los novelistas expresan sin saberlo lo que los hombres de una época sueñan en sus noches; como en la Alemania hipercivilizada de los Einstein y de los Heidegger, las fuerzas irracionales irrumpieron con el hitlerismo; así, aquel intento de nuestros doctores tenía que desatar por contraste la potencia dionisíaca del continente americano.

Lo grave de nuestro proceso histórico es que los dos bandos han sido hasta hoy irreductibles: o doctrinarios que creían en las teorías abstractas, o caudillos que sólo confiaban en la lanza y el degüello. Y sin embargo ambos tenían parte de la verdad, porque representaban alternativa o simultáneamente las aspiraciones de los grandes ideales platónicos o las violentas fuerzas de la subconciencia colectiva.

Nuestra crisis actual sólo ha de ser superada si se adopta una concepción de la política y de la vida nacional que abandone de una vez los fracasados cánones de la Ilustración y que, a la luz de la experiencia histórica que el mundo ha sufrido en los últimos tiempos ––desde la crisis del liberalismo hasta hoy––, realice en la política lo que las corrientes existencialistas y fenomenológicas han realizado ya en el terreno de la filosofía: una vuelta al hombre concreto, al ser de carne y hueso, una síntesis de los disjecta membra que nos había legado la disección racionalista. Síntesis política que si en todo el mundo es ahora necesaria, en nuestro país lo es en segundo grado: tanto por la naturaleza bárbara de nuestra tradición inmediata, como por el exceso de nuestros nuevos ricos de la ilustración que, como siempre pasa con los imitadores, acentúan los defectos del maestro en vez de trasladar sus virtudes.

Fuentes

LONARDI, Luis Ernesto, “Dios es justo”. Lonardi y la revolución, Francisco Colombo, Buenos Aires, 1958, págs. 96-100.

PORTAL EL HISTORIADOR. Dirigido por Felipe Pigna (Visto el 15/09/2023).

SÁBATO, ERNESTO. “El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo” (fragmento), s/ed., Buenos Aires, 1956, pp. 40-47, citado en ALTAMIRANO, CARLOS: “¿Qué hacer con las masas?” en Beatriz Sarlo, La batalla de las ideas, Planeta- Ariel, 2001, pp. 136-140.

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